Sam Bourne - El Testamento Final

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Un trasdental hallazgo arqueológico podría cambiar radicalmente el destino de Israel y Palestina.
El profesor Guttman, un arqueólogo fundamentalista israelí, ha hallado, proveniente del saqueo del Museo Arqueológico de Irak, la tablilla que contiene el testamento de Abraham, donde se indica cómo deberán repartirse las tierras palestinos e israelíes. Tal descubrimiento le cuesta la vida a él y a su esposa, pero pone sobre la pista de la tablilla a Uri, hijo del malogrado matrimonio, y a Maggi, una mediadora política norteamericana. Ambos vivirán una apasionante aventura, perseguidos por los servicios secretos de sus respectivos países.

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– Muy bien, Maggie. -El tono de su voz había cambiado-. Te necesitaremos aquí para la toma. Musta… Esto…, Mark, si bajas aquí decidiremos el mejor ángulo.

Aparte de por el perímetro de roca que formaba un pequeño foso alrededor de la maqueta, esta solo estaba protegida por una barandilla baja. Moviéndose con cuidado, ambos podían salvarse sin dificultad.

– Ve hacia allí. -Uri señaló uno de los muros exteriores del amplio patio del Templo, tras el cual se alzaba la parte trasera del edificio.

Maggie comprendió lo que estaba haciendo: era el Muro de las Lamentaciones, y ella se estaba dirigiendo hacia el mismo sitio por donde había caminado bajo tierra aquella mañana. Habían estado buscando en el Templo del mundo real. En esos momentos se disponían a hacerlo en una maqueta a escala.

– y toma esto. -Uri le tendió el móvil que había pedido prestado al taxista y que no le había devuelto-. Lo he probado y tiene el altavoz conectado. Déjalo así y tendremos una línea abierta. -Entonces añadió con voz firme-: Si pasa lo que sea, haz exactamente lo que yo te diga, ¿de acuerdo? -Cuando Maggie le preguntó a qué se refería, él meneó la cabeza y contestó-: Ahora no hay tiempo. En cuanto te vean y se den cuenta de lo que estás haciendo, nos echarán.

Maggie pasó por encima de la barandilla y salvó el foso tan rápidamente como pudo. Se sentía como un Gulliver con botas, como Alicia moviendo sus pies enormes entre casas enanas y paredes de juguete. El espacio que había entre ellas apenas le permitía mantenerse en pie. Se movió de prisa y de puntillas y notó el crujido de lo que temió era el pórtico de entrada de una gran mansión.

Miró hacia atrás y vio que Uri le señalaba un lugar concreto del muro. Se trataba de una escalinata, adosada en un costado, que subía hasta una pequeña abertura. Se hallaba directamente en línea con el centro del Templo y, por tanto, con el Monte del Templo. Era, por supuesto, Warren's Gate, la Puerta Warren, donde ella había estado aquella mañana, cerca de donde había visto orar a la mujer que tocaba la humedad de la pared, las lágrimas de Dios. Justo detrás se hallaba la Piedra Fundacional, el lugar donde Abraham había estado a punto de sacrificar a su hijo. «Allí encontrarás lo que he dejado para ti, en el camino de antiguos barrios.»

Se hallaba justo encima de la pequeña escalinata, lo bastante cerca para examinar cada peldaño individualmente tallado. Desde lejos resultaba imposible de ver porque el muro dejaba la escalinata en la sombra. Se agachó para observar la parte alta, la zona plana que conducía a la puerta. La tocó, pero solo notó polvo. Se dijo que los maquetistas habían sido fieles incluso en eso: el mismo polvo de la Ciudad Vieja que ella había pisado por la mañana.

Agachada, fue apartando el polvo con los dedos hasta que notó algo: un espacio, una pequeña abertura entre la pared lateral de la escalinata y su rellano superior. Metió las uñas, apartando la suciedad. La abertura se prolongaba alrededor.

Tiró con fuerza. Algo cedió y un pequeño rectángulo de arcilla cayó en su mano. Supo que por fin la había encontrado.

De repente oyó unos gritos de mujer seguidos del ruido estrepitoso de unos pasos; parecía una estampida. Apenas se había incorporado cuando oyó una única palabra gritada a pleno pulmón:

– ¡QUIETA!

Inmóviles alrededor de la ciudad en miniatura, rodeándola por todos lados, había media docena de individuos vestidos de negro y con el rostro oculto bajo un pasamontañas. Y cada uno de ellos tenía en la mano un arma automática con la que la apuntaban a la cabeza.

