Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana

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Tracy Whitney es joven y hermosa. Ha sido condenada a quince años de prisión por un delito que no cometió. Una vez en libertad, busca vengarse de las fuerzas del crimen organizado, responsables de su condenada. Sus armas son las inteligencia, la belleza, y la firme determinación de cumplir con su cometido, sin reparar en los medios utilizados.

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– Entonces, ¿qué haremos? -preguntó Schiffer-, ¿Dejaremos que se salga con la suya?

– Esta vez, sí -repuso Cooper-. Pero tarde o temprano intentará cometer otro delito, y en esa oportunidad la apresaré.

La reunión había concluido.

VEINTE

Es hora de empezar mi nueva vida -resolvió Tracy- Pero, ¿qué clase de vida? De ser una víctima inocente, me he convertido en…, ¿qué? En una delincuente. Recordó a Joe Romano, a Anthony Orsatti, a Perry Pope y al juez Lawrence. No. Me he transformado en una vengadora, y quizá también en una aventurera.

Había superado en ingenio a la Policía, a un par de estafadores profesionales y al jefe de una organización de robo de joyas. Pensó en Ernestina y en Amy y experimentó cierta congoja. Siguiendo un impulso, fue a una juguetería, compró un teatro de títeres completo, con media docena de personajes, y lo hizo enviar a la niña. En la tarjeta puso: Unos amiguitos nuevos para ti. Te añoro. Tracy.

A continuación se dirigió a una peletería de la avenida Madison, adquirió un boa de zorro azul para Ernestina, y se lo remitió, junto con un giro de doscientos dólares y una tarjeta que simplemente decía: Gracias, Ernie. Tracy.

Ya he saldado mis cuentas, pensó, con una sensación de bienestar. Podía ir a cualquier parte, hacer lo que quisiera.

Festejó su independencia alojándose en una suite del «Hotel Helmsley Palace». Desde su habitación del piso cuarenta y siete, divisaba a la distancia la catedral de San Patricio y el puente de Washington.

Descorchó la botella de champaña que le había enviado la gerencia y se sentó a beber y contemplar la caída del sol sobre los rascacielos de Manhattan. Cuando salió la Luna, ya había tomado una decisión. Viajaría a Londres. Estaba lista para disfrutar de todas las cosas maravillosas que la vida tenía para ofrecer. He saldado mis deudas, y me merezco un poco de felicidad.

Se tendió en la cama y encendió el televisor para ver el último noticiario nocturno. Estaban entrevistando a dos hombres. Boris Melnikov era un ruso bajo, fornido, con un traje marrón que no le sentaba bien, y Piotr Negulesco era alto, delgado y de aspecto elegante. Tracy se preguntó qué podrían tener ambos en común, aparte de jugar al ajedrez.

– ¿Dónde se realizará la confrontación? -preguntó el periodista.

– En Sokia, junto al hermoso mar Negro -respondió Melnikov.

– Ambos son grandes maestros internacionales, y esta partida ha causado un enorme revuelo, caballeros. En sus anteriores encuentros se han quitado la corona mutuamente, y la última partida terminó en tablas. Señor Negulesco, en la actualidad el título está en manos del señor Melnikov. ¿Cree usted que será capaz de volver a arrebatárselo?

– Por supuesto -replicó el rumano.

– No tiene ni la más mínima posibilidad -le contraatacó el campeón.

Tracy no entendía nada de ajedrez, pero le desagradaba sobremanera la arrogancia de los dos. Apretó el botón de mando a distancia para apagar la televisión y se fue a dormir.

A primeras horas de la mañana siguiente, se dirigió a una agencia de viajes y reservó un camarote en el Queen Elizabeth II. Excitada como una criatura por su primer viaje al extranjero, pasó los tres días siguientes comprando ropa y equipaje.

La mañana de la partida, alquiló una limusina que la llevaría al puerto. Cuando llegó a la dársena 3, en la calle 55 y la Duodécima Avenida, donde estaba amarrada la nave, vio que el sitio estaba lleno de fotógrafos y reporteros de televisión, y por un momento se sintió dominada por el pánico. Luego se dio cuenta de que se hallaban entrevistando a los grandes maestros del ajedrez, que posaban al pie de la escalerilla: Melnikov y Negulesco. Tracy mostró su pasaporte a un oficial del barco y subió. En la cubierta, otra persona le pidió los billetes y la condujo a su camarote. Se trataba de una hermosa suite con terraza privada. Pese a que le había salido espantosamente cara, pensó que valdría la pena.

