John Grisham - El profesional

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El profesional. RICK DO CKERY es un mediocre jugador de fútbol americano, quien en el ocaso de su carrera sigue marcado por ser el culpable del peor fiasco en la historia de su equipo. Harto de las mofas de la prensa, cuando recibe la oferta de un equipo italiano no duda en poner rumbo a Parma; al principio le cuesta adaptarse, pero poco a poco le coge el gusto al estilo de vida italiana, y ser la estrella indiscutible de su equipo no está nada mal. Cuando topa con una inquieta estudiante estadounidense ya no tendrá motivo alguno para regresar a su país.

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Trey cogió el mando a distancia y bajó el sonido del televisor.

– Gracias.

– ¿Qué tal va esa pierna?

– Genial -contestó, frunciendo el ceño. Una enfermera pasaba a visitarlo tres veces al día para atender sus necesidades y llevarle calmantes. Había estado muy incómodo y se quejaba del dolor-. ¿Cómo nos ha ido?

– Un partido fácil, les ganamos por cincuenta puntos.

Rick se instaló en una silla e intentó olvidar la basura que lo rodeaba.

– Así que no me echáis de menos.

– El Lazio no era muy bueno.

La sonrisa fácil y la actitud despreocupada habían desaparecido y habían sido sustituidas por un humor avinagrado y una tonelada de autocompasión. Era lo que una fractura expuesta conseguía hacerle a un atleta joven. La carrera de Trey, la entendiera como la entendiera, se había acabado y debía comenzar una nueva etapa. Como muchos atletas jóvenes, Trey apenas había pensado en el mañana. Con veintiséis años, uno cree que jugará toda la vida.

– ¿La enfermera te cuida bien? -preguntó Rick.

– No está mal. El miércoles me cambiarán la escayola y me iré el jueves. Necesito volver a casa. Aquí voy a volverme loco.

Contemplaron la pantalla muda de la televisión largo rato. Rick había ido a visitar a Trey a diario desde que este había salido del hospital y el diminuto apartamento parecía cada vez más pequeño. Tal vez fueran los montones de basura o la ropa sucia tirada por todas partes o las ventanas cerradas a cal y canto y las cortinas corridas. Tal vez fuera que Trey se dejaba arrastrar cada vez más por el pesimismo. Rick se alegró de oír que pronto volvería a casa.

– No me lesioné ni una sola vez cuando jugaba en la defensa -dijo Trey, mirando fijamente el televisor-. Soy un corredor defensivo, no me he lesionado nunca. Pero me ponen en el equipo atacante y aquí me tienes.

Le dio unos golpecitos a la escayola para darle más efecto.

– ¿Estás echándome la culpa de tu lesión?

– Nunca me lesioné en la defensa.

– No digas gilipolleces. ¿Según tú solo los jugadores de la línea de ataque se lesionan?

– No sé los demás, yo solo hablo de mí.

Rick sintió deseos de responderle, pero respiró hondo, tragó saliva, miró la escayola y lo dejó correr.

– ¿Vamos esta noche al Pólipo a comer una pizza? -preguntó al cabo de unos minutos.

– No.

– ¿Quieres que te traiga una?

– No.

– ¿Un sándwich, un bistec, cualquier cosa?

– No.

Dicho lo cual, Trey alzó el mando a distancia, apretó un botón y un ama de casa feliz compró una vocal.

Rick se levantó de la silla y salió del apartamento sin decir nada.

Se sentó a contemplar el atardecer en una mesa de una terraza, con una jarra helada de cerveza italiana en la mano. Le dio una calada a un habano y observó a las mujeres pasar. Se sentía muy solo y se preguntó qué narices iba a hacer toda una semana para mantenerse ocupado.

Arnie volvió a llamar, esta vez detectó cierta animación en su voz.

– Rat ha vuelto -anunció triunfante-. Los Saskatchewan lo contrataron ayer de primer entrenador y lo primero que ha hecho ha sido llamarme. Te quiere, Rick, ahora mismo.

– ¿ Saskatchewan?

– Lo que has oído. Ochenta de los grandes.

– Creía que Rat lo había dejado hacía años.

– Lo había hecho, se fue a una granja de Kentucky, estuvo amontonando boñigas de caballo durante unos años y se cansó. Saskatchewan despidió a todo el mundo la semana pasada y han convencido a Rat para que se olvide de la jubilación.

