– Traigo a un detenido -dijo el detective al oficial sin prestar atención a Will. Tenía unos treinta años y cara de sabueso.
«Una de las promesas del departamento», se dijo Will.
– Bien, vaciémosle los bolsillos.
El agente que lo había acompañado se adelantó. Ya había registrado a Will en el apartamento: después de ver la jeringa no estaban dispuestos a correr riesgos. También le habían quitado el móvil y su Blackberry; nada de llamar a los cómplices. Ahora le quitaban todo lo demás: monedas, llaves, libreta de notas…
– Registremos todo esto -dijo el detective.
Los distintos objetos fueron a parar a una bolsa de plástico con cierre hermético que fue sellada. El detective firmó una nota en presencia del oficial.
Cuando abrieron su cartera, Will cometió uno de los mayores errores de la noche. Entre las tarjetas figuraba su carnet de prensa: «Will Monroe. The New York Times ».
– De acuerdo, lo reconozco. La verdadera razón de mi presencia en ese edificio es que trabajo para el periódico en un reportaje sobre los crímenes de la ciudad. Eso era lo que estaba haciendo.
El detective lo miró por primera vez.
– ¿Trabaja para The New York Times?
– Sí, sí -dijo Will, contento de poder ofrecer una respuesta.
El detective miró hacia otro lado, y el oficial volvió a sus tareas.
Will fue conducido a otro mostrador, donde le pidieron que colocara el dedo índice derecho en un dispositivo electrónico y después el de la otra mano. Luego, hizo lo mismo con el resto de los dedos, incluidos los pulgares. La máquina emitió un pitido, como si Will fuera un paquete en un supermercado.
A continuación, lo llevaron a una sala rotulada como «sala de interrogatorios». Por el camino, el detective dio los datos de Will a una colega.
– ¿Por favor, podrías investigarme este nombre, Jeannie?
Entraron. Había únicamente una mesa con dos sillas y un teléfono en el rincón. Las paredes estaban desnudas salvo por un calendario con una foto del Empire State.
– De acuerdo, me llamo Larry Fitzwalter, y esta noche voy a ser su detective. Vamos a empezar así -dijo sacando un impreso-. Tiene derecho a permanecer en silencio, ¿lo entiende?
– Lo entiendo, pero me gustaría explicar que…
– Bien. Si lo entiende ponga sus iniciales aquí, por favor.
– Mire, si estaba allí era porque seguía a un hombre…
– ¿Puede poner sus iniciales, por favor? Eso significa que ha comprendido que puede guardar silencio, ¿vale? Cualquier cosa que diga podrá ser utilizada contra usted ante un tribunal. ¿Lo ha comprendido?
– Todo esto no es más que un error…
– ¿Lo ha entendido? Es lo único que le pregunto por el momento. ¿Entiende las palabras que le estoy diciendo? Si es así, por favor, firme el maldito impreso.
Will no dijo nada más mientras Fitzwalter seguía leyéndole sus derechos. Una vez que hubo firmado, el detective dejó el impreso a un lado.
– De acuerdo, ahora que conoce sus derechos, ¿desea hablar con nosotros?
– ¿No tengo derecho a hacer una llamada telefónica?
– Es más de medianoche. ¿A quién quiere llamar?
– ¿Estoy obligado a decírselo?
– No -contestó el detective cogiendo el teléfono del rincón y estirando el cordón para dejarlo en la mesa-. Dígame que número es, y yo marcaré por usted.
Will sabía que solo había una persona a la que podía llamar, pero la idea le resultaba deprimente. ¿Cómo iba a atreverse, y además con una noticia semejante? Miró la hora en su reloj: las 2. 15 de la madrugada. Fitzwalter se estaba impacientando.
Will le dio el número. El detective lo marcó y le entregó el auricular sin moverse de su sitio. Estaba claro que pretendía escuchar todas y cada una de las palabras que dijera. Al fin, Will oyó la voz que esperaba y a la vez temía escuchar.
– Hola, papá.
