Sam Bourne - Los 36 hombres justos

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Nueva York. Will Monroe es un joven periodista novato educado en Inglaterra y felizmente casado que decide mudarse a Estados Unidos donde vive su padre, un prestigioso juez. Empieza a destacar en el New York Times cuando se publica su primer artículo sobre el extraño asesinato de un chulo de burdel. Una historia interesante: aparentemente tras la fachada de hombre oscuro se escondía un hombre que había hecho el bien y su cadáver tratado con respeto. Sin embargo este es el primero de una serie de asesinatos en distintos lugares del mundo con extrañas similitudes y Will se ha puesto sobre la pista. De pronto recibe un e-mail que le avisa del rapto de su mujer y lo chantajean para abandonar la investigación y no acudir a la policía. Will acude a su padre, que le da su apoyo moral, y a un amigo experto programador para que rastree el mail anónimo. Esta pista le lleva al corazón de barrio hasídico, judío ultraortodoxo de Brooklyn, donde descubre que su mujer ha sido retenida para su protección pues está ligada a una profecía antigua de la cábala sobre la existencia de 36 hombres justos en el mundo cuya muerte provocaría el fin del mundo. Le piden 4 días y luego se la devolverán. Will empieza a recibir ahora mensajes cifrados en su móvil que le animan a seguir investigando: claves bíblicas. Acude entonces a su amiga y ex novia judía, experta en textos bíblicos, para que le ayude a descifrar el enigma. Los asesinatos se siguen sucediendo en el resto del mundo, siempre hombres de bien escondidos tras una fachada distinta ante el mundo, y Will pista tras pista, enigma tras enigma, descubre que existe una gran conspiración de un grupo fundamentalista cristiano para provocar el fin del mundo. Poco a poco los hombres justos según la cábala judía están siendo asesinados, y Will se involucra en una carrera contrarreloj para evitar sus muertes y tal vez la de su propia esposa en peligro…y tal vez el fin del mundo.

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Will se preparó para lo peor. A medida que el silencio se prolongaba, acompañado únicamente por el sonido de las páginas que pasaban, sus palmas se fueron humedeciendo.

Su mente funcionaba a toda velocidad, intentaba recordar qué había en aquella libreta que pudiera delatarlo. Por suerte no era lo bastante organizado para haber escrito su nombre en la primera página ni en ninguna otra. Walton sí que lo hacía: una pulcra anotación en la tapa de todas sus libretas. Algunos reporteros incluso utilizaban aquellas estúpidas etiquetas. En ese aspecto, al menos, la negligencia de Will podía ser su salvación.

Pero ¿y los cientos de palabras que contenía, incluidas las abundantes notas que había tomado aquel día en Crown Heights? Tal vez no le perjudicaran, al menos podían confirmar su tapadera de Tom Mitchell. De todas maneras, ¿no había apuntado su sesión ante el ordenador de Tom? Seguramente en algún lugar estaría escrita la dirección de correo electrónico de los secuestradores.

Los segundos pasaban como un disco reproducido a velocidad demasiado lenta. Poco a poco, empezó a abrigar alguna esperanza. ¿Y si resultaba que su pésima taquigrafía, aquellos veloces garabatos, se convertía en su salvación? Había desarrollado -primero en Columbia y después en el Record- un sistema híbrido de tomar notas que a él le funcionaba, aunque siempre temía el día en que tuviera que presentarlas al editor o ante un juez. Se imaginaba en un juicio por difamación cuya sentencia dependiera de la exactitud del testimonio escrito de una conversación; tendrían que llamar a un ejército de grafólogos para verificar que su testimonio corroboraba lo escrito. La ventaja, al menos en esos momentos, era que sabía que sus notas resultaban totalmente indescifrables.

– Ha quebrantado nuestras normas, señor Mitchell. Y no me refiero a las reglas de la comunidad de Crown Heights. ¿Qué importancia tenemos nosotros en este amplio mundo? No. Me refiero a que ha infringido las normas de Ha Shem.

Una frase acudió entonces a la mente de Will: «No levantarás falso testimonio». Y, como si fuera el simple destinatario de la idea y no su fuente, supo que era uno de los diez mandamientos. Sabía que judíos y cristianos los aceptaban por igual, y eso debía de ser lo que el Rebbe tenía en mente. Aquello era el preámbulo de la acusación de mentir. ¡Estaba perdido!

– Creo que sabe que nos tomamos muy en serio estas normas. No hay que llevar nada en el Sabbat . Nada, ni carteras, ni llaves, ni libretas de notas.

– Sí.

– Nos tomamos esas normas muy en serio, Tom, y las aplicamos a nuestros invitados tanto como a nosotros mismos. Estoy seguro de que lo entiende y, sin embargo, aquí está usted, con su libreta de notas.

– Sí. Pero eso fue lo único que cogí. Dejé el resto de mis cosas, dejé mi bolsa. Will hablaba con una estantería. Su interrogador se hallaba detrás de él; y sus captores, a los lados-. Además, no soy judío. Ya sabe, no creía que esas reglas también se aplicaran a mí.

