Eli Bahar asintió, se levantó, hizo una señal con la cabeza y dijo:
– Sí, está aquí fuera, también voy a hablar con él, pero… ¿dónde está Beni Meyujas?
Max Levin se encogió de hombros.
– Supongo que en su casa, seguro que… Seguro que lo han dejado solo ahí con Hagar, su ayudante de producción desde hace años, y con… algunos amigos, en su casa. Aunque quizá lo mejor sería que le pida usted a Aviva que lo averigüe -dijo, y se levantó apresuradamente para dirigirse hacia la puerta, la abrió de par en par y exclamó-: Aviva, ¿puedes ayudar al policía a localizar a Beni?
– Naturalmente que sí -respondió Aviva-. Venga, Eli. Se llama usted Eli, ¿"verdad? Intentaremos localizarlo en su casa, porque Arieh Rubin me ha dicho antes que estaba allí. Pase, siéntese -y, quitando unas carpetas de cartón de la silla que estaba junto a su escritorio, dio un golpecito sobre ella invitándolo a que tomara asiento. Eli Bahar la miró y, obedientemente, se sentó.
– ¿Lo ves? -había dicho el oficial de la policía secreta, Dani Balilti, a Mati Cohen, antes de posar su mano sobre el hombro del hombre alto y delgado que se había levantado de su asiento al entrar ellos en la habitación. El hombre rodeó la mesa, se detuvo delante de Mati y estrechó con cortesía, aunque distante, la mano que le ofrecía Balilti, que, con la otra mano, intentaba colocarse el cinturón de los pantalones sobre la prominente barriga. Cuando estaban juntos, parecían el gordo y el flaco-. Fíjate bien -dijo Balilti a Mati Cohen con orgullo manifiesto, como si le estuviera hablando de un familiar al que él mismo hubiera criado-, aquí tienes a un verdadero artista, no lo olvides. Ilan es pintor, no un simple dibujante técnico, y nos está haciendo un favor ayudándonos; ¿no es así, Ilan?
Después de estar casi una hora sentado frente a Ilan Kats, Mati Cohen empezó a retorcerse los dedos y a moverse incómodo en su asiento, una silla demasiado estrecha para su corpulencia. Tenía que decir algo, no sólo para complacer a ese tal Ilan Kats, que le había suplicado de la manera más conmovedora que le contara todo lo que se le ocurriera acerca del momento en que recorría el pasaje angosto de la segunda planta de Los Hilos y vio a Tirtsa con alguien abajo, sino también porque estaba tan cansado, le dolían tanto los pies y el hombro y el brazo izquierdos, que lo único que deseaba era poder irse a su casa a dormir.
– Ni siquiera estoy seguro de que fuera Tirtsa -dijo Mati Cohen indeciso, cuando por fin empezó a hablar-, porque apenas había luz, ese pasaje está siempre oscuro -les explicó con un tono de súplica, pero Ilan Kats, sentado a su lado, clavó en él unos ojos rasgados que brillaban pacientes, confiados y expectantes, en medio de una red de finísimas arrugas, e hizo como si no hubiera oído nada y no tuviera ninguna intención de dejarlo marchar. De manera que siguió allí sentado y, sin apartar de él la mirada, le repitió por enésima vez:
– Hábleme de cualquier cosa que recuerde, no importa lo que sea, de una mancha en la pared, de una grieta en una baldosa, lo que sea.
Dada su insistencia, y con la única intención de que lo dejara en paz, Mati Cohen dijo:
– Creo que él era más alto -tomó un poco de agua y añadió-, el que estaba de espaldas a mí era más alto que ella.
– ¡Ajá! -exclamó Ilan Kats exultante-. ¿Ve cómo sí se acuerda? -y, apartando el boceto anterior, volvió a dibujar, rápidamente, sobre una lámina nueva, dos figuras: la silueta de una mujer y la de un hombre más alto que ella-. ¿Lo ve? De cada palabra puede sacarse algo -concluyó satisfecho mientras entrecerraba los ojos-: ha dicho usted «él», lo que demuestra que vio usted a un hombre, ha dicho «espalda», lo que indica que la estaba mirando y quizá la atacara, aunque usted no lo viera. Reconstruiremos ahora algunas características más, gracias a su memoria. Siempre recordamos más de lo que creemos -añadió en un tono paternal.
