– Los proverbios de Salomón. «Un hijo sabio es la alegría de su padre, pero un hijo necio es la aflicción de su madre.»
Will intentó mirar por encima del hombro para leer el resto del texto lo más rápidamente posible. Se le antojaba la habitual combinación bíblica de profundidad y oscuridad. Las Escrituras siempre habían ejercido ese efecto en él: las palabras producían una música conmovedora, pero su exacto significado solo podía alcanzarse mediante un gran esfuerzo. La mayor parte del tiempo -ya fuera en la iglesia o en los rezos matutinos del colegio- aquellos sonidos no le decían nada, lo mismo que en ese instante, en aquella extraña y espontánea reunión para rezar.
El mendigo había empezado con el segundo proverbio.
– «Los tesoros mal adquiridos no sirven de nada, pero la justicia libra de la muerte.»
Will siguió leyendo. Versículo tras versículo, sus ojos descubrieron algo inmediatamente inteligible o, mejor aún, algo que le sonaba familiar. Una palabra se repetía una y otra vez. Ya había aparecido en el segundo proverbio, y se repetía en el tercero: «El señor no deja que el justo sufra hambre, pero rechaza la avidez de los malvados».
Y de nuevo en el proverbio undécimo: «La boca del justo es fuente de vida, pero la violencia cubrirá la de los malvados».
Y en el decimosexto: «El salario del justo lleva a la vida; la renta del impío, al pecado».
Y también en el vigésimo primero: «Los labios de los justos sustentan a muchos, pero los necios mueren por falta de sensatez».
Allí donde Will miraba, la palabra parecía saltar de las páginas. En su estado de falta de sueño, casi le parecía percibir que furiosas voces masculinas se la gritaban. Volvía a aparecer en el proverbio vigésimo cuarto: «Al malvado le sucederá lo que teme, pero al justo se le dará lo que desea».
Escuchando cómo aquel indigente murmuraba, se imaginó al rabino de Crown Heights balanceándose mientras leía el proverbio vigésimo quinto y sus barbudos discípulos lo coreaban: «Pasa la tormenta, y ya no existe el malvado; pero eternos son los cimientos de los justos».
La palabra se resistía a desaparecer.
El proverbio vigésimo octavo la repetía: «Alegre es la esperanza de los justos; pero las expectativas de los malvados se desvanecerán».
Y también el trigésimo: «El justo no vacilará jamás, pero los malvados no habitarán la tierra».
Se repetía incluso en el último de los proverbios: «Los labios del justo destilan benevolencia; la boca de los malvados, perversidad».
El mendigo tenía en esos momentos los ojos cerrados y recitaba de memoria, pero Will ya tenía suficiente. Se levantó y se inclinó sobre el oído de TC.
– Oye, debo marcharme.
Sabía que entre los dos podrían haber pasado horas discutiendo aquello, revisando cada proverbio en busca de significados ocultos como si fueran dos estudiosos del Talmud, pero a veces era necesario seguir el instinto. Así funcionaba el periodismo. Uno iba a una conferencia de prensa, le entregaban un voluminoso dossier y de algún modo tenía que leerlo en cinco minutos, decidir qué era importante, hacer las preguntas pertinentes y marcharse. La verdad era que un dossier así no se leía en menos de cuatro o cinco horas, pero a los periodistas les gustaba pensar que semejantes exigencias quedaban reservadas a los simples mortales.
Así, Will hizo caso de su instinto. Además, estaba cansado de tanto hablar, descifrar e interpretar. Deseaba ponerse en marcha, ir a alguna parte. Llevaba horas allí dentro, respirando el aire caliente y dulzón de la comida basura.
Había oído lo que deseaba oír. Sabía exactamente adonde debía dirigirse, y sabía que debía ir solo.
Sábado, 21.50 h, Manhattan
Había una larga hilera de ascensores, puede que diez, y ni una sola alma que quisiera subir. Seguramente todas las grandes oficinas se parecían a aquella durante los fines de semana; seguían funcionando, seguían teniendo sus guardias de seguridad en la entrada, pero no eran más que versiones reducidas de sí mismas en días laborables.
