– ¿Cómo has llegado a esta conclusión, Kostas? -pregunta el director general.
– Por el asesinato de anoche. Hasta ayer había asesinado a dos banqueros, Zisimópulos y Robinson, y a De Moor, alto cargo de una agencia de calificación. Es decir, actuaba contra los bancos y el mundo financiero. Anoche, sin embargo, asesinó al propietario de una agencia de cobros. En otras palabras, no sólo dice a los deudores «no paguéis», sino que mata a un representante de los que se dedican a perseguir a los morosos. La incitación a no pagar va acompañada de golpes muy concretos.
– Kostas tiene razón -observa Guikas-. Creo que el móvil ha quedado más que claro.
– También yo lo creo -dice el ministro.
– En segundo lugar, ya no hay duda de que tiene cómplices. A los dos primeros ya los conocíamos: el negro que organizó la pegada de carteles y el griego que repartió las pegatinas entre los chavales. Ayer, sin embargo, se añadió un tercero, quizá dos.
Callo para disfrutar de mi momento de gloria. El ministro y Arvanitópulos están sobre ascuas, mientras que Guikas, que ya ha visto la película, sonríe satisfecho.
– ¿Y bien? -pregunta el director con nerviosismo, como si yo hubiera interrumpido con anuncios el momento álgido de la película.
– Una mendiga y un mendigo.
– ¿Mendigos? -se sorprende el ministro.
– Cuando investigaba el asesinato de De Moor, la dueña de una mercería de la calle Atanasia me comentó que había estado hablando con un mendigo los días anteriores al crimen. Lo del mendigo me sonó familiar, pero no até cabos hasta esta mañana, cuando el quiosquero me dijo que últimamente había aparecido una mendiga en la calle Samos. Entonces recordé que el guarda de seguridad del edificio donde vivía Robinson también había mencionado a una mendiga. Demasiada casualidad. Lo que todavía no sé es si el que dio las pegatinas a los chicos y el mendigo de la calle Atanasia son la misma persona.
– ¿No hubo ningún mendigo cerca del First British Bank? -pregunta el jefe.
– No, el asesino vigilaba la casa de Robinson, no el banco. -Les dejo en suspense un ratito y luego decido pasarle la pelota a mi jefe inmediato, como hacían los españoles anoche-: Eso nos confundió desde el principio. Opera con el mismo sistema organizativo que una banda terrorista.
– ¡Eso es! -exclama Arvanitópulos entusiasmado-. Desde el principio pareció que se trataba de una banda terrorista. Es más, yo sugeriría que se investigara de nuevo los cincuenta mil euros de Okamba. Ese asunto huele muy mal.
El ministro no le hace ningún caso. Sigue dirigiéndose sólo a mí:
– ¿Cómo piensa proceder? -pregunta.
– Seguiré las pistas que tenemos hasta el momento. Si conseguimos encontrar a uno de los dos, la mendiga o el mendigo, habremos dado un paso importante.
– ¿Cree que volverá a actuar?
– Mientras siga en libertad, no podemos descartarlo. Hasta ahora todo le ha salido bien. En teoría, esto es un aliciente para continuar.
– ¿Qué podemos comunicar a los medios de todo lo que me ha dicho?
– Todo menos lo referente a los mendigos. Podemos decir que tiene cómplices, sin especificar más.
– De acuerdo. Quiero que me mantenga informado en todo momento -dice el ministro a Guikas.
– Estás aprendiendo -me dice éste con satisfacción cuando subimos al coche.
– ¿Por qué lo dice?
– Porque has querido echarle una mano al jefe. Ya verás como te beneficia.
Guikas siempre ha sido mi maestro. Últimamente se ha añadido Tsolakis. Mi educación está enriqueciéndose.
– Señor comisario, ¿puede venir enseguida a la Asociación Griega de Banca?
Me lo pregunta el fiscal Mavromatis a las diez de la mañana. Entretanto, he podido estudiar el informe forense, que confirma todo lo que me adelantó Stavrópulos ayer: en el último asesinato se empleó la misma arma, y el agresor no decapitó a Fanariotis desde detrás sino desde un costado. La muerte se produjo entre las siete de la tarde y las diez de la noche.
