Su caso no me importa. Me interesa más el de los dos guardaespaldas de Kustas, que están tomando unas copas en la barra.
– Teniente Jaritos -me presento antes de que vuelvan a pedirme dinero a cambio de información-. ¿Qué os dijo Kustas antes de salir, la noche del crimen?
Miran a la cuarentona, que sigue lamiendo el micro.
– Que iba a buscar algo que tenía en el coche y que volvía enseguida -responde uno de ellos.
– Quisimos acompañarlo, pero comentó que no valía la pena -añade el otro.
No sé quién de los dos es Jaris y quién Vlasis, pero tampoco viene al caso. Lo que importa es que un tipo tan precavido, con guardaespaldas y casa amurallada, decidiera salir solo a la calle.
– ¿A qué hora solía marcharse Kustas del club?
– Normalmente, alrededor de las tres. En todo caso, nunca antes de las dos.
Lo mataron entre esas dos horas: a las dos y media. La camarera está secando copas, indiferente a nuestra conversación. En ese instante un hombre de unos cuarenta y tantos se acerca a nosotros corriendo. Está delgado como un palillo, y lleva un traje marrón claro, camisa azul y pajarita, además de unas gafas de fina montura metálica. El tipo me tiende la mano desde una distancia de diez metros, para que no se me pase por alto estrechársela. Le miro y me pregunto cómo consiguió Kustas que este picapleitos de lujo le dirigiera el tinglado.
– Renos Jortiatis, teniente -se presenta con el apretón-. Soy el manager del club. Acaban de informarme de su llegada. ¿Qué le apetecería tomar?
– Nada, gracias.
– ¿En qué puedo ayudarlo?
– Me gustaría saber si Kustas se llevó algo del club la noche del crimen.
– ¿Como qué?
– No sé. La recaudación de la noche, por ejemplo.
Me mira como si estuviera loco.
– No, teniente. Nadie llevaría tanto dinero encima. Yo guardo la recaudación en mi despacho y por la mañana pasa un furgón de City Protection y la lleva al banco.
– ¿Con quién habló Kustas la noche del asesinato, antes de marcharse?
– Con Kalia -salta uno de los cachas-. Había terminado su número y se dirigía a los camerinos. Kustas se la llevó aparte y estuvieron hablando un rato.
– ¿Dónde puedo encontrar a esa Kalia?
– Está preparándose para salir a escena -me informa Jortiatis-. Permítame.
Me conduce por un estrecho pasillo. A la izquierda hay cuatro cubículos cerrados con cortinas y Jortiatis descorre la segunda. En lugar de con una familia de refugiados kurdos, me encuentro con la espalda de una chica que se está maquillando ante un tocador. Al vernos, interrumpe su faena y se levanta. Lleva un vestido de escamas plateadas. Miro el dobladillo y me pregunto cuántos milímetros faltan para que se le vean las bragas. No creo que haya cumplido los veinticinco, pero con el espeso maquillaje parece mayor, y también más vulgar.
– El teniente quiere hacerte unas preguntas -la informa Jortiatis. Después se vuelve hacia mí, despliega una sonrisa servil y se dispone a quedarse allí plantado.
– Déjenos solos -ordeno secamente.
Jortiatis vuelve a desplegar la sonrisa servil y se aleja. La chica, de pie, me mira inexpresiva.
– ¿Tú eres Kalia? -pregunto.
– Depende. Soy Kalia para los clientes y Kaliopi Kúrtoglu para los tenientes de policía.
– ¿Eres cantante?
– ¿Eso te han dicho? -Suelta una risa cínica-. No, no soy cantante, sólo soy la «decoración». -Al ver que no entiendo, prosigue-: Marina y yo salimos con Karteris, que es la estrella. Una a su derecha y la otra a su izquierda. Se supone que lo acompañamos mientras canta pero nada de eso. A los clientes no les basta con escuchar a Karteris: quieren regalarse la vista con muslos y culitos. Ésa es nuestra función. Mira. -Se vuelve y me enseña su culito respingón bajo las escamas-. De vez en cuando soltamos un «aaa» ensayado. Si a eso lo llamas cantar…
Hasta aquí, bien. Lo que sigo sin entender es qué podría tener que decir Kustas a esta cachorrita de la noche.
