»La segunda es que su mujer estará a salvo a menos que usted ponga en peligro su vida por culpa de su imprudencia. Le ruego que no lo haga, no solo por su propio bien, sino por el bien de todos nosotros, de todo el mundo. Por lo tanto, a pesar de lo mucho que la quiera y desee protegerla, le ruego que me crea cuando le digo que lo mejor que puede hacer como amante esposo es mantenerse lejos. Retírese y no se inmiscuya. Si interfiere no puedo garantizarle nada con respecto a ella, con respecto a usted o a ninguno de nosotros.
»Y la tercera es que no espero que lo entienda. Usted se ha metido en esto por accidente, aunque también es posible que no sea un accidente, sino unos pasos que únicamente nuestro Creador entiende, y esto es lo más difícil de todo: le estoy pidiendo que crea en cosas que no puede comprender, que confíe en mí solo porque yo se lo pido. Ignoro si es un hombre de fe o no, Will, pero así es como la fe funciona. Debemos creer en Dios a pesar de no tener ni idea de lo que Él tiene en mente para el universo. Debemos obedecer normas que parecen carecer de sentido, simplemente porque creemos. No todo el mundo es capaz, Will. Tener fe requiere ser fuerte, y eso es lo que necesito de usted: la fe para confiar en que yo y la gente que ve aquí estamos actuando en nombre de Dios.
– ¿Incluso si eso supone prácticamente ahogar a un hombre inocente como yo?
– Sí, aunque el precio sea muy elevado. En este caso estamos decididos a salvar vidas, Will; y esa es una causa que permite cualquier iniciativa. Pikuach nefesh. Ahora debo despedirme. Moshe Menachem le devolverá sus cosas. Buena suerte, Will. Manténgase a salvo; si Dios quiere, todo saldrá bien. Buen shabbos.
En ese momento, mientras imaginaba cómo el Rebbe se levantaba de su silla y se dirigía lentamente hacia la puerta, hubo una interrupción: alguien más acababa de entrar en la estancia. Y a juzgar por el ruido, sin pedir permiso. Parecía estar mostrando algo al Rebbe . Se oyó una conversación en voz baja. La nueva voz sonaba muy preocupada y no era más que un nervioso susurro. No tenían de qué inquietarse: lo único que Will podía oír era que no hablaban en inglés; sonaba parecido al alemán, con muchas «eh» y «sch». Yiddish.
La conversación concluyó. Parecía que el Rebbe se había marchado. El pelirrojo Moshe Menachem abandonó su posición de guardia al lado de Will y se colocó frente a él. En su mirada pudo leer arrepentimiento cuando le entregó la bolsa que Will había dejado en casa de Shimon Shmuel.
– Lo siento -murmuró-, ya sabe, por lo de antes.
Will cogió la bolsa y vio que habían metido la libreta de notas dentro. Su Blackberry seguía allí, intacta. Sacó la cartera por la curiosidad de ver qué documento o recibo lo había delatado. Tal como sabía, estaba llena de anónimos vales de taxi.
Abrió las ranuras destinadas a las tarjetas de crédito, un espacio que nunca utilizaba. En una encontró algunos sellos de correos, en otra la tarjeta de presentación de alguien a quien había entrevistado hacía mucho, y en la tercera, una foto de pasaporte… de Beth.
Una amarga sonrisa cruzó por su rostro. Había sido su mujer quien lo había delatado. Y ellos, naturalmente, la habían reconocido. Ella le había regalado la foto a las seis semanas de conocerse. Era verano, y habían pasado la tarde navegando en barco por Sag Harbor. Vieron un fotomatón y Beth no pudo resistirse.
Will dio la vuelta a la imagen, y allí estaba el mensaje que no dejaba lugar a dudas: «¡Te quiero, Will Monroe!».
Alzó la vista con los ojos húmedos. Ante él vio un nuevo rostro; supuso que se trataría del hombre que un momento antes había conversado brevemente con el Rebbe . Su cara era blanda y redonda, y tenía amplios mofletes delimitados por una barba negra como la tinta. Era rechoncho, con una cabeza redonda por encima de una redonda tripa. Will calculó que tendría unos veinte años.
