Batya Gur - El asesinato del sábado por la mañana

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El asesinato de la eminente psiquiatra Eva Neidorf poco antes de dar una conferencia, y la desaparición de todos los documentos personales de la fallecida, son los datos con los que deberá iniciar su trabajo de investigación el inteligente comisario Michael Ohayon, al que poco a poco el caso policíaco que investiga se le irá convirtiendo en un caso psicoanalítico tras seguir las pesquisas de los pacientes de la víctima.

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Gold sugirió que le hiciera esa pregunta al doctor Hildesheimer. En un principio planteó la sugerencia con agresividad, pero al ver que Ohayon no reaccionaba ante la agresión, pasó a explicarle que Hildesheimer conocía muy bien a la doctora Neidorf; de hecho, la conocía mejor que nadie. Entonces Ohayon sonrió por primera vez, una sonrisa indulgente, y dijo que ciertamente también se lo preguntaría al doctor Hildesheimer.

Gold comenzó a cavilar sobre lo que el policía sabría de él y sobre cuáles habrían sido sus fuentes de información. Recordaba que Ohayon se había encerrado en el cuarto pequeño con Hildesheimer; el viejo seguramente le habría facilitado su nombre y le habría informado acerca del carácter de la relación profesional que Gold mantenía con Neidorf, y también le habría revelado que había sido él quien había descubierto el cadáver. Ohayon guardaba silencio, pero era evidente que iba a insistir en que le hablara de Neidorf. No tenía sentido discutir.

Gold comenzó refiriéndose a la categoría profesional de la doctora. Hablando en presente, dijo que era una analista veterana, miembro del Comité de Formación del Instituto, una profesora con mucha experiencia y también…, y ahí hizo una breve pausa, y después decidió no molestarse en dar explicaciones; y lo que era más importante, una analista instructora.

Ohayon lo detuvo con un gesto y le pidió que le explicara qué significaba esa expresión.

Un analista instructor era el que estaba capacitado para tratar a quienes aspiraban a pertenecer a un instituto psicoanalítico, dijo Gold, y agregó con cierto orgullo que no había más que unos cuantos en el mundo entero, y que en Israel se contaban con los dedos de una mano.

¿Cómo se llegaba a ser analista instructor?, inquirió Ohayon, ¿y por qué era necesario recibir ese tipo de instrucción? Le quedaría muy agradecido si se lo explicaba todo pausadamente, añadió en tono de disculpa, ya que no estaba familiarizado con esa terminología.

Entonces, por primera vez desde el descubrimiento del cadáver de Neidorf, Gold se sintió relajado, hasta cierto punto al menos, y se lanzó a dar una explicación exhaustiva. La formación de los aspirantes a ingresar en el Instituto incluía el requisito de someterse a un análisis. A los candidatos no se les permitía comenzar a tratar pacientes si ellos mismos no estaban analizándose: Gold había dado con la fórmula que parecía resumir la cuestión.

Michael Ohayon, que, sin apartar la vista de Gold, estaba jugueteando con una caja de cerillas que había sacado de su bolsillo, preguntó cuánto duraba ese proceso, una pregunta que hizo sonreír a Gold. Respondió que eso dependía. A veces cuatro años, a veces cinco o seis, a veces siete.

– ¿Y cuánto dura el período de formación en el Instituto? -preguntó el policía.

Volviendo a sonreír ante aquella pregunta, Gold dijo que, con un gran esfuerzo, era posible completar la formación en siete años. En ese punto dirigió la mirada hacia Ohayon y le preguntó vacilante si no sería adecuado que tomara notas, dada la complejidad del tema.

El inspector jefe respondió que, de momento, no estimaba necesario tomar notas. Sintiéndose humillado, Gold enmudeció y se quedó a la espera.

La puerta se abrió, el fotógrafo entró y dijo que, en su opinión, ya había concluido su labor y preguntó si hacía falta que se quedara.

– Sólo hasta que se la lleven -respondió Ohayon, y Gold sintió un escalofrío.

Después una voz de mujer dijo desde el umbral:

– Michael, ya he terminado. ¿Quieres algo más? -Ohayon giró la cabeza y Gold también dirigió la vista hacia el semblante franco y de mejillas sonrosadas que no conseguía asociar a la profesión elegida por la dueña del rostro. Cuando Ohayon respondió con una negativa, la mujer añadió-. Por lo que a nosotros se refiere, la habitación queda a tu disposición. Le he pedido a Lerner que se ocupe de que no entre nadie. Si necesitas algo más, ya sabes dónde voy a estar -Ohayon se levantó y se dirigió a ella, la agarró del brazo y se la llevó fuera. Gold oyó su voz vivaracha y jovial diciendo-: El forense también se quiere marchar.

