A las cinco y cuarto, Alice y Aidan Appleton, que estaban en el patio de atrás, entraron en la casa en la que vivían de prestado. Alice preguntó:
– Caro… ¿Nos llevarás a Aidan y a yo… a mí… a la gran asamblea?
Carolyn Sturges, que estaba preparando unos sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada para la cena en la encimera de Coralee Dumagen con el pan de Coralee Dumagen (algo duro pero comestible), miró a los pequeños con sorpresa. Nunca antes había oído que unos niños quisieran asistir a una reunión de adultos; si alguien le hubiese preguntado su opinión, habría dicho que seguramente echarían a correr en dirección contraria para evitar un acto tan aburrido. Se sintió tentada. Porque, si los niños iban, también ella podría asistir.
– ¿Estáis seguros? -preguntó, agachándose-. ¿Los dos?
Antes de esos últimos días, Carolyn habría dicho que no le interesaba tener hijos, que lo que quería era labrarse una carrera como profesora y escritora. Quizá como novelista, aunque tenía la sensación de que escribir novelas era bastante arriesgado: ¿y si te pasabas todo ese tiempo escribiendo un volumen de mil páginas y luego era un asco? La poesía, sin embargo… recorrer todo el país (en moto, tal vez)… realizando lecturas y ofreciendo seminarios, libre como un pájaro… eso sí que sería una pasada. Quizá conocer a unos cuantos hombres interesantes, beber vino y discutir sobre Sylvia Plath en la cama. Alice y Aidan le habían hecho cambiar de opinión. Se había enamorado de ellos. Quería que la Cúpula se abriera, desde luego que sí, pero devolver esos niños a su madre le iba a partir el corazón. En cierto modo esperaba que también a ellos les doliese un poco. Seguramente era cruel, pero así era.
– ¿Ade? ¿Es eso lo que quieres? Porque las asambleas de adultos pueden ser un tostón, largas y aburridas.
– Yo quiero ir -dijo Aidan-. Quiero ver a todo el mundo.
Entonces Carolyn lo entendió. Lo que les interesaba no era la discusión sobre los recursos ni sobre cómo los utilizaría el pueblo en adelante, ¿por qué habría de interesarles? Alice tenía nueve años y Aidan cinco. Pero que quisieran ver a todo el mundo reunido, como si fueran una gran familia… eso sí tenía sentido.
– ¿Os portaréis bien? ¿Os estaréis quietecitos y no cuchichearéis por lo bajo?
– Claro que sí -respondió Alice con dignidad.
– ¿Y los dos haréis todo el pipí que tengáis antes de salir?
– ¡Sí! -Esta vez la niña puso los ojos en blanco para expresar que Caro se estaba comportando como una pesada insoportable… y a ella le encantó esa reacción.
– Entonces, lo que voy a hacer es envolver estos sándwiches para llevárnoslos. Y hay dos latas de refresco para los niños que se portan bien y saben beber con pajita. Suponiendo que los niños en cuestión hayan hecho todo el pipí que puedan antes de hincharse a beber más líquido, claro.
– Yo sé beber un montón con pajita -dijo Aidan-. ¿Hay Woops?
– Quiere decir pastelitos Whoopie Pies -aclaró Alice.
– Ya sé lo que quiere decir, pero no hay. Me parece que a lo mejor quedan algunas galletitas integrales. De esas que tienen azúcar y canela por encima.
– Las galletas de canela están ricas -dijo Aidan-. Te quiero, Caro.
Carolyn sonrió. Pensó que ningún poema que había leído jamás le parecía tan bonito. Ni siquiera ese de Williams sobre las ciruelas frías.
Andrea Grinnell bajó la escalera despacio pero con paso seguro mientras Julia la miraba con asombro. Andi había sufrido una transformación. En parte porque se había maquillado y se había peinado lo que antes era la espantosa maraña de su melena, pero eso no era todo. Al mirarla, Julia se dio cuenta del tiempo que había pasado desde la última vez que había visto a la tercera concejala del pueblo siendo ella misma. Esa noche se había puesto un impresionante vestido rojo con un cinturón que le ceñía el talle (parecía de Ann Taylor) y llevaba un gran bolso de tela que se cerraba con un fruncido.
