Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana
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Jeff así lo hizo.
– Puede usted concebir niños saludables -le aseguró el médico.
Un funesto lunes, el mundo de Jeff se desmoronó. Todo comenzó por la mañana, cuando abrió el botiquín de Louise para buscar una aspirina y encontró varias cajas de píldoras anticonceptivas. Una de las cajitas estaba casi vacía. Colocado inocentemente a un costado, había un frasquito de polvo blanco y una pequeña cuchara dorada. Y eso fue sólo el comienzo del día.
A la hora de almorzar, estaba sentado en un sillón del «Pilgrim Club» esperando que llegara Budge, cuando acertó a escuchar la conversación de dos hombres a espaldas de él.
– Louise jura que el pito de su nuevo amiguito mide más de treinta centímetros.
Risitas sofocadas.
– Bueno, siempre le gustaron grandes.
Están hablando de otra Louise, pensó.
– Por eso se casaría en realidad con ese feriante. Pero eso sí, cuenta de él unas historias apasionantes. No creerás lo que el tipo hizo el otro día…
Jeff se levantó y salió ciego del club.
Estaba contrariado. ¿Con cuántos hombres se habría estado acostando Louise ese año? Y todo el tiempo, los demás se habían reído de él. Budge, Ed Zeller, Mike Quincy, Alan Thompson y sus mujeres se habían divertido con el nuevo juguete de Louise. Su primera reacción fue hacer la maleta y marcharse, pero eso no sería suficiente. No tenía la menor intención de permitir que aquellos hijos de puta lo olvidaran tan rápidamente.
Aquella tarde, al llegar a su casa, no encontró a Louise.
– La señora salió esta mañana -le informó Pickens, el mayordomo-. Creo que tenía varios compromisos.
No me cabe duda. Un compromiso con un pito de treinta centímetros.
Cuando regresó Louise, ya se había serenado.
– ¿Tuviste un buen día? -le preguntó.
– Las mismas cosas aburridas de siempre. Fui al instituto de belleza, hice unas compras… Y a ti, ¿cómo te fue, ángel?
– Hoy me he enterado de algunas cosas muy interesantes.
– Budge me comentó que lo estás haciendo muy bien.
– Desde luego. Y muy pronto me irá mucho mejor todavía. Louise le acarició la mano.
– Qué marido más inteligente… ¿Por qué no nos vamos temprano a la cama?
– Esta noche, no. Me duele la cabeza.
Pasó la semana siguiente trazando su plan, que comenzó a poner en práctica durante un almuerzo en el club.
– ¿Alguno de ustedes sabe algo sobre las formas de estafa con ordenadores? -preguntó.
– ¿Por qué? -quiso saber Ed Zeller-. ¿Estás pensando en dedicarte a eso?
Todos rieron al unísono.
– No, hablo en serio. Es un problema enorme. Hay gente que hace conexiones clandestinas con ordenadores y roban a los Bancos y Compañías de seguros por valor de miles de millones de dólares. Es cada vez peor.
– Será un negocio muy apropiado para ti -murmuró Budge.
– Conocí a una persona que inventó un ordenador. Según él, es imposible de vulnerar.
– ¿Y quieres arruinarlo? -bromeó Mike Quincy.
– Por el contrario, tengo interés en invertir algo de dinero en su proyecto. Sólo quería comprobar si alguno de ustedes sabía algo de ordenadores.
– No -respondió Budge con una sonrisa-, pero sabemos respaldar a los inventores, ¿no es verdad, amigos míos?
Las carcajadas se oyeron en todo el comedor.
Dos días después, en el club, Jeff pasó junto a la mesa de siempre y se disculpó con su cuñado.
– Lo siento, pero hoy no podré almorzar con vosotros. He invitado a un amigo.
Cuando fue a situarse en otra mesa, Alan Thompson sonrió.
– Probablemente almorzará con la mujer barbuda del circo.
Un caballero canoso entró en el salón y fue conducido hasta la mesa de Jeff.
– ¡Dios mío! -exclamó Mike Quincy-. ¿Ése no es el profesor Ackerman?
– ¿Quién es el profesor Ackerman? -preguntó Budge.
