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Batya Gur: Un asesinato musical

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Batya Gur Un asesinato musical

Un asesinato musical: краткое содержание, описание и аннотация

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De la celebrada autora israeli, Batya Gur, nos llega una nueva novela de Michael Ohayon, la cuarta de esta popular serie de thrillers fascinantes e inteligentes. En esta ocasion, Michael Ohayon, un detective culto, solitario y encantador, entabla amistad con una chelista perteneciente a una familia de musicos de fama internacional. Pero su aficion a la musica le llevara a investigar un inesperado caso de doble asesinato que afecta el entorno de su nueva amiga y que tiene que ver con el descubrimiento de un antiguo requiem barroco. Puede una obra de arte convertirse en el movil de un crimen brutal?

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Cuando el agua estuvo a la temperatura correcta, Michael colocó al bebé sobre la toalla extendida. Dejó un dedo de cada mano dentro de las manitas del bebé. Más adelante le sorprendería la fuerza del instinto que dictaba sus actos en esos momentos. El bebé enroscó fuertemente los dedos en torno a los suyos. Abrió mucho la boca, asustado, y su cuerpo, desprovisto de protección, empezó a sacudirse mientras sus labios se torcían. Michael se inclinó, posó suavemente los labios en su mejilla y, sin cesar de susurrar, extrajo un dedo del puñito que se aferraba a él con desesperación. Despegó con una mano las tiras de plástico del pañal, dándose ánimos para resistir el previsible llanto con la idea de que mojaría un paño en agua con azúcar y lo introduciría en esa boquita que temblaba espasmódicamente, lista para una nueva ofensiva.

Buscó en su bolsillo un pañuelo limpio y trató de decidir si había llegado el momento de ir a la cocina a preparar el agua con azúcar. Pero su mano derecha ya estaba retirando el pañal desechable, que se desintegraba tras muchas horas de uso. Mientras lo doblaba, Michael recordó que en tiempos de Yuval todavía utilizaban pañales de tela. Luego se quedó paralizado y se oyó lanzar un grito de asombro antes de estallar en carcajadas. Estaba tan seguro del sexo del bebé que ni siquiera la visión de la pequeña vulva, enrojecida y agrietada por la orina, bastó en un principio para convencerlo.

– ¡Pero si eres una niña! -exclamó inclinándose sobre ella-. Claro que eso no cambia en absoluto las cosas para nosotros -murmuró junto a la orejita-, un bebé es un bebé sea cual sea su sexo. Pero es curioso que nos dejemos engañar así por nuestras antiguas percepciones -prosiguió en voz alta-. A quien alguna vez ha bañado, cambiado y alimentado a un nene no se le ocurre que un bebé vestido pueda ser una niña. De haberlo sabido, habría comprendido por qué no has ofrecido resistencia mientras te desvestía, porque, según dicen, las niñas son más dulces que los niños desde pequeñitas.

El cuerpecito había quedado completamente desnudo. Un entramado de venas azules destacaba en el pecho blanquecino, manchas rojizas de una erupción provocada por el pañal cubrían el vientre. Antes de que las minúsculas piernas comenzaran de nuevo a patalear, Michael levantó a la niña, la estrechó contra su pecho y la fue sumergiendo poco a poco en el agua tibia: piernas, nalgas, y al fin también la espalda y el cuello, sostenidos por su brazo. La nena se estremeció convulsa y emitió un chillido. Michael reanudó su cháchara en murmullos y sus explicaciones a la vez que le pasaba la mano por la cara y el cuello. La enjabonó y la aclaró deprisa, la depositó cuidadosamente sobre la toalla, en la que la envolvió, y revolvió el armarito queriendo dar con alguna crema; encontró el envase azul de la pomada blanca que Yuval solía utilizar años atrás, cuando estaba en el ejército.

Al ver a la nenita envuelta en la gran toalla, sostenida por uno de sus brazos, agitando las piernas, Michael se acordó de Nira. Cuando él bañaba a Yuval antes de darle el biberón, Nira solía quedarse en el umbral del cuarto de baño, recostada contra el quicio de la puerta, protegiéndose de los gritos con las manos sobre los oídos. Él debía recordarle a menudo que le tendiera un dedo al bebé para que éste lo agarrara con el puño y superase el espantoso miedo a perderse en el espacio. Cada vez que se lo recordaba, Nira se apresuraba a obedecer, y aquel desamparo y obediencia le hacían sentirse prepotente. No se gustaba a sí mismo cuando le decía cómo había de comportarse con su hijo, pero tampoco podía evitarlo.