Incluso Horace se quedó boquiabierto.
– ¿Qué tal estoy? -preguntó Andi cuando llegó al pie de la escalera-. ¿Da la impresión de que podría ir a la asamblea volando si tuviera una escoba?
– Estás fantástica. Veinte años más joven.
– Gracias, cielo, pero arriba tengo un espejo.
– Pues si no has visto lo mucho que has mejorado, prueba a mirarte en el de aquí abajo, que la luz es mejor.
Andi se cambió el bolso de brazo, como si le pesara mucho.
– Bueno. Supongo que sí. Al menos un poco.
– ¿Estás segura de que tienes suficientes fuerzas para esto?
– Me parece que sí, pero si empiezo a temblar y a tiritar me escaparé por la puerta lateral. -Andi no tenía ninguna intención de escaparse, temblara o no.
– ¿Qué llevas en el bolso?
La comida de Jim Rennie, pensó Andrea. Y pienso hacérsela tragar delante de todo este pueblo.
– Siempre me llevo la labor para tejer cuando voy a la asamblea municipal. A veces resultan muy pesadas y aburridas.
– No creo que la de hoy vaya a ser aburrida -dijo Julia.
– Tú también vienes, ¿verdad?
– Hum, supongo que sí -respondió Julia con vaguedad. Esperaba estar bien lejos del centro de Chester's Mills antes de que la asamblea llegara a su fin-. Antes tengo unas cuantas cosas que hacer. ¿Podrás llegar tú sola?
Andi le dedicó una cómica mirada de «Mamá, por favor».
– Voy hasta el final de la calle, bajo la cuesta y ya estoy allí. Llevo años haciéndolo.
Julia consultó su reloj. Eran las seis menos cuarto.
– ¿No sales demasiado pronto?
– Si no me equivoco, Al abrirá las puertas a las seis en punto, y quiero asegurarme de encontrar un buen asiento.
– Como concejala, deberías ocupar un sitio en el estrado -dijo Julia-. Si quieres, claro.
– No, creo que no. -Andi volvió a cambiarse el bolso de brazo. Sí que llevaba dentro sus labores; pero también los documentos de VADER y el 38 que le había regalado su hermano Twitch para que protegiera su casa. Pensó que serviría igual de bien para proteger el pueblo. Un pueblo era como un cuerpo, pero contaba con una ventaja sobre el cuerpo humano: si un pueblo tenía un cerebro defectuoso, podía llevarse a cabo un trasplante. Y a lo mejor no hacía falta llegar a asesinar a nadie. Rezó para que no hiciera falta.
Julia la miraba con socarronería. Andrea se dio cuenta de que se había quedado abstraída.
– Me parece que esta noche me sentaré con la gente corriente. Pero, cuando llegue el momento, diré la mía. Puedes estar segura.
Andi tenía razón en eso de que Al Timmons abriría las puertas a las seis. A esas horas, Main Street (que había estado prácticamente vacía durante todo el día) empezaba a llenarse de ciudadanos que iban hacia la sala de plenos. Había más gente aún bajando en pequeños grupos por la cuesta del Ayuntamiento desde las calles residenciales. Empezaron a llegar coches desde Eastchester y Northchester, casi todos al completo. Por lo visto, esa noche nadie quería estar solo.
Andi llegó lo bastante pronto para poder elegir asiento y escogió uno en la tercera fila desde el estrado, junto al pasillo central. Por delante de ella, en la segunda fila, estaban Carolyn Sturges y los pequeños Appleton. Los niños miraban todo y a todo el mundo fijamente y con los ojos muy abiertos. El chiquillo sostenía algo que parecía una galletita integral.
Linda Everett fue otra de las que llegaron temprano. Julia le había explicado a Andi que habían detenido a Rusty (era completamente absurdo) y sabía que su mujer debía de estar destrozada, pero lo ocultaba muy bien tras el maquillaje y un bonito vestido con grandes bolsillos de parche. Dado el estado en que se encontraba ella (boca seca, dolor de cabeza, estómago revuelto), Andi admiró su valentía.
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