Incluso ahora, mientras la flautista -de Corea del Norte y educada en Francia, según ponía en el programa- mecía su cuerpo y creaba delicados sonidos cargados de sentimiento, y el clavecinista hacía sonar las insistentes notas del cuarto movimiento de La notte, Michael oía el tono hosco y desconfiado con que la enfermera había dicho:
– Pero no la llevaron al hospital para cerciorarse de que estaba bien.
Con suma paciencia, Michael le explicó que el pediatra había dicho que no era necesario llevarla al hospital, que sólo serviría para que le contagiaran alguna enfermedad infecciosa, y que, de momento, podían dejar las cosas como estaban.
– ¡Pero hay que cumplir los procedimientos establecidos! -objetó la enfermera, y anotó enérgicamente algo al margen de la primera página del formulario. Se humedeció los labios a la vez que se inclinaba sobre el papel. Aunque la visita se había desarrollado bien y la enfermera había sonreído y comentado al ver a los niños: «Se les ve felices», y pese a que miraba a Michael con buenos ojos y dijo al marcharse: «Todo irá bien, se supone que no debo decírselo, pero puedo asegurarle que todo irá bien», Michael supo con certeza, como lo sabía ahora, que no todo iba a ir bien.
Una racha de toses se desató en la sala entre dos movimientos. Ya habían concluido cuatro de los seis movimientos del concierto, dos largos y dos prestos, sin que Michael se diera cuenta. Tras la primera entrada de la flauta, tocada con virtuosismo por la intérprete coreana, Michael había cesado de escuchar, como si no estuviera allí.
Michael tenía muy claro que nada iba a salir bien porque, al final, o bien encontrarían a la madre, o bien entregarían a la nena a una pareja sin hijos que llevara años en la lista de espera. La enfermera Nehama había mencionado varias veces a esas parejas en el curso de su visita. Y si no encontraban a la madre, y el tribunal declaraba a la nena apta para la adopción, Michael la perdería también. Habría sido mejor no encariñarse tanto con ella. Todo aquello era una locura. Si al menos pudiera entender qué lo había llevado a obrar así en el momento en que decidió quedarse con la niña. Si hubiese sido una decisión consciente… Pero tenía la impresión de que una fuerza extraña había elegido por él. Si al menos pudiera comprender la situación, sería capaz de ejercer algún control sobre ella. Pero no la comprendía. Por una vez, se había dejado llevar por el instinto, y a la vista estaba lo peligroso que eso resultaba. Cuánta razón tenía al no obrar nunca de manera totalmente espontánea. Pero luego se decía: «Imaginemos que la hubieras llevado al hospital y ahora mismo estuviera allí. En la sala de los recién nacidos nadie la habría tomado en brazos ni acunado, y, sobre todo, no lo habrías hecho tú. Entonces ¿por qué no disfrutas de lo que tienes sin preocuparte por el futuro? Nada dura eternamente. Fíjate en Yuval, que en otros tiempos fue como la nena y ahora ya no te pertenece como antes ni mucho menos». Suspiró. La mirada airada que le dirigió el hombre barbado de su derecha le hizo comprender que había sido un suspiro demasiado fuerte.
La flautista salió a saludar tres veces reclamada por el público, luego tocó un bis. Por lo visto, su interpretación había sido muy bella, pero esa belleza se le había escapado a Michael, incapaz de centrarse en el momento presente. Las luces se encendieron, el hombre barbado salió a toda prisa antes de que se levantara nadie, y el escenario quedó vacío. Michael caviló si debía ir a ver a Nita en el intermedio, se preguntó hasta qué punto estaría preocupada por la ausencia de su padre. Pero, en lugar de ir a verla, se encontró de pronto en la cabina telefónica, con la respiración acelerada. Una vez que hubo hablado con la canguro y que ésta lo tranquilizó, encendió un cigarrillo y examinó la cola formada ante la barra de la cafetería. Sin pensarlo, se sumó a la gente que allí se arracimaba. Sintió como en un trance que lo tocaban y lo empujaban. Mujeres con tacones altos y ropas elegantes se abrían paso a codazos junto a él. Al fin le preguntaron qué quería. Después terminó de fumarse el cigarrillo bebiendo a sorbos el café servido en un vaso de plástico.
