– ¡Sabía que eras un farsante -le soltó Cillian mientras se acercaba para levantarle. Alessandro tenía la nariz roja y el labio le sangraba-. ¡Sabía que podías caminar!
Se había quedado sin fuerzas, un cuerpo inerte que no ofrecía ninguna resistencia más allá de su peso.
Cillian le tumbó en la cama, le quitó los calcetines y le cubrió con la sábana. Alessandro jadeaba. Entonces Cillian se acercó a su cara, tensa aún en una expresión de dolor.
– Nunca habías ido tan lejos, chaval. La ventana cada vez está más cerca.
Le secó la sangre que le manaba del labio. Alessandro seguía mirándole con odio.
– Bueno, ¿qué? -dijo Cillian-. Tú decides: ojos cerrados y salgo por esa puerta y te prometo que no me verás nunca más; sonrisa y te dejo descansar media hora y empezamos de nuevo.
Alessandro apretó los dientes, emitió un gruñido y levantó el labio superior, convencido. A pesar de su estado, continuaba siendo un digno practicante del parkour . «Todo podía ser superado, sin detenerse delante de ningún obstáculo.» En el último mes, el espíritu de superación y la lucha por seguir siempre adelante habían vuelto a formar parte de su esencia, y todo gracias a Cillian. El cuerpo le obligaba permanecer en cama, pero su fuerza de voluntad le empujaba hacia la ventana. De todos modos, en su caso se había producido un importante cambio de matiz en el lema de la filosofía del parkour : del «ser y durar», Alessandro había evolucionado al «ser para poder no durar».
Cillian volvió a la carga.
– Te quedan veintinueve minutos.
Regresó a su estudio a las 20.15. Aprovechó para darse una ducha rápida y pasarse el desodorante por todo el cuerpo.
Entró con su llave. Seguramente Ursula le estaba espiando detrás de la puerta del 8B, pero no le importó. Hasta la fecha la niña había respetado el pacto de silencio. Como hacía siempre, se quitó los zapatos para no dejar huellas.
Colocó la foto de Clara y de sus compañeras en el álbum, en el sitio donde la había encontrado. Luego fue a la cocina. Volvió a fijarse en un detalle que siempre le había intrigado: en la nevera, junto a unos cuantos imanes, había una foto recortada de una revista de la actriz Courtney Cox en bañador. Ese detalle, probablemente insignificante, había llegado a turbarle, sobre todo porque se encontraba en un apartamento en el que no había fotos, con excepción de la de Clara y su novio que estaba sobre la mesilla de noche. En vano había dedicado tiempo y neuronas para llegar a comprender por qué esa actriz tenía ese privilegio en esa casa. Y su incapacidad para contestar le provocaba inquietud.
Procuró no pensar en la actriz y se agachó debajo del fregadero para desmontar el tubo. El reloj de Clara estaba donde lo había dejado: envuelto en un trapo que obstruía el flujo del agua. Era un reloj antiguo, con la caja muy pequeña y dorada, y una correa de cuero claro. Las horas estaban señalizadas con números romanos dorados sobre un fondo blanco. El tiempo transcurrido en el interior del tubo había provocado daños evidentes. La humedad se había filtrado dentro de la caja. Cillian comprobó que el mecanismo había dejado de funcionar.
Montó otra vez el tubo y comprobó que el agua colaba correctamente. A continuación remató la faena: dejó el reloj en el fregadero y vertió encima el ácido desatascador. Observó cómo la correa se deshacía poco a poco mientras las partes metálicas de la cajita se oscurecían.
Lo tuvo en remojo en el ácido durante unos diez minutos, tiempo más que suficiente para que el daño fuera total. Lo enjuagó entonces debajo de un chorro de agua y dejó lo que quedaba del delicado mecanismo en la encimera, junto con un Post-it con una nota.
A las 21.30 Cillian se escondía debajo de la cama y la puerta de la entrada se abría. Oyó el sonido de los tacones de Clara contra el suelo del salón.
– Bienvenida a casa, Clara -susurró.
El reloj de pulsera marcaba las 23.16, cuando la melodía de «Para Elisa», con volumen creciente, se propagó por el apartamento.