– ¿De qué te habló Kustas la noche del crimen, cuando abandonaste la pista?
Me mira fijamente a los ojos.
– No recuerdo que hablara conmigo -contesta al fin, aunque estoy seguro de que ha ensayado muchas posibles respuestas antes de elegir ésta, la más anodina.
– Te llevó a un lado para hablarte. Sus guardaespaldas os vieron.
– Ah, sí, ahora me acuerdo. Quería advertirme de que no me meneaba lo suficiente en la pista. Yo le pregunté por qué no nos sacaba en pelotas directamente.
– ¿Sólo eso?
– No. También me dijo que si volvía a enfrentarme a él, me echaría del espectáculo y me pondría a fregar el suelo del club. Y yo hubiese aceptado, ¿sabes? -Añade con amargura-: Necesito el dinero.
– ¿Te amenazó con ponerte a fregar y lo habías olvidado?
Se encoge de hombros con indiferencia.
– Aquí dentro las amenazas están a la orden del día. No sólo era Kustas, sino también Karteris y Jortiatis. Todos amenazan con despedirnos. Si tuviéramos que acordarnos de todas las veces…
– ¿Ha terminado, teniente? Kalia tiene que salir a escena.
Jortiatis aparece en la puerta, la mirada inquisidora clavada en Kalia. En cuanto me vaya, exigirá saber qué le he preguntado y qué me ha contestado. De repente, la chica sale corriendo del camerino y yo la sigo. A mis espaldas, resuenan los pasos de Jortiatis.
Durante nuestra conversación han ido llegando más clientes, que han ocupado la mitad de las mesas. Los guardaespaldas ya no están en la barra, y la camarera sirve bebidas a la velocidad del rayo. Un fotógrafo se pasea entre las mesas y saca fotos de la gente. En el escenario, aparece un tipo con unas patillas que le llegan hasta los labios, flanqueado por Kalia y otra chica de aspecto similar, aunque con el pelo rojizo. Observo parte del espectáculo desde el fondo de la sala. Es tal como me lo ha descrito Kalia. Las dos chicas se balancean adelante y atrás, y también a los lados. Abren y cierran la boca sin proferir sonido alguno. De pie entre las dos, el tipo canta con los ojos cerrados, sellados por el dolor.
– La próxima vez que quieras venir para un interrogatorio, avísanos -oigo una voz a mis espaldas.
Me vuelvo y veo a Makis, el hijo de Kustas. Su mirada no vaga perdida como esta mañana, sino que se mantiene clavada en mí, ardiente y furiosa. Lleva una cazadora de piel y vaqueros remetidos en las botas, decoradas con dibujos estilo cowboy. Antes, los bribones de la noche bailaban sus penas en los tugurios. Ahora, las bailan en clubes de moda, vestidos de cowboys.
– ¿Qué haces aquí?
– ¿Tú qué crees? Ahora que papá ha muerto, yo me ocupo del negocio. Y no quiero ver pasma por aquí, causa mala impresión.
Me dan ganas de pegarle un cachete, pero justo en este momento aparece Jortiatis, atribulado.
– Cálmate, Makis -casi le suplica-. Ya hemos tenido bastantes problemas, no queremos más. Perdone el malentendido, teniente.
Sus palabras me apaciguan, pero en cambio enfurecen a Makis, quien lo agarra por las solapas y empieza a sacudirlo.
– ¡Cállate! -grita-. Estás despedido, ¿te enteras? ¡Te has pasado de listo! ¡Si el viejo me hubiese hecho caso, hace ya tiempo que estarías en la calle!
Jortiatis lo mira estupefacto. Después estalla en una risa loca, casi paranoica. Aunque su cuerpo enclenque tiembla como un flan y sus gafas de montura metálica casi se le caen al suelo, le resulta imposible contener la risa. Makis lo mira asombrado. El fotógrafo ha interrumpido su trabajo para observar la escena. Jortiatis da media vuelta y se aleja sin dejar de reír. Tengo ganas de preguntarle qué le parece tan gracioso, pero no es el momento. El espectáculo ya no me interesa y me marcho.
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