– ¿Por quién crees? -dijo ella.
Luis no respondió. Fue de un asunto a otro esperando que la chica tomara la iniciativa, que estableciera los términos de la negociación económica o emocional, lo mismo daba. Lo importante era que quedaran establecidas en seguida las reglas del juego. Pero Luisa jugaba a la indolencia, quizá fuera indolente. Respondía con monosílabos a las cuestiones neutrales y, a las no neutrales, con preguntas que parecían el eco de las de Luis. Explicó de mala gana que estudiaba Historia, que vivía sola en un apartamento, y se quedó mirándole más de una vez con el tenedor a medio camino entre el plato y la boca, como si buscara en el rostro de Luis unas excelencias de las que su madre le hubiera hablado y con las que quizá ella no lograba dar.
– ¿Necesitas algo? -preguntó al fin un Luis Rodó desesperado. -¿Tú crees que necesito algo? -preguntó ella a su vez, como en un eco.
De mala manera llegaron al postre y del postre al café. Luis Rodó pidió una copa de coñac que le proporcionó el arrojo preciso para hacer la pregunta que hasta ese instante se había censurado:
– ¿Y tu padre?
– Mi madre me dijo que murió antes de que yo naciera -respondió la chica observándole de un modo significativo. Parecía imposible alcanzar una conclusión, un término para aquel juego en el que sintió que estaba perdiendo incluso lo que no había apostado. Y entonces, de súbito, quizá durante un segundo nada más, se vio reflejado en la chica como en uno de esos espejos colgados de las paredes de los restaurantes en los que al mirarte ves, al mismo tiempo que tu rostro, el de tu enemigo. Recordó esa técnica negociadora que tanto y con tan buenos resultados había empleado él, esa técnica consistente en no ir al grano hasta que el interlocutor, desesperado por la falta de progreso, se acerca a tu territorio, donde lo haces pedazos. ¿Dónde habría aprendido Luisa aquellos procedimientos?
Pero no, se dijo, atribuyo al cálculo lo que no es sino pura ingenuidad. No hay nada aquí, ni siquiera un folletín, un argumento de novela barata. Ahora me despediré de ella y durante los próximos años Nadie, con mayúscula, continuará creciendo en mi conciencia, haciéndose mayor dentro de mí. Quizá se case y me dé nietos. Los nietos imaginarios son más fáciles de educar que los hijos reales. Dios mío…
– ¿Decías algo? -preguntó ella detrás de la sonrisa que la convertía en otra. -… Dios mío, qué malo es este café -añadió apurando los restos que habían quedado en la taza.
– Si quieres, te invito a uno en mi apartamento -dijo ella-. Está aquí cerca y el café es una de las pocas cosas que hago bien. Eso decía mi madre al menos.
– El caso es que tenía que estar en la editorial a primera hora de la tarde -se defendió él.
– Entonces nunca sabrás lo bien que hago el café -respondió ella con el tono de una provocación insoportable.
– Al diablo -dijo Luis jugándoselo todo a cara o cruz-. Probemos ese café.
Nada más salir a la calle y girar a la derecha Luis Rodó tuvo la certidumbre de que el apartamento al que le llevaba Luisa era el mismo en el que veinte años antes él se encontraba con su madre. Caminaron unos cien metros, en efecto, y volvieron a girar a la derecha, entrando en una calle estrecha y oscura, con árboles cuyas ramas rozaban las ventanas de las viviendas, una calle de adúlteros, una emboscada. Entraron, como era de esperar, en el segundo portal y desde él se dirigieron al segundo piso. A medida que progresaban por aquellos espacios, Luis Rodó tenía la impresión de penetrar en el interior de un cuadro en relieve, en una pintura por la que recorría un tramo de su vida pasada. Todo era idéntico a como lo recordaba, a como lo había visto en su cabeza cada vez que había visitado aquella casa con los recursos de la memoria. Todo estaba también más desgastado, desde luego, lo que producía un efecto siniestro, como la sonrisa de la chica que se convertía, de Antonia, en una amenaza.
