»Parece que no hay salida, que volvemos a vivir nuestras horas más negras, cuando ¡mirad!: Shimon Guttman, un héroe del pueblo judío, interviene para detener la mano del traidor y he aquí que Guttman el héroe es abatido. Pero el pueblo de Israel empieza entonces a comprender. Ve la amenaza a la que se enfrenta: a un gobierno que está dispuesto a tirotear a sus propios ciudadanos, e incluso, y te ruego que me disculpes, Uri, ¡a asesinar a la esposa del héroe!
»Así trabaja el Todopoderoso. Nos ofrece señales, pistas si lo preferís, porque quiere que veamos lo que está sucediendo. Se llevó a tu madre para que no vivamos en la ilusión. Es un mensaje para nosotros, Uri. Tus padres y la tragedia que se ha cebado en ellos constituyen un mensaje. Nos dice que digamos que no al gran engaño de los estadounidenses. Que digamos que no al suicidio en masa de los judíos.
Aquel discurso había sido pronunciado a tal volumen y velocidad que no quedaba otra alternativa que esperar a que terminara. Estaba claro que Shapira era un orador experimentado, capaz de enlazar una frase tras otra sin interrupción. Maggie había formado parte del equipo estadounidense que había escuchado discursear al presidente sirio durante seis horas seguidas desplegando el mismo truco. La única respuesta viable en esos casos era paciencia y firmeza. Había que esperar a que el adversario -o el aliado, lo mismo daba- acabara. Ese momento parecía haber llegado.
– Señor Shapira -dijo Maggie, adelantándose a Uri-, todo lo que nos ha dicho ha sido de gran ayuda. ¿Resumiría correctamente sus puntos de vista si dijera que usted sospecha que detrás de la muerte de los padres de Uri se esconde la mano de las autoridades israelíes?
– Sí, porque lo que Estados Unidos tiene que comprender de una vez es…
«Gran error -se dijo Maggie-. No tendría que haberlo planteado como pregunta que pudiera dar lugar a ninguna respuesta.»
– Gracias. Eso ha quedado claro. Lo hicieron para silenciar a los Guttman porque temían el tipo de información que estos habían descubierto. -Su tono indicaba afirmación-. Sin embargo, lo que nos ha contado son los puntos de vista que Guttman mantuvo durante muchos años. Seguramente habría deseado poder trasladárselos al primer ministro, pero no suponían nada nuevo. ¿Cómo explicar entonces su frenética urgencia? ¿Cómo explica usted que las autoridades quisieran de repente silenciar una opinión que ya era ampliamente conocida?
– ¿Opinión? ¿Quién ha dicho nada de una opinión? Yo no.
He utilizado la palabra «información». «Información», señorita Costello. Es algo muy distinto. Está claro que Shimon Guttman había descubierto cierta información que iba a obligar a Yariv a darse cuenta de la locura que suponía el camino emprendido. Creo que quería conseguirlo como fuera.
– ¿A qué clase de información se refiere?
– Me está pidiendo demasiado, señorita Costello.
– ¿Significa eso que no quiere decírnoslo o simplemente que no lo sabe? -preguntó Uri, como si él y Maggie formaran un equipo bien compenetrado.
Akiva no le prestó atención y mantuvo la mirada clavada en Maggie.
– ¿Por qué no acepta usted el consejo de alguien que lleva por aquí algo más tiempo que solo cuarenta y ocho horas? Lo que yo sé, usted no quiere saberlo. Y tampoco tú, Uri. Creedme, aquí hay en juego algo muy importante. Estamos hablando del destino del pueblo escogido por Dios en la Tierra Prometida por Dios. Un trato entre nosotros y el Todopoderoso. Se trata de algo demasiado importante para que unos cuantos políticos arribistas y maliciosos se lo carguen, al margen de lo importantes que ellos se crean, ya sea aquí ya sea en Washington. Puede decírselo a sus jefes, señorita Costello: nadie se entromete entre nosotros y el Todopoderoso. Nadie.
– ¿Y si no?
– ¿Y si no? Me pregunta usted «¿y si no?». No debería preguntar eso. Pero mire a su alrededor. Uri, acepta mi consejo: olvídate de este asunto. Tienes unos padres a los que llorar y un funeral que celebrar.
Alguien llamó a la puerta. La secretaria asomó la cabeza y murmuró algo a Shapira.