Estos acontecimientos matutinos, tras una noche sin dormir, el rostro enrojecido del niño que estaba ardiendo de fiebre y no dejaba de toser, la histeria de Malka -qué clase de madre tenía su hijo, siempre indefensa-, la noticia de la muerte de Tirtsa, aquella gente que no dejaba de insistir, exigir y presionar, tantas palabras y amenazas…, todo junto hizo que se derrumbara. Asimismo, la conversación con Hagar, que le había localizado por teléfono, mientras volvía con su niño asmático del hospital Hadassah, para disuadirlo de cualquier intento de detener la producción de Beni, le había dejado muy mal sabor de boca. Aunque era verdad que le había advertido a Hagar «no me amenaces», que le había repetido «a mí no me amenaza nadie», y que había acabado por añadir «no te va a servir de nada llevarlo a los tribunales», a pesar de todo eso, aquella conversación le había causado una fuerte angustia.
– No tienes corazón -le había reprochado ella.
¿Por qué? ¿Ser una persona responsable significaba no tener corazón? ¿La responsabilidad implicaba, acaso, maldad? Después de todo, no se trataba del dinero de su padre, sino de hacer el trabajo como Dios manda. Pero odiaba tener que ser él quien cerrara el grifo y diera la cara, el odiado por todos. Y es que todos en el trabajo pensaban que él era el malo de la película sólo porque se encargaba del dinero. Nadie sabía que era un buen hombre, que odiaba los conflictos y las peleas. Tenía que haber dejado ese trabajo hacía ya tiempo. No estaba hecho para esa profesión, él debería haber sido contable o asesor fiscal. Empezó a estudiar contabilidad y, si no hubiera sido por Tamar -que, tras dos años de matrimonio, se había largado con la niña, y llevaba ya más de ocho chantajeándolo, haciendo caso omiso de su propuesta: «Si quieres irte, vete, deja a la niña y vete»; por el contrario, ella recurrió a un abogado que le sacó los hígados, tuvo que darle todo lo que pedía, todo, la mitad del piso, la mitad de sus ahorros y la pensión alimenticia, poniendo además a la niña en su contra-, si no hubiera sido por ella, ya habría acabado los estudios hacía mucho tiempo y tendría su título de contable y su propia empresa. Y menuda mañanita, aquella: primero Tirtsa Rubin, luego el inspector de policía que lo interrogó, Eli Bahar, y finalmente esa visita a la comisaría de Migrash Ha-Rusim. Él jamás había estado antes en la policía. ¿Qué se le había perdido a él en la policía? Nunca había infringido la ley. Sólo una vez lo habían citado para declarar a favor de un vecino que había sufrido un atraco. Mientras que ahora había entrado allí como un criminal, por la puerta trasera, por el aparcamiento, desde donde Eli Bahar lo había conducido por un largo pasillo, a la vista de todos -de hecho, por un momento le pareció haber visto de lejos a Epstein, del departamento de mantenimiento-, pidiéndole que lo siguiera hasta el tercer piso. Mati subió tras él. Se estaba quedando sin resuello, se sentía casi asfixiado, y, cuando llegaron a lo que parecía el final del pasillo y Eli Bahar abrió una puerta blanca al fondo, apareció otro pasillo. Allí todo era muy nuevo, olía a madera y a pintura fresca y a los lados se abrían despachos todavía vacíos. En el último de ellos se encontraba un oficial de la policía secreta, Balilti, un tipo de ojos pequeños y grandes ojeras. Los dos se sentaron frente a él -necesitaba urgentemente otro café, aunque sabía que no debía hacerlo, porque sentía cómo la sangre le palpitaba detrás de las orejas martilleándole la cabeza- y siguieron atosigándolo a preguntas: que si Tirtsa era querida o si tenía enemigos, que cómo era su matrimonio con Beni Meyujas, que si alguno de los empleados de los decorados tenía algo en su contra, que si era verdad que Rubin era un donjuán y había mujeres que querían… Hasta llegaron a mencionarle a Niva y al niño. ¡A él, que siempre había odiado los cotilleos y la maledicencia! Un sinfín de veces tuvo que repetirles que Tirtsa era buena, muy exigente en su trabajo, pero justa, y que todos…, que no tenía enemigos y que, además, aquello había sido un accidente. Pero entonces intentaron acorralarlo preguntándole una y otra vez por qué había ido allí aquella noche. Él trató de explicarse; les expuso cuál era el método de trabajo y la razón que lo había obligado a acudir de madrugada: debía detener el rodaje.
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