– ¿Qué ha pasado? ¿La gente ya no vende sus tierras para comprar el último modelo del Jeep Cherokee, como me dijo?
– Ni venden tierras ni compran Jeeps y Mercedes. No hay dinero, señor comisario. Nos arrastra la resaca financiera. Mientras el dinero circulaba, había trabajo; unos vendían tierras para comprar todoterrenos, otros se compraban las tierras aunque para ello tuvieran que pedir un préstamo. Circulaba el dinero, y eso es lo que importa. Pero ahora dicen que todo se hacía en negro y que, para sanear la economía, tiene que circular dinero blanco. El buen pan es el negro, el buen dinero es el blanco. Eso dicen ahora. Pero ¿qué haces cuando no circula dinero de ningún tipo? Le diré una cosa: cuando aprieta el hambre, comes pan blanco aunque no sea tan bueno para la salud, y cuando se aprieta demasiado el cinturón necesitas dinero, aunque sea negro. Si quiere mi opinión, el dinero no tiene color. El dinero es como el coche. Para que el motor arranque, tiene que circular. Si no lo sacas del garaje, se queda sin batería. Y así estamos. -Calla unos segundos y vuelve a la realidad-. Pero usted no ha venido para escuchar discursitos sobre el dinero.
– He venido para que me cuente lo que sabe de Stéfanos Varulkos.
Me mira sorprendido.
– ¿Cómo se ha acordado de él?
– Deje, tardaría demasiado en explicárselo.
– ¿Qué quiere saber de Varulkos?
– Por qué quebró.
Sigue sin comprender, pero decide tragarse las preguntas.
– Varulkos era el constructor más importante de Koropí. Todas las parcelas en las que construyó me las compró a mí. Pero una vez quiso pasarse de listo y metió la pata.
– ¿Qué sucedió?
– Encontró una parcela en una posición privilegiada. Grande y cuadrada. No acudió a mí para que mediara, quería ahorrarse mi comisión. Los propietarios del terreno no le dijeron que había un heredero más, un hombre que vivía en Canadá. Varulkos ya había construido medio bloque de pisos cuando apareció ese heredero. Éste tomó medidas legales y detuvo la construcción. Después de un año de tira y afloja, Varulkos tuvo que pedir un crédito para comprar la parte del grecocanadiense. Como entretanto se había quedado sin fondos, necesitó otro préstamo para terminar la construcción. Pero se encontró con que no podía vender los pisos.
– ¿Por qué no?
– Pues porque eran viviendas de lujo y muy caras. Además, todo el mundo sabía que estaba endeudado hasta el cuello, de modo que esperaban que bajara los precios para comprar a precio de ganga. Al final, él ya no pudo pagar las cuotas de sus préstamos y el banco se quedó con todo. Para colmo -añade tras una pausa-, se equivocó al elegir su banco.
– ¿El Central?
– El Central en tiempos de Zisimópulos. No sé cómo funcionará ahora, pero en aquella época Varulkos dijo que le habían ofrecido unas condiciones muy buenas. Eso hacía Zisimópulos: ofrecía buenas condiciones, pero al menor problema te daba la patada y te echaba al precipicio.
– ¿Dónde vive ahora?
– La familia es de Koropí de toda la vida. El padre de Varulkos tenía huertos. A él le quedó la casa rural. Ahora vive allí. Sigue la calle Moraitis y tuerce a la izquierda por Kosmás Nikolós. La encontrará al final del camino. Es una casa aislada, no tiene pérdida.
Moraitis se encuentra en el límite del casco urbano. A partir de allí las viviendas empiezan a escasear hasta que, ya cerca de la calle Nikolós, la única edificación visible es un pequeño astillero. Al final de la calle Nikolós distinguimos una casa rural rodeada de vegetación y perdida en medio de la nada.
– Debe de ser ésa -dice Vlasópulos-. Es la única casa en los alrededores.
Harían falta unos prismáticos para verla, pero Vlasópulos tiene vista de halcón. Dejamos el coche patrulla en la calle y seguimos a pie.
Es una casa rural normal y corriente, de las que se encuentran en las zonas rurales del Ática. Es de un color blanco sucio, señal de que hace décadas que no le dan una mano de pintura. Delante de la casa hay un pequeño huerto, seguramente vestigio de los cultivos del padre de Varulkos.
