Petros Márkaris - Defensa cerrada

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El rico empresario Dinos Kustas, conocida figura de la noche ateniense y propietario de un lujoso restaurante y varios clubs nocturnos, es asesinado de madrugada.
Todo apunta a que ha sido víctima de un ajuste de cuentas de la mafia. Sin embargo, para el comisario Kostas Jaritos algo no encaja: cuatro disparos hechos casi a ciegas no parecen obra de un profesional. Cínico, escéptico y obstinado, el investigador recorre las calles de Atenas, corroída por los intereses internacionales y la delincuencia, en busca de respuestas.
Desde los bajos fondos hasta las altas esferas, Jaritos se adentrará en el lado más sórdido de la Grecia contemporánea, al tiempo que desvela un oscuro entramado de blanqueo de dinero y corrupción.

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Los Baglamás aparece a mi izquierda, en la entrada a Jaidari. Sigo adelante y doy la vuelta en el primer semáforo, para aparcar delante de la entrada. También esta construcción está pintada de blanco. Por lo visto el blanco predominaba en la vida de Kustas: clubes blancos, estatuas blancas en el jardín, mármoles blancos en la casa, sombrillas blancas junto a la piscina. Cualquiera diría que, antes de convertirse en empresario, había sido enfermero. También aquí hay una gran estructura metálica delante de la fachada, aunque no tan imponente como la que vi en el Flor de Noche. Más que la lista electoral de la segunda circunscripción de Atenas, parece una lista comarcal.

El portero es un hombretón de unos treinta años. Luce el clásico abrigo de botones dorados y una gorra con trencilla. Su mole bloquea la entrada al club.

– ¿Lambros Mandás? -pregunto al acercarme.

– Sí. ¿Por qué?

– Me gustaría que me contaras un par de cosas acerca de la muerte de Kustas.

Me mira de arriba abajo.

– Te costará un kilo -dice al final.

Me lo quedo mirando, pero no me da tiempo a recuperarme de la sorpresa.

– Oye, no sólo contestaré a tus preguntas, sino que reconstruiré la escena completa, te diré cómo matan los mañosos, hasta puedo dibujar la silueta del cadáver en el asfalto. Por doscientos talegos más, hago traer un BMW igualito al del jefe para hacer la escena más creíble.

– ¿Desde cuándo el Estado griego ha de pagar para interrogar a los testigos presenciales?

Me mira, cortado.

– ¿No eres de la tele? -pregunta.

– No, si en vez de cobrar tus talegos aún acabarás en el talego. Teniente Jaritos, del Departamento de Homicidios. ¿Qué te has creído? ¿Que esto es un reality show? - Mentalmente agradezco a Adrianí que me enseñara la expresión en el momento oportuno.

– No sé por qué has venido, no tengo nada que decir. Ya os conté todo lo que sabía cuando presté declaración.

– ¿Y eso de los mafiosos?

– Nada. Creí que eras de la tele y se me ocurrió soltarte un rollo para sacar algo de pasta.

– Haremos una cosa -le digo sin alterarme-. Te llevaré a Jefatura a declarar. A la salida, el cuerpo entero de periodistas de Ática te estará esperando para sonsacártelo todo gratis.

No tarda más de cinco segundos en ofrecerse:

– Pregunta.

– ¿A qué hora salió Kustas del club la noche del crimen?

– A eso de las dos y media. Me extrañó que se marchara solo y le dije…

– Ya sé qué le dijiste. ¿Qué hizo él?

– Se acercó al coche y abrió la puerta.

– ¿Dónde estaba el coche?

– Allí mismo, encima de la acera. -Señala el lugar donde está aparcado un Ford Escort rojo-. Siempre lo dejaba allí. Yo me ocupaba de que la plaza quedara libre.

– ¿Qué hizo después?

– Abrió la puerta y se agachó para buscar algo. Entonces vi al tipo que se acercaba.

– ¿En moto?

– No, a pie. La moto ya estaba aquí, aunque sólo después la relacioné con el caso.

– Dejemos la moto de momento. Háblame del asesino. ¿Desde dónde se acercó a Kustas?

– Desde allí.

Señala a un punto en dirección a Scaramangás. Los Baglamás está en medio de un descampado. A la izquierda, un oscuro callejón sin salida apenas permite el paso de un furgón. A continuación hay un almacén de cemento y un taller de coches. El asesino esperaba en el callejón y, cuando vio que Kustas se dirigía al coche, se acercó. La cuestión es cómo sabía que Kustas saldría solo del club. Siempre iba acompañado de sus dos guardaespaldas. Pensar en liquidar a los tres hubiese sido demasiado arriesgado.

