Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana

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Tracy Whitney es joven y hermosa. Ha sido condenada a quince años de prisión por un delito que no cometió. Una vez en libertad, busca vengarse de las fuerzas del crimen organizado, responsables de su condenada. Sus armas son las inteligencia, la belleza, y la firme determinación de cumplir con su cometido, sin reparar en los medios utilizados.

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– Nunca te metas con una del pueblo, hijo. El padre de ella siempre resultará ser el comisario.

El tío Willie había contratado un nuevo espectáculo; un siciliano lanzador de cuchillos, el Gran Zorbini, y su bella esposa rubia. Mientras el Gran Zorbini se hallaba en la feria preparando su función, la mujer invitó a Jeff al hotel del pueblo donde se alojaban.

– Zorbini va a estar ocupado todo el día, y pensé que podríamos divertirnos un poco -le dijo-. Sube a mi cuarto dentro de una hora.

– ¿Por qué esperar tanto? -preguntó Jeff.

Sonriendo, ella respondió:

– Porque eso es lo que tardaré en prepararlo todo.

Jeff aguardó con curiosidad. Cuando finalmente llegó al hotel, la mujer lo recibió totalmente desnuda. Intentó tocarla, pero ella le retiró la mano.

– Ven aquí -le indicó.

Jeff entró en el cuarto de baño y contempló la escena con incredulidad. La rubia había llenado la bañera con gelatina de seis sabores distintos, mezclada con agua tibia.

– ¿Qué es eso?

– Desvístete, querido.

Jeff así lo hizo.

– Ahora métete dentro.

Jeff se introdujo en la bañera y experimentó la sensación más increíble y desconocida. La resbalosa gelatina parecía llenar hasta el último resquicio de su cuerpo. La rubia entró también.

– Y ahora, a disfrutar del banquete.

La mujer comenzó a lamerle el cuerpo, desde el pecho hasta la entrepierna.

– Mmmm, tu piel tiene unos sabores deliciosos. El que más me gusta es el de fresas…

El cosquilleo de aquella lasciva lengua y el roce de la viscosa gelatina, sumieron a Jeff en un estado de profunda excitación. Pero de pronto se abrió bruscamente la puerta y entró como una tromba el Gran Zorbini. El siciliano dirigió una mirada furibunda a su esposa y al sorprendido Jeff, y gritó:

– Tu sei una putana! Vi ammazo tutti e due! Dove sono i miei coltelli?

Jeff no entendió las palabras, pero sí el tono de voz. Cuando el Gran Zorbini corrió a buscar sus cuchillos, Jeff salió en el acto de la bañera, con el cuerpo convertido en un arco iris multicolor de gelatina, y manoteó su ropa. Saltó desnudo por la ventana y se vistió apresuradamente. Luego se dirigió a la estación de autobús y tomó el primero que salía del pueblo.

Seis meses más tarde se hallaba en Vietnam.

Jeff terminó su experiencia de Vietnam con un profundo desprecio por la burocracia y un resentimiento eterno contra la autoridad. Pasó dos años en una guerra absurda e inútil, y quedó espantado por el sacrificio de vidas y de dinero que significó aquella loca empresa y por la traición y el engaño de los políticos y militares que la justificaban. Nadie desea esta guerra -pensaba-. Es una estafa.

Un semana antes de ser dado de baja, recibió la noticia de la muerte del tío Willie. La feria ya no existía. Estaba solo en el mundo.

Los años siguientes fueron una sucesión de aventuras. Para Jeff, todo el mundo era una feria, y sus habitantes, los clientes que debía embaucar. Ideaba sus propios métodos de estafa. Puso anuncios en los diarios ofreciendo un retrato en colores del presidente por un dólar. Al recibir el dinero, enviaba a su víctima un sello de correos de diez centavos en donde aparecía el retrato del mandatario.

Sacó anuncios en las revistas advirtiendo al público que sólo quedaban sesenta días para remitir cinco dólares, que luego sería demasiado tarde. No especificaba a cambio de qué era esa suma, pero el dinero le llovió a raudales.

Durante tres meses trabajó en un sótano vendiendo falsas acciones petroleras por teléfono.

Como le encantaban los barcos, cuando un amigo le propuso darle un empleo en una goleta que partía hacia Tahití, se enroló como marinero.

