John Le Carré - La Casa Rusia

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Esta extraordinaria novela cuenta la peripecia de Barley Blair, un modesto editor británico, aficionado al jazz, bebedor y negligente, que fortuitamente se ve envuelto en una trama de espionaje internacional y en una intensa relación amorosa… De visita en Moscú, en el transcurso de una fiesta se gana las simpatías espontáneas de un extraño ruso que pretende salvar a su país pasando información militar de alto secreto a Occidente. Lo que parece simple anécdota adquiere un giro inesperado cuando, más tarde, Katya, una hermosa joven rusa, envía a Blair un manuscrito que contiene sorprendentes revelaciones acerca del sistema de defensa soviético. El manuscrito cae en manos de la inteligencia británica y, tras un minucioso operativo, se comprueba su veracidad. Blair se convierte en improvisado espía, vuelve a Moscú y conoce a Katya… pero quizá ya sea demasiado tarde. De un lado sometido a las presiones del servicio secreto británico y sus aliados de la CIA, y del otro, a las de sus informadores soviéticos, idealistas y románticos empeñados en un desesperado intento de disolver los dos bloques a impulsos de la perestroika, Blair se enfrenta a un terrible dilema moral…

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– Luego, en vez de burlarse de mí, se me agarra a los hombros como si se estuviera ahogando. Y o no sé si está enfermo o si ha perdido el equilibrio. Siento la desagradable impresión de que quizá quiera estar enfermo. Trato de ayudarle, pero no sé cómo. Su cuerpo abrasa, y está sudando. Su sudor gotea sobre mí. Tiene el pelo empapado. Esos ojos febriles y aniñados. Le aflojaré el cuello, pienso. Luego su voz suena justo al lado de mi oído, y allí están sus labios y su ardiente respiración. Al principio, no puedo oírle, pues está demasiado cerca. Me aparto, pero él viene conmigo. «Creo hasta la última palabra que usted ha dicho -susurra-. Me ha hablado usted al corazón. Prométame que no es un espía británico, y yo le haré una promesa a cambio.»

– Sus palabras exactas -dijo Barley, como si se avergonzara de ellas-. Él recordaba todas las palabras que yo había dicho. Y yo recuerdo todas sus palabras.

No era la primera vez que Barley hablaba de la memoria como si fuese una calamidad, y quizás es por eso por lo que yo me encontré, como tantas veces, pensando en Hannah.

"Pobre Palfrey -me había dicho en uno de sus accesos de crueldad, contemplando en el espejo su desnudo cuerpo mientras tomaba a sorbos su vodka con tónica y se disponía a volver junto a su marido-. Con una memoria como la tuya, ¿cómo olvidarás jamás a una mujer como yo?»

¿Producía Barley ese efecto en todo el mundo?, me pregunté. ¿Pulsaba inconscientemente el nervio central de los demás y los precipitaba a sus más íntimos pensamientos? Quizás era eso lo que le había hecho también a Goethe.

El pasaje que siguió nunca fue parafraseado, condensado ni «reconstruido». Para los iniciados, o se reproducía la cinta, o se ofrecía su transcripción íntegra. Para los no iniciados, nunca existió. Constituía el quid de todo lo que siguió y fue llamado con deliberada ofuscación «la aproximación de Lisboa». Cuando los alquimistas y teólogos y usuarios finales de ambos lados del Atlántico tenían su ocasión era éste el pasaje que elegían y pasaban por sus cajas mágicas para justificar los preseleccionados argumentos que caracterizaban sus habilidosas especialidades.

– «Espía, no realmente, Goethe. Ni lo soy, ni lo he sido, ni lo seré. Puede que sea el estilo de su país, pero no del mío. ¿Qué tal el ajedrez? ¿Le gusta el ajedrez? Hablemos de ajedrez.» No parece oír. «¿Y no es usted americano? ¿No es espía de nadie, ni siquiera nuestro?»

»«Escuche, Goethe -digo-. La verdad es que me estoy poniendo un poco nervioso. Yo no soy espía de nadie. Yo soy yo. O hablamos de ajedrez, o prueba usted una dirección diferente, ¿de acuerdo?» Yo creía que eso le haría callar, pero no fue así. Lo sabía todo acerca del ajedrez, dijo. En el ajedrez, uno tiene una estrategia, y si el otro no la descubre o relaja su guardia, tú ganas. En el ajedrez, la teoría es la realidad. Pero en la vida, en ciertos tipos de vida, puede darse una situación en la que un jugador tenga tan grotescas fantasías sobre otro que acaba inventándose el enemigo que necesita. ¿Estoy de acuerdo? Estoy completamente de acuerdo, Goethe. Y de pronto, ya no se trata del ajedrez y él está explicándose como suelen hacerlo los rusos cuando están borrachos. Dice que nació con dos almas, como Fausto, y por eso es por lo que le llaman Goethe. Dice que su madre era pintora, pero pintaba lo que veía, de forma tan natural que no se le permitía exponer ni comprar materiales. Porque todo lo que vemos es secreto de Estado. Si es una ilusión, también es secreto de Estado. Aunque no funcione ni vaya a funcionar nunca, es secreto de Estado. Y si es una ficción completa de arriba abajo, entonces es el secreto de Estado más importante de todos. Dice que su padre estuvo doce años en los campos de concentración y murió de un exceso de capacidad intelectual. Dice que el problema de su padre consistía en que era un mártir. Las víctimas son bastante malas, los santos son peores, dice, pero los mártires son ya el colmo. ¿Estoy de acuerdo?