– ¿Algún problema? -pregunto inquieto a Mavromatis.
Percibe el tono de mi voz y me tranquiliza.
– No, no, sólo quisiera enseñarle algo.
– Voy enseguida.
Dejo pendiente la lectura del informe de Dimitriu sobre el coche de Fanariotis, porque no creo que me aporte nada.
La Asociación Griega de Banca tiene su sede en la calle América. Bajo con el Seat y voy directo al aparcamiento de Kriesotu. Tendrían que hacerme una tarifa especial, ¡vengo aquí casi a diario!
Una secretaria me conduce enseguida al despacho del presidente, Galakterós, que está con Mavromatis.
– Si tienen una buena noticia, me alegrarán el día -les digo tras los saludos iniciales-. Porque estoy hasta el cuello de malas noticias.
– Usted decidirá si es buena o mala -responde Mavromatis y me entrega un informe que lleva el nombre de Eftijía Sguridu. Debajo del nombre aparecen tres columnas: fecha, banco e importe.
En un periodo de diez días, alguien le ha hecho a Eftijía Sguridu cinco transferencias desde cinco bancos distintos, por valor de diez mil euros cada una. El importe total es de cincuenta mil euros. La misma suma que había recibido Bill Okamba. Aunque, en esta ocasión, el remitente fue más listo y, después de la metedura de pata con Okamba, envió el dinero desde cinco entidades diferentes.
Mavromatis ha resultado ser más inteligente de lo que pensaba.
– Cuando descubrimos la transferencia al sudafricano, di orden a los bancos de que me remitieran todas las transferencias de entre cinco mil y diez mil euros. Así he podido pillar éstas -me explica.
– Le felicito, es un gran éxito -reconozco.
– ¿Qué opina de esto, señor comisario? -pregunta Galakterós.
– Es muy pronto para sacar conclusiones, aunque descarto la posibilidad de que sea una coincidencia. Aquí hay gente que hace un trabajo y cobra por él. Ahora debemos averiguar qué hacen exactamente los beneficiarios de las transferencias para merecer estos pagos.
– Quizá cobren por los carteles y las pegatinas…
– Me parece excesivo. Aun suponiendo que el remitente tuviera mucho dinero, no pagaría sumas tan elevadas. Y no olvidemos que la orden de pegar carteles la dio un negro, cuando Bill Okamba ya estaba en prisión.
Estoy pensando en la mendiga, pero también me parece excesivo pagar a una mujer cincuenta mil euros para que se vista de pordiosera y vigile a una posible víctima. El asesino podría encontrar a inmigrantes dispuestas a hacer el mismo trabajo por veinte euros al día. Claro que con cincuenta mil euros puedes cerrar bocas. Fuera quien fuese la mujer que vigiló a Robinson y a Fanariotis, es imposible que no supiera que ambos habían sido asesinados. Habría sacado sus conclusiones. ¿Por qué no denunciarlo a la policía? Sus cincuenta mil euros no los perdería, puesto que ignoraba que acabarían muertos cuando aceptó seguirles los pasos. Sin duda el asesino no le comunicó sus intenciones. O sea: la que se hizo pasar por mendiga conoce al asesino, y éste sabía que podía confiar en su discreción cuando le dio los cincuenta mil. Éste es el dato más importante: los dos mendigos conocen al asesino.
Miro al pie de las columnas y veo la dirección de Eftijía Sguridu. Vive en la calle Prusi, en Egaleo.
– Siga investigando, señor fiscal -digo a Mavromatis-. Por si le ayuda, le diré que muy probablemente encuentre usted a un tercer beneficiario, un hombre en esta ocasión. -Me mira extrañado, pero un fiscal sabe que no puede pedir explicaciones antes de tiempo-. Estamos en el buen camino -digo a Galakterós para animarle.
– Encenderé una vela a la Virgen -responde el banquero.
De vuelta a Jefatura, llamo a Kula a mi despacho.
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