Capitulo 63

Jerusalén, viernes, 13.32 h

Sus ojos buscaron a Uri, pero no vieron rastro de él ni de Mustafa. Permaneció totalmente inmóvil.

– ¡Levante las manos! ¡Levante las manos ya!

Maggie hizo lo que le decían. En una mano sostenía el móvil; en la otra, la tablilla. El corazón le latía con fuerza por la emoción que todavía le corría por las venas al saber que había encontrado al fin la tablilla y también por el pánico que sentía.

Entonces oyó una voz conocida.

– Gracias, Maggie. Esta vez se ha superado a sí misma. Había sido el último en llegar y en esos momentos bajaba los peldaños de la plataforma de piedra para unirse a sus hombres junto a la ciudad en miniatura.

– Le estoy muy agradecido. Su país le está muy agradecido. Maggie, inmóvil como una estatua, tuvo que girar los ojos a la izquierda para verlo: Bruce Miller.

– Bueno -prosiguió-, ¿por qué no hacemos esto con calma y tranquilamente? Usted se queda donde está y uno de mis chicos se le acercará y la librará de la carga de esa tablilla. Intente cualquier estupidez y le volaremos los sesos.

Maggie apenas podía pensar entre el martilleo de su propia sangre. Estaba realmente acorralada. ¿Qué otra opción le quedaba sino rendirse ante Miller? Después de todo por lo que ella y Uri habían pasado, tenía que hacer frente a la realidad. Aquel hombre y su pelotón de verdugos habían ganado.

Fue entonces cuando oyó otra voz más cercana que la de Miller pero mucho menos clara. Tardó unos segundos en comprender de dónde provenía.

«Maggie, soy Uri.» El altavoz del teléfono que tenía en la mano. «Escucha atentamente. Dile a Miller que una cámara lo está grabando en directo y que las imágenes se están descargando en intemet.»

Maggie volvió a mirar alrededor; ni rastro de Uri. Seguramente había visto llegar a los hombres y había huido colina abajo, tal vez se había refugiado entre los árboles. ¿Y qué era toda esa locura de las cámaras e intemet? Utilizar ese truco para persuadir a la relaciones públicas de un museo era una cosa, pero intentarlo con los secuaces del asesor del presidente de Estados Unidos era un disparate.

Entonces recordó el momento vivido en la carretera, cuando había tenido que decidir en un instante si podía confiar en Uri o no. Había confiado en él… y no se había equivocado.

– Ahora sea buena chica y entréguenos la tablilla. De lo contrario, mis chicos querrán terminar lo que empezaron con usted. No crea que no se divirtieron examinando por dentro y por fuera ese cuerpecito suyo, pero debo decirle que les pareció un poco frustrante tener que limitarse a usar las manos y todo eso. ¿Qué le parece si la próxima vez se turnan para tirársela por delante y por detrás y después se inventan unos cuantos métodos para desembarazarse de su amiguito? ¿Qué tal suena eso?

La voz de Uri sonó de nuevo: «Dile que llame al consulado, que entren en la web www.uriguttman.com y digan lo que ven».

Maggíe vaciló mientras en su mente tomaba forma un plan.

Aquel era un lugar público, a la vista de todos. Miller no se atrevería a llevársela por la fuerza. No allí y no si podía evitarlo. Esa era la razón de que todavía no se hubiera lanzado contra ella.

– Esa forma de hablar no me parece propia de Bruce Miller, el ayudante del presidente de Estados Unidos… -Señorita, si no le importa, mi cargo es el de asesor político del presidente. Y ahora déme la tablilla.

Maggie sonrió: para alguien de Washington nada era más importante que su cargo.

La voz de Uri sonó de nuevo: «Maggie, ¿qué estás haciendo? ¡Dile lo de la cámara! ¡Dile que llame al consulado!»

«Todavía no», se dijo ella.

– ¿Se refiere a esto? -Alzó la tablilla tan alto como pudo-. ¿Hasta qué punto es importante este objeto para que tenga a seis hombres apuntándome con sus armas, a mí, a Maggie Costello, la negociadora enviada por el departamento de Estado estadounidense, una mujer indefensa?

– Ya hemos hablado de eso, Maggie.

– No es más que un pedazo de arcilla, señor Miller; apenas un poco más grande que una tarjeta de crédito. ¿Qué puede tener que lo haga tan importante?

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