Durante los siguientes días me asomé varias veces al correo electrónico sin encontrar respuesta. Más tarde, al reconstruir el caso, comprendí que Alvaro Abril estaba ocupado en asuntos más apremiantes.
El escenario, al otro lado, era el siguiente: María José, la tuerta, se había instalado con toda naturalidad en la casa de Luz Acaso, que aceptó su presencia con una confianza algo insensata, si pensamos que no sabía nada de ella. Al principio, la falsa tuerta dormía en el sofá del salón, pero una noche se coló en el dormitorio de Luz y dijo que tenía miedo. Luz le hizo un hueco entre las sábanas y desde ese día durmieron juntas.
– Somos dos mujeres en Praga -decía María José encogiéndose de felicidad-. Fíjate qué titulo para una novela. Dos mujeres en Praga.
– No digas cosas -respondía Luz con sonrisa indulgente.
La habitación de la izquierda permanecía cerrada con llave, guardando un secreto sobre el que Luz nunca habló. En cierto modo, esa estancia cerrada era la metáfora del lado izquierdo que María José pretendía colonizar en el interior de sí misma. Podía ser una casualidad o podía ser que Luz Acaso, viendo la pasión de María José por el lado izquierdo, la hubiera cerrado para hacer su casa más interesante de lo que era, como cuando fingió tener lumbago o ser zurda. En uno de sus encuentros con Alvaro Abril en Talleres Literarios, por otra parte, situó esa habitación como el escenario de una historia sentimental importante. ¿Cómo saber la verdad?
María José no había comenzado a escribir sobre el lumbago, o el l'um bago, porque necesitaba, o eso dijo, conquistar antes su lado izquierdo.
– No te puedes imaginar -le decía a Luz- lo misterioso que es ese lado. Al principio temí que estuviera hueco, y que al atravesar la frontera entre el hemisferio derecho y el izquierdo cayera en una especie de vacío, como cuando la tierra era plana y los barcos que llegaban a sus bordes se precipitaban en la nada. Pero por lo poco que he podido ver, ese lado está lleno de construcciones misteriosas y de una vegetación desconocida.
Fueran o no ciertas, las descripciones que María José hacía de ese lado parecían sacadas de un relato fronterizo. Luz la escuchaba encandilada, aunque a veces también con expresión condescendiente, y a cambio de aquellas historias le hacía confidencias sobre sus encuentros con Alvaro Abril, que era el tema de conversación preferido de las dos.
– ¿Se muerde las uñas? -Las uñas no. Te dije que se mordía el labio inferior, de este modo.
Más tarde, cuando conocí personalmente a María José, obtuve mucho material de ella, pero no me fue fácil distinguir lo verdadero de lo falso. Tampoco supe si en su cabeza estas categorías permanecían separadas. Procuré, a la hora de seleccionar unos hechos y desestimar otros, aplicar el sentido común -mi sentido común-, lo que quizá significa que este relato es la suma de dos invenciones (de tres, si contamos el material aportado por Alvaro). Lo interesante es que todos los materiales, pese a su procedencia, siempre fueron compatibles.
En la vida cotidiana, María José adoptó un poco el papel de hija: hacía con gusto los recados que le pedía Luz y ordenaba la casa con ella. Nunca le preguntó por la habitación cerrada, y en la práctica actuaban como si no existiera. La adecuación entre ambas era tal que cualquiera habría dicho que llevaban toda la vida juntas.
Una tarde que Luz fue al ambulatorio a por una baja, o eso dijo, María José salió a la calle, telefoneó desde una cabina a Talleres Literarios y preguntó por Alvaro Abril.
