Discutieron del asunto una y mil veces. Will acusó a sus desconocidos padres -de los cuales no llegó ni siquiera a ver una fotografía- de mantener la misma actitud racista que los antisemitas que se oponían a que sus hijos salieran con judíos. Ella hizo un recorrido por la larga y sangrienta historia de los judíos. Con sus amplios conocimientos, le explicó de qué modo a lo largo de los siglos y a lo ancho de los continentes los judíos habían sido atormentados y perseguidos mientras se aferraban desesperadamente a sus vidas y a la civilización que habían creado. La gente como sus padres creía que la cultura judía no podría sobrevivir si gradualmente se disolvía a través de los matrimonios interraciales o mediante la asimilación en la población en general, como si fuera una gota de tinta en un océano de agua limpia. «De acuerdo -le decía Will-. Eso es lo que tus padres creen, pero ¿y tú? ¿Qué crees tú?»
Pero las respuestas de TC no eran claras, al menos para Will. Las discusiones se volvieron demasiado constantes. Aunque en un comienzo lo prohibido de su romance había sido el aliciente que los había convertido en conspiradores en el Manhattan invernal, al llegar la primavera empezó a decaer. A Will no le gustaba la idea de que su destino estuviera determinado por una fuerza exterior -quinientos años de historia- de la que casi nada sabía y sobre la que no podía influir. Cuando conoció a Beth, tanto él como TC ya sabían que habían llegado al final del camino.
Todo acabó de mala manera. Will fue cobarde y empezó a salir con Beth antes de haber roto del todo con TC. Un día, ella encontró una foto digital de Beth en el ordenador de Will, lo cual ya resultó bastante malo, pero lo que la enfureció todavía más fue enterarse de que lo decisivo había sido lo que ellos dos llamaban «la cuestión judía». TC se indignó porque Will permitiera que aquello se convirtiera en un obstáculo, por rechazarla a causa de algo que ella no podía cambiar; sin embargo, él siempre tuvo la impresión de que aquella ira no iba dirigida únicamente a él, sino que también apuntaba a una herencia y a una cultura que ella había abandonado pero que, aun así, la había apartado del hombre al que amaba. Su última conversación fue un concurso para ver quién gritaba más alto. La última imagen que Will tenía de ella era la de un rostro lleno de lágrimas, y a veces todavía se preguntaba quién había salido victorioso: si los rígidos padres de TC o el mundo de arte y aventura que tan encantadora hacía a la chica de la que se había enamorado.
Y en estos momentos Tom le pedía ni más ni menos que la telefoneara. Esa misma noche, cuando casi eran las doce. Pero ¿qué iba a decirle? ¿Cómo iba a explicarle que la única razón de que llamara era porque necesitaba que lo ayudara a recuperar a la mujer que lo había apartado de su lado? ¿Cómo iba a hacer semejante llamada? ¿Y qué le impediría a ella colgarle el teléfono y jurar que nunca más volvería a dirigirle la palabra?
No obstante, estaba desesperado, Tom estaba en lo cierto. TC era lo más parecido al experto que tanto necesitaba. No le quedaba otro remedio. Tendría que dejar a un lado sus emociones, incluida su cobardía, y marcar el número. Y hacerlo ya.
Deambuló arriba y abajo por la habitación durante un rato, repasando mentalmente cuáles serían sus primeras palabras. Era como escribir para el periódico: una vez consiguió la primera línea, reunió el valor para lanzarse confiando en que su instinto se ocuparía de lo demás. Para aumentar sus posibilidades de éxito, o al menos para evitar un fracaso inmediato, recurrió a un truco: supuso que si él seguía teniendo memorizado el número de TC en su móvil, también había la posibilidad de que ella siguiera teniendo el suyo grabado. Imaginó que su nombre aparecería en la pantalla del móvil de TC, de manera que llamó desde el teléfono de Tom, de forma que aquel número le resultara totalmente desconocido. Era una llamada emboscada.
– Hola, TC, soy Will.
Al fondo se oía mucho ruido. ¿Estaría dando una fiesta?