Lunes, 3. 06 h, Manhattan
Señor Monroe -dijo Fitzwalter-, tengo buenas y malas noticias para usted. ¿Por cuál prefiere que empiece? Will alzó los ojos lentamente. Solo llevaba cuarenta minutos en aquella celda, pero le parecían cuarenta noches. Su padre le había dicho que se acogiera al primero de los derechos que le habían leído y que no dijera palabra. Cuando Fitzwalter se hubo convencido de que Will no iba a ceder y que el interrogatorio había llegado a su fin, lo encerró.
En esos momentos, la voz de su padre flotaba en su cabeza, tan audible como cuando había hecho la llamada: primero, adormecida; luego, sorprendida; a continuación, severa, y por último, decepcionada. Dado que Will había pasado su adolescencia a tres mil kilómetros de su padre, nunca había experimentado uno de los ritos propios de esa edad: el de tener que anunciarle que había metido la pata. «Papá, he abollado el coche» o «Papá, me han pillado fumando hierba». Aquellas eran frases que Will nunca había tenido que pronunciar, y tampoco había tenido que oír a su padre diciéndole: «Hijo, me has decepcionado». Por lo tanto, el hecho de haberlo escuchado, no las palabras, pero sí el tono, no era sino otra losa que añadir a su carga.
– Señor Monroe, ¿me está usted escuchando?
– ¿Cómo dice?
– Acabo de comunicarle las buenas noticias. ¿No quiere saber las malas?
– No. La verdad es que no.
– La mala noticia es que acabo de hablar por teléfono con el abogado de The New York Times y ¿sabe qué? Pues que asegura que no le han encargado ninguna tarea. De hecho, dice que está usted unos días de baja para descansar por orden del director en persona. Amigo, parece que se ha metido en un montón de problemas.
Will se cubrió los ojos con las manos. Qué error de principiante, dar una excusa que podía ser fácilmente desmentida. Su defensa legal había quedado comprometida. Había cometido la misma pifia que todos los culpables: cambiar su historia. En cuanto a su carrera en el periódico, probablemente había acabado. Lo suspenderían para que pudiera defenderse de aquellas graves acusaciones y después, discretamente, lo despedirían.
La puerta se cerró de golpe, y Will casi se sintió aliviado por hallarse en esa celda. Desde aquel fatídico viernes no había dejado de ir de un lado para otro, pasando febrilmente de un plan al siguiente. Había cruzado la ciudad en todas direcciones, de Brooklyn a Long Island, intentando pensar, concentrarse y actuar; incluso cuando había tenido la oportunidad de sentarse había deseado que el tren o el taxi fuera más deprisa, que lo llevara sin demora a su destino.
Sin embargo, en esos momentos no tenía nada que hacer ni ningún sitio al que ir. Los planes, romperse la cabeza, todo eso se había acabado. Sus carceleros ni siquiera le habían dejado lápiz y papel.
La pausa hizo que se diera cuenta de que llevaba días resistiendo, pero cada vez que aquella idea había aparecido en las últimas setenta y dos horas, él la había rechazado. Sin embargo, ya no le quedaban fuerzas para resistir.
Todo se desmoronaba. Esa era la conclusión a la que no quería enfrentarse, pero a la que resultaba imposible no hacerlo. Su esposa seguía cautiva y en manos de unos hombres de un fanatismo radical; a él iban a acusarlo de asesinato basándose en una serie de pruebas circunstanciales que no podía rebatir; y lo peor de todo era que había caído de lleno en la trampa.
Al fin y al cabo, ¿quién lo había enviado a esa dirección en plena noche? ¿Tenía que creer que haberse tropezado con un brutal asesinato nada más aparecer él era una coincidencia? ¿Y no era extraño que el asesino hubiera buscado refugio precisamente en una sinagoga de los hasidim ?
¡Y toda aquella historia del fin del mundo! ¡Seguro que se la habían inventado! TC y él habían descubierto la trama, de modo que Freilich había salido con aquella estupidez de «Quien sea que esté detrás de todo esto, bla, bla, bla». La primera corazonada de Will era acertada: no había ningún «quien». Los hasidim habían descubierto la identidad de aquellos hombres justos y por alguna perversa razón los querían liquidar, pero él se había entrometido. Qué mejor modo de quitárselo de en medio que hacer que la policía lo detuviera. No tenía más remedio que admitirlo: había sido un golpe maestro.
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