– Escúcheme con atención -le dijo- porque no se lo repetiré más de una vez: Yo era monja. Trabajé varios años como ayudante de quirófano en el hospital de Príncipe de Vergara donde usted vino al mundo. Nada más nacer, usted fue entregado en adopción a otra mujer distinta de la que le alumbró. Aunque esto se hacía sin dejar rastros ni por el lado de la donante ni de los receptores, yo fui haciendo unas fichas que he conservado todos estos años en una caja de zapatos. Ya no soy monja. Me salí y llevo algún tiempo tratando de ponerme en contacto con las personas que fueron adoptadas mientras estuve allí. Escuche: usted fue entregado a un matrimonio llamado Abril, pero la persona que le alumbró era una chica que entonces no tendría más de quince o dieciséis años, una chica llamada María de la Luz Acaso. No puedo decirle más, corro un gran riesgo con lo que ya le he dicho. El apellido Acaso, por otra parte, tampoco es muy común. Ahora actúe usted según su conciencia, que yo ya he actuado de acuerdo con la mía.
Alvaro Abril estaba en su despacho, solo, preparando una clase. Dice que se le cayó el auricular del teléfono sobre la mesa y que lo primero que pensó fue que él jamás se habría atrevido a poner en un cuento
o en una novela que a un personaje se le cayera el auricular del teléfono al recibir una noticia sorprendente. No le parecía creíble en la ficción, y sin embargo le acababa de suceder en la realidad. Y no tuvo fuerzas durante un buen rato para acercar la mano y colocarlo en su sitio. La descripción de su estado de ánimo, o de su estado físico, pues en ese momento eran indistinguibles el uno del otro, se acercaba mucho a la de un pequeño episodio catatónico semejante a los que se dan en el sueño, cuando uno quiere gritar, pero la lengua no obedece. Su cabeza, sin embargo, permanecía activa. Tenía, de súbito, ocho o diez años. En su casa había un pasillo que comunicaba, como un tubo, la entrada del domicilio con el salón. En la pared de ese pasillo, muy cerca de la puerta del salón, estaba colgado el teléfono. Su madre tenía la costumbre de hablar con un pie en el salón y otro en el pasillo, observando las imágenes de la televisión, siempre encendida, mientras sostenía el auricular aplicado a la oreja izquierda, de la que se había quitado un pendiente con el que jugaba en el hueco de su mano libre.
Un día Alvaro Abril la oyó decir algo que le llamó la atención y se volvió hacia ella para continuar escuchando. Su madre, como si hubiera sido sorprendida en algo indecente, se dio la vuelta internándose en el fondo del pasillo todo lo que el cable telefónico daba de sí para continuar hablando. Entonces, el pequeño Alvaro Abril se dijo: soy adoptado.
Cuando le pregunté qué le había oído decir a su madre, aseguró que no lo recordaba, pero que era algo que una madre jamás habría dicho delante de un hijo de verdad.
– Pero qué era -insistí. -Dijo: «Estoy arrepentida; ahora no volvería a hacerlo». Esa noche, dice, se metió en la cama pensando en sus padres reales, en su madre real especialmente, y
se juró que dedicaría su vida a encontrarla. Primero, no obstante, necesitaba la confesión de la madre falsa, de manera que un día, al volver del colegio, mientras merendaba, dijo que tenía un compañero adoptado.
– Pero se ha enterado de casualidad -añadió-, porque sus padres querían ocultárselo. -Esas cosas no se deben ocultar -dice que respondió la madre falsa.
Alvaro Abril supuso que mentía y aunque durante algunos años se olvidó del asunto y la vida regresó al cauce anterior, en la adolescencia volvió a atacarle un sentimiento de orfandad insoportable. Entonces empezó a escribir. Cuando se quedaba solo en casa, registraba los armarios y los cajones en busca de alguna prueba que certificara su sospecha. Encontró partidas de nacimiento, fotos en cajas de zapatos, cartas manuscritas dentro de sobres abiertos con cuidado o con desesperación, pero ni una sola prueba de su bastardía. Había, sin embargo, un dato real: sus padres eran personas mayores en relación al menos a los padres de sus compañeros. Quizá habían intentado tener un hijo propio y sólo cuando perdieron la esperanza decidieron adoptar. Alvaro, por otra parte, jamás se reconoció en los gestos de los tíos, ni en los de los parientes lejanos de las fotografías. Se encontraba en aquella familia como un extranjero y durante una época tuvo fantasías sexuales con su madre, lo que en un hijo biológico, aseguraba, habría sido inconcebible.
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