Rat Mullins había sido contratado por más equipos profesionales que Rick. Veinte años atrás había ideado una estrambótica línea de ataque que no daba respiro: pasaba en todas las jugadas y enviaba miles de receptores a correr en todas direcciones. Se hizo famoso, durante un tiempo, pero al cabo de los años cayó en desgracia cuando sus equipos dejaron de ganar. Había sido el coordinador de ataque en Toronto cuando Rick jugaba allí, y habían intimado. Si Rat hubiera sido el primer entrenador, Rick habría jugado de titular en todos los partidos y habría lanzado cincuenta veces.

– Saskatchewan -musitó Rick, mientras pensaba en la ciudad de Regina y en los vastos campos de trigo de los alrededores-. ¿A cuánto queda Cleveland de allí?

– A un millón de kilómetros. Te compraré un atlas. Mira, se sacan cincuenta mil por partido, Rick. Es fútbol de verdad y ofrecen ochenta de los grandes. Ahora mismo.

– No sé -dijo Rick.

– No seas tonto, hijo. Te habré conseguido cien para cuando estés aquí.

– Vamos, Arnie, no puedo irme sin más.

– Claro que puedes.

– No.

– Sí. No hay nada que pensar. Es tu vuelta. No hay que esperar más.

– Tengo un contrato, Arnie.

– Escúchame, hijo, piensa en tu carrera. Tienes veintiocho años y una oportunidad así no volverá a presentarse. Rat te quiere en el pocket con ese brazo tuyo, disparando balas por todo Canadá. Es fantástico.

Rick apuró la cerveza y se limpió la boca. Arnie estaba animado.

– Haz las maletas, ve a la estación de tren, aparca el coche, deja las llaves en el asiento y di adiós. ¿Qué van a hacer? ¿Demandarte?

– No está bien.

– Piensa en ti, Rick.

– Es lo que estoy haciendo.

– Te llamaré de aquí a un par de horas.

Rick estaba viendo la televisión cuando Arnie volvió a llamar.

– Ofrecen noventa de los grandes, hijo, y necesitan una respuesta.

– ¿Ha dejado de nevar en Saskatchewan?

– Claro, está precioso. El primer partido es de aquí a seis semanas, contra los prodigiosos Roughriders, jugaron la Grey Cup el año pasado, ¿recuerdas? Es un gran equipo y están dispuestos a arrollar con todo, amigo. Rat se está dejando la piel para que vayas.

– Deja que lo consulte con la almohada.

– Te lo estás pensando demasiado, hijo. No es tan difícil.

– Deja que lo consulte con la almohada.

20

Sin embargo, le fue imposible dormir. Estuvo dando vueltas toda la noche, vio la televisión, intentó leer y sacudirse de encima el machacón sentimiento de culpabilidad que impregnaba la idea de irse. Sería muy fácil y podía hacerlo de tal modo que jamás se vería obligado a enfrentarse ni a Sam, ni a Franco, ni a Niño, ni a ningún otro. Podía huir de madrugada, sin mirar atrás. Al menos eso era lo que se decía.

A las ocho de la mañana, fue en coche hasta la estación, aparcó y entró. Esperó una hora a que llegara su tren.

Tres horas después aterrizaba en Florencia. Un taxi lo llevó al hotel Savoy, que daba a la piazza della Republica. Se registró, dejó la maleta en la habitación y buscó sitio en una mesa en una terraza de las muchas cafeterías que había alrededor de la bulliciosa plaza. Marcó el número de Gabriella y oyó una grabación en italiano, pero decidió no dejar ningún mensaje.

A mitad de la comida, volvió a llamarla. Parecía casi complacida de oír su voz, aunque tal vez algo sorprendida. Rick oyó algún que otro tartamudeo, pero la joven fue animándose considerablemente a medida que charlaban. Gabriella estaba trabajando, aunque no le explicó qué hacía. Rick le propuso quedar para ir a tomar algo en el Gilli, una cafetería muy famosa enfrente del hotel y, según la guía de viajes, un lugar ideal para ir a tomar una copa al final de la tarde. Gabriella acabó aceptando y quedaron a las cinco.

Rick deambuló por las calles aledañas a la plaza, confundiéndose con los transeúntes y admirando los edificios antiguos. Casi fue arrollado en la catedral por una turba de turistas japoneses. Oyó mucho inglés, sobre todo procedente de grupos de lo que parecían estudiantes universitarios estadounidenses, casi todos formados por mujeres. Visitó las tiendas del Ponte Vecchio, el histórico puente sobre el río Arno. Más inglés. Más universitarias.

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