»Estoy de acuerdo. No sé por qué estoy de acuerdo, pero soy una persona cortés y cuando un tipo que me está agarrando la cabeza me dice que su padre cumplió doce años de condena y luego se murió, no vaya discutir con él ni aunque esté un poco chispa.

»Le pregunto su verdadero nombre. Dice que no lo tiene, su padre se lo llevó consigo. Dice que en cualquier sociedad decente fusilan a los ignorantes, pero que en Rusia es al revés, así que fusilaron a su padre porque, a diferencia de su madre, se negó a morirse de pena. Dice que quiere hacerme esta promesa. Dice que él ama a los ingleses. Los ingleses son los líderes morales de Europa, los afianzadores secretos, los unificadores del gran ideal europeo. Dice que los ingleses comprenden la relación entre palabras y acción, mientras que en Rusia nadie cree ya en la acción, por lo que las palabras se han convertido en un sustitutivo completo, un sustitutivo de la verdad que nadie quiere oír porque no pueden cambiarla o perderán sus empleos si la cambian, o quizá, simplemente, no saben cómo cambiarla. Dice que la desdicha de los rusos es que anhelan ser europeos, pero que su destino es hacerse americanos, y que los americanos han envenenado el mundo con lógica materialista. Si mi vecino tiene un coche, yo debo tener dos coches. Si mi vecino tiene un cañón, yo debo tener dos cañones. Si mi vecino tiene una bomba, yo debo tener una bomba más grande y en mayor número, sin que importe que no puedan llegar hasta sus objetivos. Así que lodo lo que tengo que hacer es imaginar el cañón de mi vecino y duplicarlo y tengo la justificación para cualquier cosa que quiera fabricar. ¿Estoy de acuerdo?

Fue un milagro que nadie interrumpiera aquí, ni siquiera Walter. Pero no lo hizo, se mantuvo callado, como todos. No se oyó ni el crujido de una silla antes de que Barley continuara.

– Así que estoy de acuerdo. Sí, Goethe, estoy completamente de acuerdo. Cualquier cosa es mejor que el que me pregunten si soy un espía británico. Y empieza a hablar del gran poeta y místico del siglo XIX, Piturin.

– Pecherin -dice una voz seca y cortante. Walter no ha podido contenerse finalmente.

– Eso, Pecherin -asiente Barley-. Vladimir Pecherin. Pecherin quería sacrificarse por la Humanidad, morir en la cruz con su madre a sus pies. ¿He oído hablar de él? No. Pecherin fue a Irlanda, se hizo monje, dice. Pero Goethe no puede hacer lo mismo porque no puede conseguir un visado y, además, no le gusta Dios. A Pecherin le gustaba Dios y no le gustaba la ciencia a menos que tuviese en cuenta el alma humana. Le pregunto cuántos años tiene. Goethe, no Pecherin. Aparenta ya unos setenta, yendo para los cien. Dice que está más cerca de la muerte que de la vida. Dice que tiene cincuenta, pero que acaba de nacer.

Walter interviene, pero con voz suave, como quien habla en una iglesia, sin su habitual vozarrón.

– ¿Por qué le preguntó su edad de todas las preguntas que podría haberle hecho? ¿Qué diablos importa en ese momento cuántos dientes tenga?

– Es desconcertante. Ni una arruga hasta que frunce el ceño.

– ¿Y dijo ciencia? ¿No física, ciencia?

– Ciencia. Y luego se pone a recitar a Pecherin. Traduciendo al mismo tiempo. Primero en ruso, luego en inglés. Cuán dulce es odiar la propia tierra natal y esperar ávidamente su ruina… y en su ruina columbrar la aurora del renacimiento universal. Puede que no sea exactamente así, pero ésa es la sustancia. Pecherin comprendía que era posible amar al propio país al mismo tiempo que se odiaba su sistema, dice. Pecherin era un admirador de Inglaterra, igual que Goethe. Inglaterra es la patria de la justicia, la verdad y la libertad. Pecherin demostró que no había nada desleal en la traición, siempre que uno traicionase lo que odiaba y luchase por lo que amaba. Supongamos que Pecherin hubiera poseído grandes secretos sobre el alma rusa. ¿Qué habría hecho? Evidente. Se los habría entregado a los ingleses.

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