Deshizo las maletas y salió a recorrer los pasillos. En casi todos los camarotes se oían risas y se descorchaban botellas de champaña. Experimentó entonces una repentina sensación de soledad.

Llegó a la cubierta de botes salvavidas sin percatarse de las miradas de admiración que le dirigían los hombres, y las de envidia provenientes de las mujeres.

Oyó el estridente sonido de la sirena del barco y las llamadas para subir a bordo, y se sintió dominada por la emoción. Navegaría rumbo a un futuro totalmente desconocido. El buque comenzó a moverse; los remolcadores iban arrastrándolo fuera del puerto. Permaneció con los demás pasajeros en la cubierta hasta que la Estatua de la Libertad desapareció entre la niebla.

El Queen Elizabeth II era una ciudad flotante. Medía más de doscientos setenta metros de eslora, y tenía trece pisos de altura. Había cuatro restaurantes, seis bares, dos salones de baile, dos clubes nocturnos, infinidad de tiendas, cuatro piscinas, un gimnasio y un minigolf.

Había reservado una mesa en el «Salón Princesa», que era más pequeño y elegante que el comedor principal. Apenas había tomado asiento oyó una voz conocida que la saludaba.

– ¡Vaya, vaya! ¡Quién está aquí!

Levantó la mirada y se encontró con Tom Bowers, el falso agente del FBI. Oh, no.

– Qué agradable sorpresa. ¿Tiene inconveniente en que me siente a su mesa?

– Sí.

Se sentó frente a ella y le dirigió una sonrisa de simpatía.

– Nos conviene ser amigos. Al fin y al cabo, los dos estamos aquí por el mismo motivo, ¿verdad?

Tracy no tenía idea de qué hablaba.

– Señor Bowers…

– Stevens -la corrigió-. Jeff Stevens.

– Quien sea.

Hizo amago de levantarse.

– Espere. Quiero explicarle lo que pasó la última vez que nos vimos.

– No hay nada que explicar. Cualquier criatura idiota lo comprendería.

– Le debía un favor a Conrad Morgan -sostuvo él con una sonrisa de resignación-, pero me temo que no quedó muy contento conmigo.

Tracy reparó nuevamente en el encanto juvenil que tanto le había impresionado antes. Por Dios, Dennis, no es necesario esposarla. No va a escaparse…

– Pues comparto la opinión del señor Morgan -afirmó ella, en tono hostil-. ¿Qué está haciendo en esta nave?

Jeff se rió con ganas.

– Maximilian Pierpont está a bordo.

– ¿Quién?

Jeff la miró sorprendido.

– Vamos, no me diga que no lo sabe.

– ¿Que no sé qué?

– Max Pierpont es uno de los hombres más ricos del mundo, y su violín de Ingres es liquidar empresas de la competencia. Le encantan los caballos lentos y las mujeres rápidas.

– Y la intención suya es aliviarlo de cierta parte de su excesiva fortuna.

– En realidad, de buena parte. -Jeff la escrutó intensamente-. ¿Sabe qué deberíamos hacer usted y yo?

– Desde luego que sí, señor Stevens. Decirnos adiós.

Jeff permaneció sentado mientras ella se ponía de pie y abandonaba el comedor.

Mientras cenaba en su camarote, Tracy pensó en la mala suerte de haber vuelto a toparse con Jeff Stevens. Le traía recuerdos de una parte de su vida que había resuelto sepultar. No permitiré que este sujeto me arruine el viaje. Sencillamente no le prestaré atención.

Después de cenar subió a cubierta. Era una noche estupenda, con un cielo de terciopelo tachonado de estrellas. Estaba parada a la luz de la luna, observando la fosforescencia de las olas, cuando él se le acercó.

– No tiene idea de lo bonita que se la ve parada aquí. ¿No cree en los romances de viaje?

– Seguramente. En quien no creo es en usted.

Tracy inició la retirada.

– Aguarde. Tengo que darle una noticia. Acabo de enterarme de que Max Pierpont no se encuentra entre el pasaje. Canceló el viaje en el último momento.

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