A continuación la puerta se cerró. Un momento después se abrió de nuevo y el inspector jefe volvió a sentarse frente a Gold, en ángulo de cuarenta y cinco grados.

La reacción que Gold solía observar ante el tipo de información que acababa de facilitarle a Ohayon era casi invariablemente una mezcla de asombro, incredulidad y regocijo. Cuando hablaba sobre la duración y el carácter de la formación impartida en el Instituto a algún «extraño», como él los llamaba, primero venían las preguntas y después las bromas, tan predecibles unas como las otras: «¡Hay que estar loco para hacer algo así!». «Quien esté dispuesto a pasar por eso, realmente necesita psicoanalizarse.» Los peores eran sus amigos médicos, sobre todo los que se habían especializado en psiquiatría sin elegir la vertiente psicoanalítica. Gold estaba acostumbrado a oír comentarios como: «Y eso después de pasar tantos años estudiando medicina y especializándote; hay que estar loco. Fíjate en mí… Ya soy director del departamento de Psiquiatría». Ése era el estilo de las respuestas a las que se había acostumbrado. Sus padres, por ejemplo, nunca habían llegado a comprender bien en qué consistía realmente su trabajo.

Pero Ohayon no reaccionó como los demás. No hizo un solo comentario sarcástico ni una sola broma, ni expresó el menor asombro…, sólo interés puro y llano. Estaba tratando de familiarizarse con el tema y comprenderlo, ni más ni menos.

Sin embargo, por alguna razón misteriosa, el policía conseguía que Gold se sintiera inseguro. Con la actitud de un estudiante aplicado, le pidió a Gold que continuara describiendo el proceso de aprendizaje y le recordó que la pregunta era: ¿Cómo se llegaba a ser analista instructor?

Sobreponiéndose una vez más a sus aprensiones, Gold se atrevió a preguntarle por qué le interesaba tanto esa cuestión si, al fin y al cabo, no tenía nada que ver con el asunto.

Por toda respuesta, Ohayon expresó sus expectativas con la paciencia de alguien que sabe que acabará por conseguir lo que quiere y, una vez más, Gold comprendió que había hablado más de la cuenta; era el mismo tipo de tensión y de inseguridad que en algunas ocasiones sentía en presencia de Hildesheimer.

– Bueno -dijo, vacilante-, en principio, el Instituto acepta como candidatos a los psiquiatras y psicólogos clínicos que tengan algunos años de experiencia -y añadió en seguida-: pero tampoco es que acepte a todos.

– ¿Cuántos son aceptados? -fue la siguiente pregunta de Ohayon, que, sin retirar la mirada del rostro de Gold ni un instante, no paraba de juguetear con la caja de cerillas. Gold respondió que, como máximo, quince cada curso-. Cada curso; ¿los cursos son anuales? -preguntó Ohayon, y a continuación vació la caja de cerillas sobre la mesa que estaba entre ellos. Sacó del bolsillo de su camisa un despachurrado paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. Utilizó la caja de cerillas a modo de cenicero.

No, no eran anuales. Los cursos duraban dos años, respondió Gold mientras rechazaba el maltrecho cigarrillo que le ofrecían. No había fumado nunca, explicó; en sus treinta y cinco años de vida jamás había tocado un cigarrillo.

El inspector jefe le indicó con un gesto de la mano que prosiguiera y Gold trató de retomar el hilo de su explicación. A través de la puerta llegaba el sonido de voces amortiguadas. Se sentía cansado, muy cansado, y le habría gustado estar al otro lado de la puerta, en compañía de quienes habían llegado al Instituto un par de horas más tarde que él.

¿Cómo se seleccionaba a los aspirantes?, insistió el inspector jefe, y recibió una detallada explicación sobre las cartas de recomendación que habían de presentar todos los candidatos y sobre las tres entrevistas a las que debían someterse. Entrevistas largas y agotadoras, de las que el entrevistado salía con retortijón de tripas. Posteriormente, el Comité de Formación convocaba a los candidatos y los seleccionaba en función de la impresión que hubieran producido a sus entrevistadores. La siguiente pregunta caía por su propio peso.

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