Otra pulla.
– Debe usted tener mucho cuidado, William. Mucho cuidado. El periodismo puede ser un asunto peligroso. No hay nada más importante que una historia. Eso es lo que siempre decimos. Y suele ser cierto, pero no del todo. Siempre hay algo mucho más importante que las historias, William. ¿Sabe usted qué es?
– No, señor. -Se sentía como si hubiera regresado al despacho del director del colegio.
– Su vida, William. Eso es de lo que debe preocuparse. Recuerde mis palabras. Tenga mucho cuidado. -Townsend hizo una larga pausa antes de volver a hablar-: Le diré a Harden que está descansando.
Dicho aquello, el editor jefe se retiró en la semioscuridad y se dirigió hacia la sección de Nacional. Will se derrumbó en la silla de Walton y dejó escapar un sonoro suspiro. McDougal opinaba de él que era un colgado que estaba a punto de perder el control y de arrastrar al periódico en su caída.
Y encima lo mandaba a descansar. Sonaba como el clásico eufemismo de empresa para indicar una suspensión mientras investigaban la veracidad de los reportajes sobre Baxter y Macrae. ¿Por eso su libreta no aparecía por ninguna parte? ¿La habría cogido Townsend como prueba?
Los dedos de Will seguían rodeando la bola de cristal, que estaba empañada por el sudor de su mano. La había estado sujetando con fuerza durante la conversación con Townsend. Seguro que su aspecto había sido inmejorable: despeinado, con los ojos desorbitados y la mano convertida en un puño. Cuando soltó la bola, volvió a ver la llave que sin duda abría el cajón de la mesa de Walton. Era consciente de la locura que suponía intentarlo tras haber recibido una advertencia en toda regla por parte del editor más importante del periodismo norteamericano, pero no le quedaba otra opción. Su mujer seguía secuestrada, y seguramente aquella libreta contenía el secreto para que la soltaran.
Will miró a derecha e izquierda nuevamente para asegurarse de que no había nadie cerca y dio una vuelta completa para que Townsend no pudiera sorprenderlo por la espalda. Luego, con un único y fluido movimiento, desprendió la llave, se agachó y la metió en la cerradura. Giró sin esfuerzo.
Dentro había varias carpetas de color beis pulcramente ordenadas. Entre ellas, apenas disimulado, se veía el espiral metálico de la típica libreta de notas. Will la sacó y vio la palabra garabateada en la gruesa cubierta: BROWNSVILLE.
¡Demonios! Woodstein no había mentido: Walton le había robado sus notas. Solo Dios sabía por qué. La historia ya se había publicado, de modo que no estaba en juego ninguna exclusiva. ¿De qué podía servirle? Will apartó aquella pregunta de su mente. Por el momento ya tenía bastantes rompecabezas por resolver para tener que añadir el extraño arranque de cleptomanía periodística de su colega.
Will hubiera querido revisar su libreta allí mismo, pero sabía que antes debía cerrar el cajón con llave, dejar esta en su lugar y volver a su mesa, todo sin que nadie lo viera. Contra qué se estaba protegiendo era algo que no sabía. En cualquier caso, el daño estaba hecho desde el momento en que el editor jefe lo había sorprendido.
A pesar de todo, se aseguró de volver a su puesto y trazar un plan de acción antes de abrir la libreta. Primero haría una busca rápida a ver si encontraba cualquier cosa fuera de lo normal, una nota que hubiera deslizado entre las páginas y que se le hubiera pasado por alto o un mensaje escrito por una mano distinta a la suya. Cabía la posibilidad de que Yosef, de algún modo misterioso que no alcanzaba a definir, le hubiera dejado algún mensaje entre aquellas páginas. «Fíjese en su trabajo.»
Will hojeó las páginas en busca de cualquier cosa inusual, pero no vio nada, solo sus garabatos. La redacción estaba tan silenciosa -hasta el televisor que siempre estaba sintonizado en la CNN estaba en silencio- que oía el susurro al pasar las hojas. Casi podía oír sus pensamientos.