El apartamento de adúltero resultaba, en efecto, más conminatorio que entonces, pese a que los muebles y su disposición eran los de hacía veinte años. Luis Rodó se asomó a la cocina americana situada en uno de los extremos del pequeño salón y vio el acero inoxidable de la pila con la misma extrañeza con que lo contemplara entonces al enjuagar un vaso o al vaciar en su interior una cubitera de hielo. El acero había perdido brillo, pero qué no. Él tampoco tenía la mirada febril de entonces, ni ese grado de excitación que le proporcionaban siempre los espacios clandestinos, las habitaciones ocultas. Y había ido cogiendo cada año unos gramos, de manera que era también varios kilos más gordo.
Le pareció que el apartamento estaba amueblado con bultos, no con mesas ni sillas, sino con bultos como los que le salían al paso en el interior de la conciencia cuando se internaba en ella. Él mismo tenía algo de bulto perplejo entre aquellos volúmenes oscuros. Se acercó a la ventana y vio la calle estrecha, secreta, y el árbol cuyas ramas rozaban el cristal. Recordó un día, hacía veinte años, en el que al asomarse con semejante expresión a la de ahora había visto un nido de gorriones situado en el cruce entre dos ramas. Había gritado a Antonia para que se levantara de la cama y se acercara a ver el espectáculo. Y los dos observaron el comportamiento de cuatro pájaros pequeños dentro de aquel artefacto natural llamado nido y se quedaron asombrados de que cosas así pudieran suceder todavía en Madrid.
Entonces, siendo consciente de la ausencia del nido y de la calidad de bulto que había adquirido todo desde entonces, incluida Antonia, que se había transformado en una Luisa que preparaba torpemente el café a sus espaldas, se puso a llorar de cara a la ventana. No era un llanto espectacular. La chica ni siquiera lo advirtió. Lloraba, pues, como un condenado a muerte después de haber agotado todos los recursos administrativos y todas las reservas de fortaleza emocional, lloraba con idéntica resignación con la que se producen algunos acontecimientos atmosféricos. Su llanto era exactamente eso: un acontecimiento atmosférico más que un recurso orgánico para defenderse de la lástima que sentía por sí. Por un instante, pensó en su mujer y la imaginó en otra galaxia. Quizá ella también tenía una ventana secreta en la que lloraba al asomarse porque no había nido o porque volvía a haberlo, qué más daba. Se lloraba por una cosa y por su contraria, por el frío o por el calor, por la escasez o la abundancia, pero sobre todo se lloraba por el tiempo, por el paso del tiempo que reducía todo no a su ceniza, lo que habría implicado alguna clase de grandeza, sino a una forma de existencia miserable, ruin, menesterosa.
Aquella Antonia, llamada Luisa, que ahora se acercaba a él y miraba al exterior intentando ver lo que tanto le conmovía, era en efecto una versión devaluada de la Antonia de entonces, del mismo modo que él se había transformado en un Luis menor, en una sombra de sí mismo, como decía el tópico con tanto acierto, pues al deslizar el brazo por la cintura de la chica y atraerla hacia sí, no percibió la sensación que cabía esperar. Y es que no tocaba aquella cintura con sus dedos, sino con una sombra de sus dedos, del mismo modo que con una sombra de sus labios se acercó a besarla y notó en ellos la calidad del corcho, como si alguien hubiera colocado una gasa de indiferencia entre sus órganos y la realidad.
La chica se dejó hacer con la misma pasividad con la que se había dejado hablar durante la comida. Con movimientos expertos, Luis fue arrastrándola a la pequeña habitación, donde le esperaba la cama de entonces, las sábanas de entonces, que eran la mortaja de ahora, y la desnudó sin resistencia alguna.
– ¿De dónde has sacado este apartamento? -preguntó -Me lo dejó mi madre. Era su espacio secreto, su habitación con vistas, ¿no te gusta?
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