Secar y ponerle crema a la nena le produjo una extraña sensación. Mientras le restregaba la espesa crema en el vientre, examinó su ombligo colorado y protuberante. Tuvo de pronto miedo de que fuera síntoma de una hernia, resultado de las muchas horas de llanto continuo. Sólo un pediatra podría hacer el diagnóstico, idea ante la que se sintió remiso y atemorizado. Ir al pediatra supondría que alguien más se enteraría de la existencia de la niña, que se la llevarían inmediatamente para someterla a un examen médico. Así pues, decidió ahuyentar la idea de sus pensamientos. La consulta médica podía posponerse. Excepción hecha del ombligo y de la pequeña erupción, la piel de la nena estaba suave y lisa. De pronto rompió a llorar de nuevo y su carita se puso roja y azul.

Al dirigirse a la cocina con la niña para preparar el agua con azúcar, Michael aún no sabía qué le iba a decir a la vecina de arriba. Pero sí sabía que ella era la única solución rápida que se le ocurría para el problema de los biberones, los pañales y las mudas. Se sentía incapaz de volver a vestir a la niña con el trajecito que antes llevaba o de meterla de nuevo en la caja de cartón. La dejó envuelta en la toalla, tumbada en medio de la cama, un pañuelo limpio enroscado y empapado de agua con azúcar en la rosada boca, los labios succionando con avidez. Michael erigió un muro de almohadas a su alrededor y corrió escaleras arriba hasta el segundo piso.

Ya con la vecina ante él, seguía sin saber qué decir. La mujer había abierto la puerta apenas una rendija. Una de sus manos sujetaba el picaporte y con la otra se peinaba los rizos, tratando de recogerlos, y después comenzó a juguetear con el cuello de la masculina camisa púrpura. Michael percibió en su rostro aprensión, casi miedo a que el motivo de su presencia fuera de nuevo la mancha de humedad del techo.

– ¿Puedo pasar? -preguntó.

Con desvalida sumisión y evidentes reservas, como si hubiese querido negarle la entrada con cualquier excusa pero no supiera decir que no, la vecina abrió la puerta, se apartó y quedó inmóvil hasta que Michael entró en la sala y se detuvo junto un corralito contra el que reposaba la funda del chelo.

El gordezuelo bebé estaba tumbado en el corralito, los brazos estirados, las piernas separadas. Respiraba profundamente. El chelo descansaba sobre un pequeño sofá, junto a una pila de ropa lavada y bajo un gran óleo, un lienzo sin enmarcar que, tras una ojeada rápida, dejaba la impresión de un paisaje brumoso en blanco, negro y gris. La mujer tosió y dijo, sin alejarse de la puerta, que debido a las fiestas aún no había encontrado un fontanero. Él trató de decir que el fontanero no era el motivo de su visita, pero ella continuó hablando muy deprisa y excusándose de nuevo por el hecho de que debido al niño, a la necesidad de ponerse otra vez a trabajar y a las vacaciones…

Michael hizo un ademán impaciente.

– Sólo venía a preguntarle… -arrancó-, ahora mismo hay un bebé, una niñita, en mi casa, y no tengo nada para ella…

Durante los segundos en que ella lo miró perpleja, los ojos, profundos y muy claros, entrecerrados y con arruguitas junto a las comisuras, a Michael se le ocurrió una explicación:

– Mi hermana ha dejado a su nieta a mi cargo y se ha olvidado de todas sus cosas.

– ¿Qué cosas? -preguntó la mujer. La suave luz que aún entraba por la amplia ventana osciló sobre los mechones grises de su cabello rizado antes de iluminar una diminuta manchita sobre su pecho izquierdo.

– Todo. Biberones, leche, pañales… todo eso -masculló avergonzado, consciente de que era una excusa increíble. Volvió a asustarse al asaltarle la idea, que se apresuró a borrar de su mente, de que estaba haciendo algo ilícito-. Las tiendas van a estar cerradas dos días, durante las fiestas. No puedo llamar por teléfono a mi hermana porque es religiosa… Y, además, vive muy lejos.

A los ojos de la mujer asomó una mezcla de inquietud y desconfianza cuando preguntó:

– ¿Cómo? ¿Le han dejado a la niña durante todas las fiestas? ¿A una niña de pecho? ¿Vive usted solo?

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