Debería haberse sentido emocionado ante la perspectiva de escuchar la Sinfonía fantástica de Berlioz, que tanto le gustaba a Becky Pomeranz. Hacía años que no la escuchaba. En los tiempos de Becky, la oyó una y otra vez, hasta aprenderse de memoria cada una de sus notas. Sabía que la interpretación que de ella hacía Theo van Gelden era célebre. Se decía que había adoptado lo mejor del enfoque de Bernstein y, cuando la orquesta estaba a su altura, según afirmaba un artículo que le había leído Nita, se le atribuía el don especial de generar el torbellino de sentimientos turbulentos y contradictorios de la sinfonía y de subrayar los elementos dramáticos de aquella historia autobiográfica de Berlioz, doliente de amor cuando compuso la pieza.
Nita había hecho alusión a esta opinión establecida y había señalado con sequedad que en realidad Theo era la persona menos adecuada para interpretar la pieza, dado que nunca en su vida había sufrido desengaños amorosos y, en cambio, sí había sido el causante de muchos.
– Tal vez está mejor dotado precisamente por eso -replicó Michael durante aquella conversación.
Y ella lo miró pensativa y dijo:
– A veces puedes ser realmente banal.
Luego se apresuró a disculparse. Pero nada de eso interesaba ahora a Michael. Lo dominaba la inquietud, en parte resultado de estar sentado delante de la enfermera de Asuntos Sociales, en parte derivada de la falta de sueño acumulada -la nena seguía despertándose cada dos horas todas las noches-, y también de la constante ansiedad que sentía, con distintos grados de intensidad, como si su cuerpo se aprestara a encajar una catástrofe inminente y cierta. Aquella inquietud lo llevaba a pensar casi con repugnancia en los sonidos que tan bien conocía y que tanto amara en su día.
De regreso a la sala, una vez rechazada la posibilidad de volver directamente a casa, Michael imaginó que resonaban en sus oídos los carillones de la «Marcha hacia el cadalso» y las estridentes disonancias de la «Noche de aquelarre». Reprimió un enorme suspiro al sentarse junto al hombre barbado, quien mecía una pierna, cruzada sobre la otra, tensa y rítmicamente, pero también con infinito aburrimiento. Michael abrió el programa para mirar de nuevo los epígrafes de «Episodios de la vida del artista». La grandilocuencia de las palabras le hastiaba: Rêveries, Scène aux champs, Marche au supplice, Songe d'une nuit de Sabbat. Y al pensar en el amante desesperado y en la despiadada amada, en las riñas por celos, en el deseo de morir del protagonista, en la escena de la ejecución, en las brujas y los repiqueteantes esqueletos, todo aquello se le antojaba ridículo e infantil. Una especie de extraño y exótico desecho de algo que hubiera oído en su tiempo pero nunca catado personalmente.
«Prefiero a Rossini», se dijo mientras el oboísta se levantaba a dar el la que serviría a los músicos para afinar sus instrumentos. El escenario volvía a estar lleno; lo ocupaban de nuevo muchos músicos. Michael trató de contarlos. Había unos treinta violines, veinte violas y ocho chelos. En los asientos elevados de la derecha del escenario, tras los seis contrabajos, contó seis trombones, y a la izquierda, cerca de los segundos violines, los timbales, los platillos y el bombo, aleteaban las manos de un par de arpistas. Detrás de los chelos se apiñaban en varias filas los diversos instrumentos de madera de la sección de viento y, tras ellos, las trompetas. Sobre el podio del director colgaban los micrófonos de la radio, que estaba retransmitiendo en directo el concierto, y en ese momento entraban en escena los deslumbrantes focos de la televisión y dos cámaras que correteaban de aquí para allá colocando cables, probando ángulos de enfoque, pidiendo a un oboísta que se acercase al clarinetista. La segunda parte del concierto se iba a televisar. Una oleada de agitación recorrió el patio de butacas cuando los focos alumbraron las primeras filas, deslumbrando a sus ocupantes. Michael bajó la cabeza cuando la luz le dio en la cara y desechó la idea de que, de no haber querido acompañar a Nita, podría haberse quedado en casa a ver el concierto desde su sillón. Se recordó entonces que era un placer singular percibir con sus ojos y oídos lo que era imposible de retransmitir, la música hecha aquí y ahora.
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