– Hola, amor -susurró Cillian mientras se estiraba debajo de la cama, calentando los músculos entumecidos del cuello y de los brazos antes de entrar en acción.
– Hola, amor -dijo Clara, feliz, desde el salón-. ¿Qué tal estás?
La chica apagó el televisor, con lo que al portero le resultó más fácil enterarse de la conversación. Cillian había comprobado que la pieza de Beethoven era el sonido reservado para anunciar las llamadas del novio. Con las otras llamadas sonaba una canción pop muy alegre de un grupo que él no conocía.
– Qué envidia, aquí hace un frío que pela… -Pausa-. Ya… claro… cojo un vuelo y el trabajo a tomar por saco…
El diálogo entre los dos amantes siguió sobre argumentos cotidianos y, para los intereses del portero, insignificantes. Seguramente Clara estaba paseando sin rumbo por el piso, porque su voz se alejaba y se acercaba, acompañada por ruidos variados: el abrir y cerrarse de la puerta de la nevera, el entrechocar de vasos, una silla que se arrastraba, algo que caía al suelo.
Después de una de las continuas pausas, la conversación adquirió un inesperado interés.
– Sí, sí, he ido hoy, no te preocupes. El médico dice que no le quite importancia, que los trastornos del sueño son muy serios y que debo controlar el tema. -Pausa-. Sí, sí, Mark, tenías razón tú, pesado.
Por fin la labor de Cillian se veía reflejada en el día a día de la pelirroja. Por fin una de sus acciones tenía consecuencias negativas en la vida perfecta y feliz de la joven. De ser un poco hipocondríaca, habría vivido verdaderos momentos de angustia, pero Clara no parecía sufrir ese tipo de trastornos.
– Dice que puede deberse a distintas razones… a cualquier preocupación… como el estrés laboral… o a que follo mucho. Ya sabes, ayer con los Giants, hoy con los Knicks… -Clara rió de su propio chiste.
Cillian, forzado al silencio, sin poder soltar una blasfemia o desahogarse con un puñetazo contra el colchón, aferró el bisturí en una reacción de rabioso mutismo. No sólo era que la conversación había regresado hacia esa odiosa vertiente pueril y vulgar, sino que una vez más Clara se tomaba a broma sus pequeñas intervenciones divinas en la vida de ella. Contuvo su enfado.
Fuera del dormitorio se instaló un largo silencio, interrumpido sólo por aislados y ligeros murmullos de la chica cuando asentía a lo que su novio le decía. Mientras tanto, Cillian, debajo de la cama, se preparaba; sin prisa. Introdujo la mano en el agujero ya abierto del colchón y extrajo la mascarilla y el frasco de cloroformo.
La luz se encendió. Clara entró en el dormitorio, descalza.
– Claro que estoy bien -dijo-. Hombre, te echo de menos, pero no por eso me pongo a llorar… Y supongo que a ti te pasa lo mismo.
Cillian se puso la mascarilla mientras el colchón, presionado por el peso de Clara, se curvaba hacia su cara.
– Eso es ser muy malvado, cariño -dijo ella, divertida-, y seguro que en realidad no lo piensas.
Se estiró en la cama.
– ¿Otras novedades? Bueno, dos… una mala y una buena.
La luz del techo fue reemplazada por el tenue resplandor de la lamparita de noche.
– He encontrado el reloj de mi abuela… pero ésta es la mala… espera, ahora lo entenderás… -Clara volvía a hablar de él-. Es que cada día soy más torpe, pequeño. Debió de caérseme mientras fregaba los platos… -El novio comentó algo-. Ya sé que tengo lavavajillas, pero antes de meterlos hay que quitar lo gordo. Bueno, no me interrumpas. Te decía que el portero se lo ha cargado hoy con ácido cuando intentaba desatascar el fregadero.
Siguió un silencio que Cillian no supo cómo interpretar. Desde arriba no llegaba ninguna señal aclaratoria. ¿Cómo estaba reaccionando Clara al revivir la pérdida de su reloj? Habría pagado por ver su cara en ese preciso momento. Deseó que su expresión se pareciera a la de la asistenta latina.
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