Quizá Kustas había ido al coche para buscar algo relacionado con su asesino. En tal caso, éste habría podido prever sus movimientos. Sin embargo, según el informe oficial, no se encontró nada que apoyara esta hipótesis, ni en el coche ni en las manos de Kustas.

– ¿Qué hizo el asesino? -interrogo de nuevo al portero.

– Se le acercó por detrás y debió de decirle algo. En realidad no oí nada, pero lo supongo, porque Kustas se volvió.

– Déjate de suposiciones. ¿Llevaba algo en la mano cuando se volvió para mirar al asesino?

– No, nada.

– ¿Qué pasó entonces?

– El tipo disparó tres o cuatro veces…, cuatro, creo. Luego echó a correr hacia la moto.

– ¿No se agachó a recoger nada del coche antes de salir corriendo?

– No. ¿Qué habría de recoger?

– ¡Su abrigo! ¿Cómo quieres que lo sepa? -pregunto irritado, como si él tuviera la culpa de que mi teoría careciera de base-. ¿Qué aspecto tenía el asesino?

– Era de mediana estatura, quizá tirando a alto. Llevaba una camiseta blanca, pantalones vaqueros y gafas negras.

– ¿Pudiste verle la cara?

– No, estaba muy oscuro. Sólo pude verle el pelo. Era blanco.

– Esto no lo dijiste en la declaración.

– Se me olvidó.

Tal vez sí. O tal vez se lo guardara para cuando le pagaran el millón.

– ¿Era un hombre mayor?

– Ya te lo he dicho: estaba oscuro y no le vi la cara, sólo el cabello blanco.

Eso no significa necesariamente que fuera viejo, algunos encanecen a los treinta.

– Hablemos de su cómplice. ¿A qué hora llegó con la moto?

Medita un poco.

– No podría decirlo con exactitud. Por aquí pasan motos y ciclomotores a cada momento. Me fijé en él porque se detuvo y esperó con el motor en marcha. Aunque esto tampoco es inusual. El club es conocido y mucha gente se cita aquí. Supuse que estaría esperando a alguien.

– ¿Cuánto rato estuvo esperando?

– Tres o cuatro minutos, desde que llegó hasta que el jefe salió del club.

Otro que fue puntual. Por lo visto sabían a qué hora saldría Kustas. De lo contrario, el cómplice hubiese aparecido antes o hubiese esperado dando vueltas, para no llamar la atención.

– ¿Qué aspecto tenía éste?

El portero se encoge de hombros.

– Llevaba casco y una cazadora de piel. No recuerdo los pantalones.

Suelta un suspiro de alivio, como si estuviera muy cansado o considerara que lo peor ya había pasado. Si éste es el caso, se equivoca.

– ¿Qué les dirías a los periodistas acerca de los padrinos de la noche? -pregunto con voz severa.

– Que lo mataron ellos. ¿No?

– ¿Cómo lo sabes?

– ¡Vamos! Fue un trabajo de profesionales, salta a la vista.

En este particular, su opinión coincide con la de la Brigada Antiterrorista.

– ¿Cómo sabían que saldría solo del club?

El hombretón se echa a reír.

– De haber salido con Jaris y Vlasis, se los habrían cargado también a ellos. Tuvieron suerte.

Tal vez tenga razón. Los profesionales aprovechan siempre el factor sorpresa. Los matones habrían caído muertos antes siquiera de poder sacar las pistolas. Dejo al portero y entro en el club.

Por un instante, tengo la impresión de haber entrado en casa de mi cuñada, en la isla, sólo que aquí, en lugar del tresillo, el color hígado domina la tapicería que cubre las paredes. Rojo hígado con rombitos dorados. Las mesas, dispuestas en semicírculo, ocupan el espacio entre la puerta y los pies del escenario. Hay poca clientela, sólo dos o tres grupitos en las mesas más cercanas al escenario. A la derecha, una barra de bar con taburetes altos. La orquesta truena a través de cuatro enormes altavoces, hasta el punto de que me recuerda las salvas de cañón en el día de la fiesta nacional. En el escenario, una cuarentona con un escotadísimo vestido negro canta sosteniendo el micrófono como si fuera un cucurucho de helado:

No hay dicha que se pueda dividir en tres.

Para nosotros no hay más remedio, ya ves.

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