Sam Bourne - El Testamento Final

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Un trasdental hallazgo arqueológico podría cambiar radicalmente el destino de Israel y Palestina.
El profesor Guttman, un arqueólogo fundamentalista israelí, ha hallado, proveniente del saqueo del Museo Arqueológico de Irak, la tablilla que contiene el testamento de Abraham, donde se indica cómo deberán repartirse las tierras palestinos e israelíes. Tal descubrimiento le cuesta la vida a él y a su esposa, pero pone sobre la pista de la tablilla a Uri, hijo del malogrado matrimonio, y a Maggi, una mediadora política norteamericana. Ambos vivirán una apasionante aventura, perseguidos por los servicios secretos de sus respectivos países.

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– ¿y qué nos dices del resto, aquello de «el camino de los antiguos barrios»?

– No te preocupes, Maggie, lo comprenderéis cuando lleguemos. Estoy seguro.

Se volvió hacia el conductor y le pidió prestado el móvil.

Había hecho lo mismo nada más alejarse del Colonv, y entonces, igual que en ese momento, habló en hebreo a toda velocidad y luego colgó con una sonrisa. Maggie se preguntó si habría llamado a Odio Al fin y al cabo, quizá no fuera tan ex como Uri decía.

Se disponía a preguntárselo cuando el rostro de Uri se ensombreció, empezó a tamborilear con los dedos en el salpicadero y rogó al chófer que se diera tanta prisa como pudiera. Cuando ella le preguntó qué ocurría, él le contestó con una sola palabra:

– Sabbat.

El taxi se detuvo en un aparcamiento que estaba preocupantemente vacío. Uri se apeó a toda prisa del taxi y corrió hacia las taquillas tan rápido como su cojera se lo permitió. Todas las ventanillas se hallaban cerradas. Cuando Maggie y Mustafa se reunieron con él, Uri hablaba, gesticulando frenéticamente, con el vigilante de seguridad de la entrada. Tal como había temido, el Museo de Israel había cerrado por el sabbat.

Tras mucho rogar y suplicar, el guardia le entregó a regañadientes un teléfono con la conexión abierta. El tono de Uri cambió al instante, se hizo cálido y simpático. Maggie no tenía ni idea de lo que decía, pero estaba segura de que hablaba con una mujer.

Ciertamente, minutos más tarde, una atractiva joven que llevaba un walkie-talkie en la mano y un imperdible con su nombre prendido en su americana azul apareció en la puerta. Mientras se acercaba, Uri se volvió hacia Maggie y Mustafa y les susurro:

– Somos un equipo de televisión de la BBC, ¿de acuerdo?

Maggie, tú eres la reportera.

En el rostro de la atractiva joven se leía una expresión de perplejidad que no era hostil, y Maggie no tuvo más remedio que admirar cómo Uri la conquistaba. La chica de la cola de caballo recibió el tratamiento completo: mirada a los ojos, asentimiento con la cabeza y el despreocupado contacto de la mano de Uri en su brazo. Aquel despliegue de encantos no ofendió a Maggie pero desarmó por completo a la joven de la cola de caballo, a juzgar por la repentina apertura de los candados y las puertas.

Cuando entraron, ante la mirada atónita del vigilante, y la mujer señaló su reloj como si les advirtiera «Solo cinco minutos», Maggie lanzó una mirada atónita a Uri.

– Es la encargada de relaciones con la prensa -explicó él-. Le he dicho que nos conocimos hace unos años y que lamentaba muchísimo que se hubiera olvidado de mí.

– ¿y es verdad que la conociste hace unos años?

– No tengo ni idea.

Uri había representado el papel de productor de televisión y de alguna manera había conseguido convencer a la joven de que él, Maggie y Mustafa formaban parte de un equipo de documentalistas que tenía previsto regresar a Londres esa misma noche y que necesitaba desesperadamente filmar unas últimas tomas. Uri había explicado que se trataba de un plano con zoom desde larga distancia, razón por la que no llevaban cámara. Había señalado los árboles que había más allá de En Kerem, desde donde el camarógrafo tomaría un plano de Maggie, después lo abriría y mostraría todo el formidable panorama. El hombre ya estaba en su puesto; la encargada de relaciones públicas podía llamarlo si quería. En cualquier caso, no les llevaría más de cinco minutos y después se marcharían.

– ¿Y se ha tragado todo ese rollo?