La embarcación era una belleza, de cincuenta metros de eslora, reluciente bajo el sol. Tenía la cubierta de madera de teca, el casco de abeto de Oregón, un salón principal con capacidad para doce personas sentadas y cocina con horno eléctrico. Las dependencias de la tripulación quedaban en la proa. Aparte del capitán, el camarero y el cocinero, había cinco marineros de cubierta. El trabajo de Jeff consistía en ayudar a desplegar las velas y lustrar los ojos de buey de bronce. La goleta llevaba un grupo de ocho pasajeros.

– El barco es propiedad de un tal Hollander -le informó su amigo.

El tal Hollander resultó ser Louise Hollander, una beldad rubia de veinticinco años, cuyo padre era dueño de medio Centroamérica.

Durante el primer día de travesía, Jeff estaba trabajando al sol lustrando los bronces, cuando Louise Hollander se detuvo a su lado.

– Usted es nuevo, ¿no?

Jeff levantó la mirada.

– Sí.

– ¿No tiene nombre?

– Jeff Stevens.

– Bonito nombre. -Él no hizo comentario alguno-. ¿Sabe quién soy yo?

– No.

– Louise Hollander, la dueña del barco.

– Ah. Entonces trabajo para usted.

Ella le dirigió una insinuante sonrisa.

– En efecto.

– Si no quiere desperdiciar su dinero, permítame seguir con mi trabajo -dijo Jeff, y continuó lustrando los bronces.

De noche, en sus dependencias los tripulantes se burlaban de los pasajeros, pero Jeff permanecía en silencio. Más que subestimarlos los envidiaba, a ellos y al medio de donde provenían. Eran de familias adineradas y habían asistido a los mejores colegios. Su escuela, por el contrario, había sido el tío Willie y la feria circense.

Uno de los feriantes había sido profesor de Arqueología hasta que lo echaron de una Universidad por robar y vender valiosas reliquias. En el curso de largas charlas con Jeff, el profesor le había contagiado su entusiasmo por la Arqueología. «Puedes leer todo el futuro de la Humanidad observando el pasado. Piénsalo, hijo.» Su mirada era ausente. «Me encantaría realizar una excavación en el sitio donde se alzaba la vieja Cartago. Era una gran ciudad de la antigüedad. La gente tenía sus juegos, sus baños, sus carreras de carros. El circo máximo era más grande que cinco estadios de béisbol juntos.» El hombre advertía el interés en los ojos del niño. «Pero los romanos la odiaban. ¿Sabes cómo terminaba Catón sus discursos en el Senado Romano? Decía: Delenda est Carthago: «Cartago debe ser destruida.» Finalmente su deseo se hizo realidad. Los romanos la hicieron trizas, y veinticinco años más tarde regresaron para levantar una gran ciudad sobre sus cenizas.»

Al año siguiente el profesor murió alcoholizado, pero Jeff se prometió que algún día participaría en una excavación en Cartago, en recuerdo del profesor.

La última noche antes de que la goleta arribara a Tahití, Louise Hollander llamó a Jeff a su camarote. Vestía sólo una bata de seda.

– ¿Deseaba verme?

– ¿Eres homosexual, Jeff?

– No creo que sea asunto de su incumbencia, y la respuesta es no. Sólo que soy muy selectivo.

Louise apretó los labios.

– ¿Qué clase de mujeres te gustan? Las putas baratas, supongo.

– A veces. ¿Se le ofrece algo más?

– Sí. Mañana por la noche organizamos una cena. ¿No querrías venir?

Jeff la miró un largo rato antes de contestar.

– ¿Por qué no?

Así fue como empezó todo.

Louise Hollander había tenido dos maridos antes de los veintiún años, y su abogado acababa de llegar a un acuerdo con el tercero cuando ella conoció a Jeff. Estaban anclados en el puerto de Papeete, y mientras los pasajeros y la tripulación bajaban a tierra, Jeff fue llamado otra vez a los aposentos de Louise. Al llegar, ella le recibió ataviada con un colorido vestido típico de la isla, con un corte que le subía hasta el muslo.

– Estoy tratando de sacarme esto, pero tengo problemas con el cierre.

Jeff se acercó a inspeccionar el vestido.

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