Fuera de la casa, bajo un tejadillo de madera, divisamos a un hombre de edad indeterminada sentado en una desvencijada butaca de mimbre. Lleva unos viejos tejanos desteñidos, camisa a cuadros y tirantes. Nos ve llegar, pero ni se inmuta.
– ¿Stéfanos Varulkos? -pregunto cuando llegamos junto a él.
– Sí, ¿y qué?
– Soy el comisario Jaritos.
– Pierde el tiempo, no lo maté yo -contesta enseguida.
– ¿A quién?
– A Zisimópulos. No lo maté yo.
– Nadie ha dicho que lo hiciera.
– Él me mató a mí. -Piensa un momento y se encoge de hombros-. Total, qué más da. Tampoco estoy tan mal así. Pude salvar la casa paterna y un huertecito que me da de comer. No necesito nada más. Lástima que muriera mi mujer, eso es lo único que me duele.
– ¿No tiene usted hijos?
– No. -De repente se echa a reír por lo bajo-. Cuando lo perdí todo, los demás aún tenían dinero y yo era el fracasado. Ahora que se tiran de los pelos por culpa de la crisis, yo ya no tengo nada que perder y me divierto.
No hay otro asiento disponible y me quedo de pie bajo el tejadillo, para que no me abrase el sol.
– He venido a verle porque me dijeron que conocía bien a Zisimópulos.
– ¿Que yo conocía a Zisimópulos? -Otra risita por lo bajo-. Si lo hubiera conocido tan bien, no me habría pillado desprevenido y no me habría arruinado. -La risa desaparece y Varulkos se pone serio-. ¿Sabía que yo le hice los cimientos de su casa? Así nos conocimos. Pasaba de vez en cuando para echar un vistazo a la obra y me decía: «Buen trabajo, sí señor». Entonces, cuando encontré la parcela grande, se me ocurrió pedir un presumo al Banco Central, ya que conocía al director. Aceptó enseguida. Ya le habrán contado cómo y por qué se fastidió el proyecto, no voy a repetírselo. Pedí un segundo crédito. Me lo concedió, pero me advirtió que no habría un tercero. Y así fue. No sólo no me concedió otro préstamo cuando se le supliqué, sino que me cerró las puertas de los demás bancos. Acabó quitándomelo todo. Unos conocidos comunes le rogaron que me dejara esta casa paterna. Accedió y luego se jactaba de su bondad. En menos de un año nos jubilamos los dos. Él, con una pensión millonada, y yo, con nada. -Toma aliento y me mira pensativo-. Zisimópulos era un buen banquero. Nunca regateaba y jamás se retrasaba en los pagos. Pero, si no cumplías, era despiadado.
Miro a Varulkos, sentado delante de mí en la butaca de mimbre. Es imposible que este hombre asesinara a tres personas con una espada. Sin embargo, bien pudo pegar los carteles y poner el anuncio en los periódicos. En tal caso, nos enfrentaríamos a dos personas. Una mata y la otra azuza a la gente contra los bancos. De pronto, este escenario se me antoja el más verosímil.
– ¿Puedo echar un vistazo a la casa?
Me mira y pregunta tranquilamente:
– ¿Por qué? ¿Está buscando la espada?
– Si fuera así, no la buscaría en su casa.
Varulkos se encoge de hombros.
– Mire todo lo que quiera. No hace falta que le acompañe. Sólo hay dos habitaciones. Terminará en un santiamén.
Vlasópulos y yo entramos en la casita. Efectivamente, consiste en una sala de estar, una cocina y un dormitorio. En la sala hay una mesa y una butaca, la pareja del que ocupa Varulkos, frente a un televisor Grundig blanco y negro que, a su vez, está encima de una silla. En el dormitorio hay una cama de matrimonio y un armario de plástico que cierra con cremallera. Dentro del armario hay dos pantalones, algunas camisas y una cazadora. En el suelo del armario está la ropa interior, los calcetines y un par de jerséis. En la cocina hay una olla encima de un fogón doble y una nevera antediluviana, de aquellas que tenían el motor en el lugar donde ahora ponen el congelador. Varulkos debió de comprarle el televisor y la nevera a algún chatarrero.
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