– Desde luego -contestó este-. Dígale que ahora lo llamo. -Luego se volvió hacia Uri-. Hazte un favor. Llora a tu madre. Sit shiva. Y olvídate de este asunto. No conseguirás nada bueno si sigues husmeando por ahí. La tarea de tu padre ha culminado; puede que no como él había previsto, pero ha culminado. El pueblo de Israel ha despertado.
Maggie vio que Uri hacía lo posible por disimular el desprecio que le inspiraba lo que estaba escuchando. En algún momento se había hundido en el sofá, como un colegial insolente, y al instante había recordado dónde estaba y se había erguido de nuevo. Entonces se inclinó hacia delante y preguntó:
– ¿Sabes algo de Ahmed Nur? Maggie intervino.
– Señor Shapira, quiero darle las gracias por haber sido tan generoso con su tiempo…
– ¿Qué? ¿Están intentando acusarme de la muerte de ese árabe? ¿Es eso lo que han empezado a decir en las emisoras de radio de la izquierda? Me sorprende, Uri, que te tragues esa basura.
Maggie se había puesto en pie.
– Como podrá imaginar, son momentos muy difíciles, la gente dice toda clase de cosas. -Sabía que aquello era pura palabrería, pero eran sus ojos los que hacían el verdadero trabajo, intentando decir a Shapira: «Sus padres han muerto. Ha perdido la cabeza. No le haga caso».
Shapira se puso en pie, no para despedirse de ella, sino para abrazar a Uri.
– Puedes estar muy orgulloso de tus padres, Uri. Pero ahora déjalos que descansen en paz. Olvídate de este asunto.
Ammán, Jordania, diez meses antes
Jaafar al-Naasri no era hombre que se apresurara. «Los que tienen prisa son los primeros a los que atrapan», solía decir. Había intentado explicárselo todo a su hijo, pero este era demasiado tonto para prestar atención. Al-Naasri se preguntó si no pesaría sobre él alguna maldición que lo condenaba a estar rodeado de tanta estupidez, incluso en el seno de su propia familia. Había hecho todo lo necesario: se había casado con una mujer inteligente y había educado a sus hijos en los mejores colegios de Ammán. Sin embargo, su hija no era más que una furcia que seguía los pasos de las rameras que aparecían en MTV, y los hijos varones no eran mejores: el uno, un patán que solo sabía utilizar los puños; el otro, más inteligente, un vago que se levantaba al mediodía y aspiraba a convertirse en playboy.
Todo ello mortificaba a Al-Naasri. Sí, era un hombre rico, en parte gracias a la generosidad de Saddam Hussein y del ejército de Estados Unidos. Entre los dos habían abierto la puerta de la cueva de los grandes tesoros de la humanidad, donde descansaban los orígenes de la historia de los hombres. ¿Una exageración? Jaafar era propenso a las hipérboles, no podía negarlo, qué vendedor no lo era. Pero el Museo Nacional de Bagdad no necesitaba vendedores. Había sido el guardián de la más temprana memoria. Mesopotamia había sido la primera gran civilización, y aquel comienzo estaba allí, en vitrinas, etiquetado, clasificado y conservado en el Museo Nacional de Antigüedades. Los primeros hallazgos de escritura se encontraban en Bagdad, recogidos en los cientos de tablillas llenas de símbolos cuneiformes, la escritura de cuatro milenios atrás. Arte, escultura, joyería, y estatuas de los días en que todo aquello eran nuevas formas, reliquias de la época de la Biblia e incluso anteriores. Todo eso podía encontrarse en Bagdad.
Durante décadas habían estado guardadas en cajas blindadas y tras puertas de acero, protegidas por uno de los sistemas de seguridad más sofisticados del mundo: la tiranía de Saddam Hussein. Pero gracias a los GP y sus tanques, a los pilotos que surcaban los cielos con sus cohetes inteligentes, Saddam había huido y las puertas del museo se habían abierto de par en par. Afortunadamente, los soldados estadounidenses que habían rodeado el Ministerio del Petróleo, y puesto sus archivos y papeles -sus valiosos secretos relacionados con el oro negro- bajo la constante vigilancia de las tropas, no habían hecho nada para proteger el museo. Un solitario tanque había hecho acto de presencia, pero eso fue después de varios días. Por lo demás, el museo había permanecido desnudo y expuesto, tan abierto y disponible como las putas de la ciudad. Y Jaafar y sus muchachos se habían cebado en él a placer, una y otra vez, sin que nadie los molestara.
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