– Creo que le ha gustado que todavía me acordara de ella.

Caminaban por lo que parecía un campus universitario o un jardín privado. Se veían setos pulcramente podados y regados por conductos de plástico negro debidamente disimulados. Por todas partes había alegres esculturas de arte moderno, incluyendo una gran columna de acero, pintada de color rojo, que resultó ser-un silbato gigante. En el camino principal, había indicaciones que señalaban a los visitantes cómo llegar a las distintas galerías, la cafetería o la tienda de recuerdos del museo. Maggie no tardó en comprender por qué Nur, harto del polvo y la mugre de Ramallah, había soñado con un lugar como aquel para Palestina.

Pasaron ante una gran estructura blanca erigida en medio de un estanque de aguas muy poco profundas. El edificio tenía una forma extraordinaria, como un seno sensualmente moldeado cuyo pezón apuntaba al cielo. Al acercarse, Maggie vio que su superficie estaba compuesta por miles de delgados ladrillos blancos.

– El Templo del Libro -dijo Uri sin dejar de caminar a paso vivo-. En él se guardan los Manuscritos del mar Muerto. Ya sabéis que los encontraron en… ¿cómo se dice en inglés? En una urna, ¿no? Pues esa es la forma que tiene.

– O sea que no es una teta -comentó Maggie sin dirigirse a nadie en particular, pero Mustafa, que caminaba junto a ella, sonrío.

– Es aquí -dijo Uri.

Los había llevado a una zona elevada, de modo que se encontraban en una especie de plataforma de piedra desde donde se tenía una vista completa de la ciudad de Jerusalén. A su derecha, Maggie vio los edificios gubernamentales que Uri le había mostrado por el camino, incluso una pista de atletismo. Enfrente y en la distancia se veía realmente una zona arbolada donde casi esperó ver al camarógrafo aguardando la señal.

Pero Uri no contemplaba nada de aquello, sino que, como un pasajero que observara el mar desde un barco, señalaba hacia abajo mientras se apoyaba en la balaustrada de la plataforma de observación.

Y entonces Maggie lo vio. Extendiéndose a sus pies había una ciudad en miniatura, con sus muros, sus calles y sus casas. Todo estaba perfectamente representado, hasta los rojos tejados y las hileras de columnas talladas a mano, los diminutos árboles y los minúsculos ladrillos que formaban las paredes de los muros. Había patios, torres, incluso un coliseo. Estaba confundida. ¿Acaso era una reproducción en miniatura de la antigua Roma? ¿Y qué era aquella estructura que destacaba entre todas, de mármol macizo y tres veces más alta que las demás, flanqueada por cuatro columnas corintias coronadas de oro que sostenían un techo que centelleaba con preciosos metales?

Entonces lo comprendió. Era una reproducción a escala del Jerusalén de la antigüedad, y aquella estructura era el Templo, cuya sobrecogedora vastedad le resultaba en ese momento mucho más apreciable que todas las veces que lo había visto antes. Ese era el aspecto que tenía la ciudad dos mil años antes, cuando el Templo de los judíos seguía en pie. Naturalmente, resultaba desconcertante porque el hito más sobresaliente del Monte del Templo, la Cúpula de la Roca, todavía no había sido erigido y no se construiría hasta doce siglos después. Aun así, qué imponente debía de resultar para la gente que vivía allí hacía dos mil años… Qué impresión recorrer hacia arriba con la mirada un edificio tan alto, con sus muros y sus columnas extendiéndose a lo largo y a lo ancho y reduciendo el resto de la ciudad a poco más que un área suburbana.

«Dirígete al oeste, joven y sigue camino hasta la ciudad modelo…»

A Maggie le entraron ganas de reír ante la simplicidad del mensaje. Si sabías dónde mirar, había que reconocer que Guttman había sido al mismo tiempo ingenioso y obvio. Y Maggie se daba cuenta en ese momento de que también había sido minucioso. Si su «hermano» Ahmed Nur hubiera estado vivo, seguramente habría ido hasta allí directamente. Pero incluso desaparecido existía un camino alternativo para llegar hasta allí a través de Second Life. Había protegido su tesoro de todas las maneras posibles.

Uri había bajado por la escalera y se hallaba al mismo nivel que la maqueta. Mientras Maggie lo observaba moverse, buscando, tomó conciencia de la escala de la maqueta: la mayoría de la ciudad le llegaba a la altura de la rodilla.

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