Dicho en voz alta, aquello sonaba mucho más quejoso de lo que Will pretendía. Parecía un colegial buscando una excusa por no haber hecho los deberes. «El perro se los comió.» No obstante, era la verdad. Estaba claro que debía mostrarse respetuoso con los demás mientras estuviera en su comunidad, pero aquello no tenía sentido. Esa gente no podía estar tan furiosa por una simple infracción del Sabbat , ¿no? Se sintió aliviado. Si esa era la acusación, significaba que el Rebbe no había encontrado en la libreta nada que lo comprometiera.

– ¿No es usted judío?

– No. Ya se lo dije a Sandy, a Shimon. No soy judío. Solo soy reportero.

– Vaya, eso me sorprende. Debo reconocer que no lo esperaba.

Will estaba estupefacto, pero también intrigado. El pelirrojo había desaparecido, y su único guardián era el israelí. Parecía joven. Hacía apenas unas semanas, la revista Times había publicado un reportaje sobre el ejército de Israel. Recurriendo a sus vagos recuerdos, Will sabía que un israelí solo necesitaba haber cumplido veinte años para pasar tres en las Fuerzas de Defensa de Israel. Dios sabía qué había podido aprender allí. Aquel sujeto podía parecer un muchacho, pero era probable que tuviera acero en las venas. ¿Por qué otra razón lo habría escogido el Rebbe para que le apretara las tuercas? También recordó haber leído en el mismo reportaje que muchos jóvenes ultraortodoxos de dieciocho años eran eximidos del servicio militar de modo que pudieran dedicar todo su tiempo al estudio de la Torá, pero no todos ellos: algo le decía que aquel individuo era uno de los jóvenes que había cambiado las oraciones por el fusil.

– ¿Sabe, señor Mitchell? ¿O debería llamarle Tom? No estoy seguro de que estemos haciendo ningún progreso. Algo falla en este encuentro.

Allí estaba de nuevo la inflexión sarcástica, como si hubiera cierto humor en todas las situaciones, incluso en aquella. Will no alcanzaba a hacerse una idea de su interrogador; su voz resultaba cálida, casi amistosa, sin embargo la estancia estaba impregnada de amenaza, y toda provenía de él, a espaldas de Will.

– Propongo que vayamos a otra parte.

Evidentemente había hecho alguna indicación, porque el israelí le colocó una capucha; no una de niño, de las que dejan pasar un poco de luz, sino una tupida que parecía aplastarle los párpados e impedirle respirar. Sintió que nuevamente lo levantaban de la silla y lo ponían de pie, solo que no era para registrarlo, sino para llevárselo.

Will decidió que no se dejaría llevar por el pánico; que no cedería a la impresión de estar asomándose a un oscuro y vacío abismo, precipitándose al abismo desde un acantilado. Se concentraría en el terreno bajo sus pies. Cada vez que levantara un pie intentaría recordar lo cerca que estaba el suelo. Quizá pudiera arrastrar los zapatos para mantener un contacto lo más permanente posible. Tal vez fuera ese el motivo por el que los prisioneros esposados arrastraban siempre los pies; no porque estuvieran deprimidos, sino porque necesitaban la tranquilidad de saber que seguían teniendo algo sólido, el suelo, bajo sus pies. Se dio cuenta de que pasaban por otro pasillo y de que se alejaban del griterío procedente de la sinagoga que, desde hacía un rato, se había reducido a un fuerte murmullo. Se reprochó no haberse fijado en el momento exacto en que eso ocurría, porque ese detalle podía ser importante para seguir los movimientos del Rebbe.

No obstante, lo que le resultaba realmente extraño era depender tanto del israelí que en ese momento lo sujetaba dolorosamente por el brazo. Will tenía que fiarse de él como guía; debía de tener el mismo aspecto que la mayoría de los ciegos, de Stevie Wonder o Ray Charles, con la cabeza bamboleándose al azar, haciendo movimiento poco lógicos. Will pensó que aquel hombre era su captor, pero también su cuidador.

Entonces sintió frío. Habían salido al exterior, pero solo unos pasos. Oyó el crujido de una puerta batiente, como la de un jardín, y, a continuación, sintió el cambio de temperatura. Era como si se hallaran en un espacio cerrado, pero no completamente. Se oía cierto eco.

– Me temo que a nadie le gusta esto, señor Mitchell, pero voy a tener que echarle un vistazo.

En los segundos que siguieron Will llegó a la conclusión de que aquello no era un siniestro incidente que no tardaría en resolverse, sino algo realmente aterrador. Hasta ese momento se había aferrado a la idea de que todo fuera una equivocación o incluso una cruel parodia de los interrogatorios que se veían en las películas. Había albergado la esperanza de que al fin todo se demostraría un terrible error, que no tardaría en conocer la identidad de su inquisidor, que haría algún progreso o que la situación llegaría a su fin. Sin embargo, se convenció de que aquellos extraños desconocidos que habían secuestrado a su esposa se disponían a torturarlo, y que probablemente lo harían de un modo tan sádico que le helaría la sangre en las venas. Peor que eso -la idea le revolvió las tripas-, lo que iban a hacerle a él, o algo peor, sin duda ya se lo habían hecho a Beth.

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