El vestíbulo de The New York Times estaba particularmente desierto. Cualquier lunes a las diez de la mañana habría estado abarrotado, mientras los directores de distribución se mezclaban con los diseñadores gráficos en los ascensores, la mitad de ellos llevando su taza de café. Pero en esos momentos el lugar estaba desierto y en silencio, y solo un esporádico «ping» avisaba de que un ascensor había subido algunos pisos y vuelto a bajar hasta la planta baja.
Will saludó con un gesto de cabeza al vigilante que estaba de guardia, que se limitó a devolverle la mirada. El hombre miraba un partido en un monitor que Will supuso que debería estar sintonizado con el circuito cerrado de cámaras de seguridad. Will se guardó su tarjeta y se dirigió hacia la sala de redacción.
Se alegraba de estar allí. Hacía poco que trabajaba para el periódico, pero ya se sentía a gusto en su mesa de trabajo. Además, no podía ni pensar en regresar a casa. El solo hecho de imaginarse cerrando la puerta y topándose con el silencio hacía que se estremeciera. Las fotos de las paredes, la ropa de Beth en los armarios, su perfume en el cuarto de baño… Le daba miedo solo pensar en ello.
Por otra parte, ¿no era eso lo que Yosef Yitzhok le había dicho que hiciera antes de que empezara a comunicarse mediante mensajes de texto? «Fíjese en su trabajo.» Y mediante Proverbios 10 había sido aún más concreto.
Will aceleró el paso cuando entró en la sala de redacción evitando deliberadamente cruzar la mirada con cualquiera que lo estuviera observando. A esas horas de la noche, principalmente era personal del departamento de producción, ninguno de los cuales era amigo suyo. Will desconectó su visión periférica y se concentró en alcanzar su mesa.
Al acercarse y distinguir algo por encima de la mampara divisoria, su corazón se desbocó: le habían dejado una caja en su asiento. ¿Podía ser eso lo que Yosef le había dicho? ¿Había pretendido ser literal?: «Vaya a su oficina. Le espera allí». ¿Sería esa la caja que contenía todas las respuestas?
Will sabía que aquello no eran más que fantasías, pero no pudo evitarlo. Corrió los últimos dos metros, cogió la caja y la sopesó mientras la abría sin contemplaciones. Era mucho más ligera de lo que su tamaño hacía prever y también más difícil de abrir. Al final, las dos tapas superiores se abrieron. Will metió la mano y notó algo blando y carnoso, como una fruta. ¿Qué demonios era aquello? Hundió la mano aún más. Estaba húmedo. Deslizó los dedos por una especie de abertura y tiró hacia fuera el objeto entero.
Era una calabaza de Halloween vacía. Acaba de meterle los dedos por los ojos.
Llevaba una tarjeta pegada.
La compañía Good Relations lo invita a una velada especial…
¡Aquello era cosa de algún imbécil de relaciones públicas! Las invitaciones promocionales para los espectáculos que tenían lugar en Nueva York se estaban volviendo cada vez más frecuentes y absurdas. Llegaba un paquete con gran gasto a través de FedEx y resultaba que contenía una pequeña llave cromada que al final no era más que la entrada para el acto de lanzamiento del último modelo de móvil de Ericsson. El puritano inglés que había en Will reprobaba ese tipo de derroches. Cogió la calabaza y la lanzó al otro lado de la sala. El fruto se estrelló y se abrió contra la mesa de Schwarz. «Ni se dará cuenta», pensó Will.
Echó una ojeada al resto del correo: circulares y comunicados de prensa. Algunos parecían recientes: una invitación para una fiesta en el consulado británico de Nueva York; el folleto de la convención de cierta congregación evangélica, la Iglesia de Jesús Renacido; una hoja informativa sobre el seguro sanitario del periódico. Sus papeles estaban tal como los había dejado el lunes, el último día que había estado en la oficina.
Читать дальше