Por un breve instante su interés se centró en unas pocas líneas que destacaban por haber sido escritas por otra persona; sin embargo, se trataba solo de los detalles de Rosa, la mujer que había encontrado el cuerpo de Macrae, y que ella misma había anotado. Will se acordó entonces de que le había prometido enviarle un ejemplar del periódico con la historia si esta llegaba a publicarse. No encontró ningún misterioso número de teléfono ni ningún mensaje disimulado, aunque difícilmente podría haber habido alguno si la libreta llevaba guardada en el cajón de Walton desde quién sabía cuándo.
Lo que iba a tener que hacer era fijarse en la pista que sabía que aquella libreta contenía, lo que lo había hecho volver a la redacción. Allí estaba, en una de las últimas páginas, subrayada y rodeada de asteriscos: la cita que había rematado el reportaje, la cita de Letitia, la devota esposa que había pensado en dedicarse a la prostitución antes que permitir que su marido se pudriera en la cárcel. «Puede que el hombre que asesinaron anoche hubiera pecado todos y cada uno de los días de su vida, pero para mí era la persona más justa que jamás he conocido.»
Al instante, Will regresó mentalmente a Montana, cuando habló por teléfono con Beth. Pensó que había sido su última conversación con ella antes de que la raptaran, y que él le había contado el día que había pasado haciendo el reportaje sobre la vida y muerte de Pat Baxter. Will casi pudo oír su propia voz hablando animadamente, antes de caer en la cuenta de que Beth se hallaba a miles de kilómetros de distancia.
«¿Y sabes qué fue lo más extraño, lo que me llamó la atención al instante porque es una expresión que pocos usan? Pues que la mujer que operó a Baxter dijo lo mismo que aquella tal Letitia, incluso la misma frase: "La persona más justa, el acto más justo". ¿No te parece curioso?»
Will no había seguido con ello porque enseguida se dio cuenta de que Beth no lo escuchaba, que estaba preocupada por el asunto que tendría que haberlo preocupado a él también: su incapacidad para tener hijos. Notó que su boca se secaba ante la idea de que Beth pudiera morir sin haber conocido la maternidad.
Apartó aquel pensamiento y miró fijamente su propia escritura en la hoja: «El hombre más justo que he conocido».
Cuando escribió la historia de Baxter llegó a considerar la posibilidad de resaltar aquella coincidencia, pero lo descartó enseguida porque habría parecido que se daba importancia al destacar la similitud de dos historias cuyo único común denominador era la firma que llevaban. Baxter y Macrae habían vivido en extremos opuestos del país y sus muertes no podían estar relacionadas. Establecer una conexión entre dos asesinatos solo habría tenido sentido, desde un punto de vista periodístico, si ambos sucesos hubieran sido muy conocidos, y el público hubiera tenido presentes sus respectivos detalles. Aquel no era el caso, de modo que Will lo dejó correr. No había vuelto a pensar en ello hasta esa noche, mientras se hallaba junto a TC, sentados ambos al lado del mendigo en McDonalds. En la mayoría de los proverbios que había leído había la misma palabra, una palabra que se repetía demasiado a menudo para que se tratara de una simple coincidencia: «justo».
Aun así, era imposible que los dos asesinatos estuvieran relacionados. Los proxenetas negros de Nueva York y los radicales de extrema derecha de Montana no pertenecían a los mismos círculos ni tenían los mismos enemigos. Al contrario, vivían y morían en mundos opuestos.
A pesar de todo, había algo extrañamente parecido en aquellas dos curiosas historias. Ambas se referían a personas que, si bien en un primer momento habrían podido parecer sospechosas, al final habían hecho el bien; es más, un bien notable, un bien justo. Y las dos habían sido asesinadas sin que se hubieran efectuado detenciones.
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