– Venga, le enseñaré la salida.
Al levantarse, Will vio por fin la silla donde había estado sentado el Rebbe durante el interrogatorio. No era ningún trono, solo una silla. Al lado había una mesa auxiliar, como la que un conferenciante utilizaría para dejar sus notas o un vaso de agua. Lo que había en ella hizo que Will se sobresaltara.
Era un ejemplar de aquel día de The New York Times, doblado a propósito para resaltar su reportaje sobre la vida y muerte de Pat Baxter. De modo que eso era lo que aquel joven con el rostro redondo le había mostrado al Rebbe ; de eso habían discutido. Will imaginó lo que le habría dicho: «Este tío es de The New York Times. Hablará de este asunto. Deberíamos mantenerlo aquí, donde no pueda abrir la bocaza».
Salieron fuera. Will sostenía la camisa blanca que el hasidim le había dado, pero todavía no se la había puesto: no había querido desnudarse delante de sus interrogadores. Ya se había sentido bastante humillado con la inspección de sus partes y el remojón en el mikve.
Llegaron a la calle, frente a la sinagoga. Los hombres seguían entrando y saliendo. Will miró la hora: las diez de la noche. Tenía la sensación de que eran las tres de la madrugada.
– Solo puedo reiterar mis disculpas por lo sucedido ahí dentro -dijo el joven.
«Sí, claro -se dijo Will-. Resérvatelas para el juez cuando os denuncie por asalto, detención ilegal y todo el jodido código penal.»
– La verdad es que una explicación sería mejor que cualquier disculpa.
– Una explicación no puedo dársela, pero sí un consejo. -Miró a un lado y a otro, como si quisiera asegurarse de que no lo observaban ni escuchaban-. Me llamo Yosef Yitzhok. Trabajo para difundir la palabra del Rebbe en el mundo. Escuche, sé a qué se dedica usted y este es mi consejo -bajó la voz en tono de conspiración-: si quiere saber qué ocurre, piense en su trabajo.
– No lo entiendo.
– Lo entenderá, pero debe fijarse en su trabajo. Ahora váyase. -Yosef Yitzhok parecía nervioso-. Recuerde lo que le he dicho: fíjese en su trabajo.
Viernes, 23. 35 h, Brooklyn
Cuando el teléfono sonó, Tom se hallaba en casa y contestó a la primera llamada. Era Will, que estaba dando vueltas por las calles de Crown Heights en busca de una estación de metro. Tom le propuso que cogiera un taxi y fuera directamente a su apartamento.
En esos momentos se hallaba en el diván de Tom, a punto de desmayarse de agotamiento, pero todavía despierto gracias al estado febril en que se encontraba. Solo llevaba encima tres gruesas toallas. Tom había metido a su amigo bajo una ducha caliente en cuanto entró, para que no pillara una pulmonía. Sabía que no podían perder el tiempo por culpa de una enfermedad.
Will intentó contarle lo sucedido, pero su relato resultaba demasiado increíble para creerlo sin más ni más. Además, hablaba igual que alguien que acabara de despertar de un sueño e intentara recordarlo: nuevos fragmentos de información y nuevos datos iban apareciendo sin cesar. Los elementos de normalidad eran tan escasos que al final Tom desistió de encontrarles sentido. Tipos barbudos, un ahogamiento, un cartel que avisaba a las mujeres para que se cubrieran los brazos, un inquisidor invisible, un líder aclamado como el Mesías, una norma que prohibía durante veinticuatro horas que la gente llevara encima incluso las llaves… Tom se preguntó si Will había estado en Crown Heights o si habría pasado por el East Village para darse un chute de ácido y pillar uno de los viajes más surrealistas de la historia de los alucinógenos.
Pero aún le costó más resistir la tentación de decir «Ya te lo avisé», porque aquella era exactamente la situación que había temido: que Will se metiera de lleno en Crown Heights sin la preparación necesaria y, empujado por la angustia, se lanzara a los brazos de sus enemigos.
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