– Hola.
– Will Monroe.
– Ya. No conozco a ningún otro Will. Ni de antes ni de después. ¿Qué pasa?
Tenía que reconocérselo: como respuesta inmediata, sin haber tenido apenas un segundo para meditarla, no estaba mal. Además era muy propia de ella: un leve indicio de menosprecio, la referencia a su pasado, su rápida formulación… Lo único que desentonaba era el «¿Qué pasa?». No era una frase de su estilo. Su levedad resultaba demasiado forzada. En esas palabras podía oírse el dolor de hablar con un hombre al que ella había amado y que la había rechazado.
– Necesito verte lo antes posible. Sabes que no te importunaría a menos que fuera muy importante. Y esto es muy importante. Creo que se trata de un asunto de vida o muerte. -Se había tragado las últimas palabras, pero sabía que TC las había oído.
– ¿Le pasa algo a tu madre? ¿Se encuentra bien?
– Se trata de Beth. Ya sé que… -No pudo completar la frase; no estaba seguro de qué debía decir a continuación-. Escucha, tengo que verte ahora mismo.
Ella no le hizo más preguntas y se limitó a darle su dirección; no la de su casa, sino la del trabajo, un complejo de estudios de artistas en Chelsea. Le dijo que estaba más cerca, pero Will sospechó que era por otra razón. Quizá estuviera con alguien, quizá se avergonzara de no tener pareja o puede que no deseara enfrentarse a la intimidad de recibirlo en su apartamento.
«Estudios de artistas.» Incluso aquella breve información decía mucho. Significaba que ella había cumplido su promesa: soñaba con convertirse en artista, habían hablado mucho de ello en aquellas interminables tardes en la cama. Sin embargo, ambos se habían preguntado si tendría el temple necesario para conseguirlo. En ese instante, Will se alegró de que lo hubiera logrado. Más que alegrarse, se sintió orgulloso.
Menos de una hora más tarde, salió de un ascensor de servicio, uno de esos antiguos, con una puerta metálica de acordeón. Supuso que no se trataba de una necesidad, sino que era el resultado de cierta afectación bohemia: un grupo de artistas trabajando en su fábrica reconvertida. Salió en la tercera planta, oscura y silenciosa. Distinguió un rincón en el que una escultora parecía haberse especializado en vientres femeninos.
Pasó ante lo que parecía el taller de un herrero, pero era en realidad el espacio de trabajo de un hombre que creaba instalaciones utilizando neón. Al fin vio un rótulo fotocopiado: TC. Ni nombre ni apellido: únicamente aquellas dos letras. «Bonita marca», pensó Will mientras llamaba discretamente a la puerta para anunciar su llegada. Instintivamente había decidido que la masculina e inglesa educación podría ser su mejor defensa ante la furia típicamente norteamericana de ella.
Solo tuvo un par de segundos para asimilar lo que lo rodeaba: paredes cubiertas de lienzos, tres cuadros en sus respectivos caballetes y otros más, envueltos en plástico de burbujas, que descansaban apoyados contra las paredes; una vieja mesa llena de cachivaches; otra que corría a lo largo de la pared y que estaba abarrotada de materiales diversos: botellas de aguarrás, tubos de pintura medio estrujados y pigmento, pegamento, cuchillos, rasquetas oxidadas, cordel y, extrañamente, un libro de cocina que parecía haber perdido todas sus páginas.
Al final de la estancia, en un gastado sofá de terciopelo rojo, estaba TC. Era más menuda de lo que Will la recordaba, pero ningún otro aspecto de ella había cambiado. Seguía siendo una mujer que llamaba la atención. Llevaba el cabello a la altura de los hombros, cuando en su momento había sido corto y punk. En su mayor parte era de color castaño natural, pero su marca azul característica seguía presente. Al observar su delgada figura, la vieja camiseta y los vaqueros desgarrados en las rodillas, vio la silueta por la que en otro tiempo había suspirado, y distinguió un destello metálico: el aro del ombligo seguía en su sitio.
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