– ¿Nunca lees otra cosa que informes financieros? Vernon Ackerman salió el mes pasado en la cubierta del Time. Es el director de la Comisión Científica Nacional, que depende directamente del presidente. Se trata del hombre de ciencia más brillante del país.
– ¿Qué diablos hace aquí con mi querido cuñado?
Jeff y el profesor conversaron animadamente durante toda la comida, mientras sus amigos se sentían cada vez más curiosos. Cuando el profesor se retiró, Budge le hizo señas a Jeff para que se aproximase a su mesa.
– ¿Quién era ese señor, Jeff?
Jeff puso cara de inocente.
– ¿Te refieres a Vernon?
– Sí. ¿De qué hablabais?
– Verás… Tengo intenciones de escribir un libro acerca de él. Es un personaje muy interesante.
– No sabía que fueses escritor.
– Bueno, siempre dije que soy una caja de sorpresas.
Tres días más tarde Jeff almorzó con otro invitado, y en esta ocasión fue Budge quien lo reconoció.
– ¡Eh! Es Seymour Jarrett, el presidente de «Ordenadores Internacionales Jarrett». ¿Qué diablos hace aquí con Jeff?
Nuevamente, Jeff y su amigo mantuvieron una larga y animada charla. Al concluir el almuerzo, Budge se acercó a su cuñado.
– Jeffrey, ¿qué hay entre tú y Seymour Jarrett?
– Nada. Conversábamos, nada más.
Hizo ademán de retirarse, pero Budge lo detuvo.
– No tan rápido, muchacho. Seymour Jarrett es un tipo muy ocupado, que no pierde el tiempo en almuerzos tontos de esta clase.
– Está bien. La verdad es que Seymour colecciona sellos, y yo le ofrecí uno en especial que podría interesarle.
Mentiroso de mierda, pensó Budge.
A la semana siguiente, Jeff almorzó en el club con Charles Barlett, presidente de uno de los grupos privados de inversión más importantes del mundo. Budge, Ed Zeller, Alan Thompson y Mike Quincy observaban fascinados la entusiasta charla de ambos hombres.
– Es obvio que últimamente tu cuñado vuela más alto -comentó Zeller- ¿Qué se trae entre manos, Budge?
– No lo sé, pero como que hay Dios que lo averiguaré. Si Jarrett y Barlett están interesados, seguramente debe de tratarse de algo muy provechoso.
En aquel momento Barlett se ponía de pie, le daba afectuosamente la mano a Jeff y se alejaba. Cuando Jeff pasaba junto a su mesa, Budge lo tomó del brazo.
– Siéntate, Jeff. Queremos conversar contigo.
– Tengo que volver a la oficina.
– No te olvides de que trabajas para mí. ¿Con quién almorzabas?
Jeff titubeó.
– Con un viejo amigo.
– ¿Charles Barlett es un viejo amigo?
– Más o menos.
– ¿De qué hablaban, Jeff?
– Pues verás; a Charlie le gustan los modelos antiguos, y como me enteré de que ofrecían un «Packard 37», descapotable, de cuatro puertas, pues…
– ¡Basta ya de idioteces! -le espetó Budge-. ¿En qué diablos andas metido?
– Estás preparando un gran negocio, ¿verdad, Jeff? -le preguntó Ed Zeller.
Budge colocó su grueso brazo sobre los hombros de Jeff.
– Muchacho, soy tu cuñado. Somos parientes, ¿no? -Lo abrazó fuertemente-. ¿Tiene algo que ver con ese ordenador del que nos has hablado?
Por la expresión de Jeff se dieron cuenta de que lo tenían atrapado.
– Bueno…, sí.
– ¿Por qué no nos dijiste que el profesor Ackerman estaba metido en esto?
– No pensé que os interesase.
– Estabas equivocado. Si necesitas capital, debes acudir a tus amigos.
– Ya no necesitamos capital. Jarrett y Barlett…
– ¡Esos usureros de mierda! Te comerán vivo, Jeff -exclamó Alan Thompson.
Ed Zeller se explayó sobre el tema.
– Jeff, si haces tratos con amigos, nunca saldrás perjudicado.
– Ya todo está arreglado -dijo Jeff-. Charlie Barlett…
– ¿Has firmado algo?
– No, pero le di mi palabra…
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