Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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– Algo así. O igual es que saben que tienes más posibilidades que ellos de encontrar a tu equipo antes de que las cosas empeoren.

– Entonces, ¿por qué han venido a tirar mi puerta abajo?

– Tannino tiene que velar por sí mismo. Y también por el Servicio Judicial. Debe actuar con diligencia.

– Seguro que lamenta haberme conocido.

– No lo sé. Oso asegura que a Tannino le duele no haberte podido proteger más tras el tiroteo con Heidel y Mendez. Sabe que fue un asunto limpio y es consciente de que te tocó bailar con la más fea. Le pareció admirable que renunciaras a la placa y te largaras como los de la vieja guardia, según dice Oso. Gary Cooper hasta el final. Pero también cree que fue eso precisamente lo que acabó de desquiciarte, sobre todo después de lo de Ginny. En parte se siente responsable. Ya sabes que, en el fondo, es un blando.

En medio de todo lo que estaba ocurriendo, le conmovió que Tannino adoptara una actitud tan cabal. De todos modos, a juzgar por las ganas que le habían echado a la hora de entrar en su apartamento, no iba a servirle de gran cosa cuando las cartas estuvieran boca arriba.

– Necesito ayuda, Dray. A ver si puedes sacar algo de dinero de nuestra cuenta, dos de los grandes.

– Lo haré a primera hora. Coño, me paso la mañana yendo de un banco a otro, la verdad es que me viene de camino.

– Gracias.

– Soy tu mujer, bobo. Forma parte del trato.

Las sábanas olían a polvo y la almohada era tan blanda que su cabeza separó las plumas y acabó apoyada en el colchón, en un ángulo de lo más incómodo.

Se despertó con un dolor que se prolongaba desde el cuello hasta la caja torácica. El teléfono de la ducha gorgoteó y escupió agua templada. Un cadejo de cabellos sueltos taponaba el desagüe. La toalla era tan pequeña que tuvo que tensar los hombros para secarse la espalda.

Se tomó su tiempo para comprobar que la zona estuviera despejada antes de acercarse al Acura, que seguía aparcado donde lo dejó, a varias manzanas de su antiguo edificio. Se alejó a toda prisa de allí, entró en un aparcamiento aislado y rastreó el coche de arriba abajo con un emisor de radiofrecuencia que llevaba en el equipo de guerra en el maletero, por si habían instalado un transmisor. Para quedarse más tranquilo, desmontó el aparato por si los bichos raros de la UVE habían instalado un dispositivo dentro del propio emisor, un truco que él mismo podría haber puesto en práctica en sus mejores tiempos. Ni rastro.

No le sorprendió que el coche estuviera limpio -no había nada que lo vinculase con el Acura, su falsa identidad ahora ya pasada a mejor vida, ni el apartamento-, pero, a estas alturas del juego, la precaución era un aliado necesario.

Una vez en la autopista, tuvo buen cuidado de ceñirse al límite de velocidad permitido. Después de aparcar a cinco manzanas, se acercó a la casa para inspeccionarla desde todos los ángulos; igual que un perro su propio vómito.

En el sendero de entrada, Mac hurgaba bajo el capó del coche con un trapo grasiento colgado del bolsillo trasero. Palton y Guerrera estaban unos treinta metros calle adelante, junto al bordillo, su presencia más que evidente en un Thunderbird del ochenta y nueve que escoraba hacia la izquierda. No hacían nada en absoluto para evitar que se les viera porque, al igual que Tim, sabían que sólo un idiota se acercaría allí. Si vigilaban la casa era sencillamente porque, buena parte del tiempo, en tanto que agentes judiciales, eso era lo que hacían: cubrir las bases y hacer todo lo posible por mantenerse despiertos.

Aparte del detalle más que evidente a la salida, la casa parecía despejada. Tim se retiró y volvió a acercarse por el jardín trasero para colarse por la puerta de atrás. Olía a embutido rancio y café recién hecho. Las mantas y la almohada seguían en el sofá: Mac, el amigo preocupado con una motivación ulterior. Dos cajas de pizza en una nueva mesita de café de Ikea. Tim se quedó mirando a la impostora, probablemente la primera de muchas. El dormitorio principal estaba vacío. La caja de la mesita estaba en medio del cuarto de Ginny, descartada, lo que dejaba bien a las claras que en ese espacio ya no vivía nadie.

Encontró a Dray sentada a la mesa de la cocina, su silueta se recortaba contra las persianas echadas. Delante de sí tenía una carpeta de color amarillo canario y el radiocasete de Tim. Una cinta giraba letárgicamente en el aparato, cuyos altavoces emitían un susurro áspero como prueba de que la grabación había terminado. Dray estaba sentada en diagonal con respecto al tablero, como si se apartara de un calor intenso o se dispusiera a encajar un golpe. Se había cogido el vientre con un brazo; con el otro se sostenía éste firmemente. Se le había quedado la cara blanca, salvo por los labios trémulos, que eran de un rojo desvaído. Tenía más o menos el mismo aspecto que cuando Oso le dio la noticia de la muerte de Ginny, justo antes de caer de rodillas a la entrada.

Delante de los nudillos de la mano derecha, que no dejaba de temblarle, relucía la llave de latón de la caja de seguridad.

Tim se acercó con las piernas entumecidas, con los pies agarrotados.

Ella volvió la cabeza como un robot; lo miró, pero aún no era consciente de su presencia. Tendió la mano hacia el radiocasete y apretó «stop» y luego «rebobinar».

Tim retiró la llamativa cubierta de la carpeta. Las notas de las entrevistas del abogado defensor estaban en primer lugar. Las hojeó rápidamente: las mismas palabras punzantes.

«La víctima era del "tipo" del cliente.»«El cliente asegura que se pasó hora y media con el cuerpo después del fallecimiento.»Pasó a la decepcionante quinta página, pero en vez de lo que leyera la vez anterior, vio lo siguiente: «El cliente asegura que un hombre se puso en contacto con él en su casa. El hombre era fornido, rubio, con bigote, y llevaba una gorra de béisbol echada sobre los ojos. El cliente no sabe nada más del individuo misterioso.»«O amigo imaginario», decía una maliciosa anotación del letrado defensor.

«El cliente asegura que un hombre le enseñó fotografías de la víctima, así como mapas y horarios relativos al trayecto que ésta hacía del colegio a su casa. El cliente debía secuestrar a la víctima y llevarla a su garaje para un "espectáculo" sexual posterior. El cliente y el hombre misterioso acordaron fecha y hora de cara al encuentro para el "espectáculo". El hombre misterioso no volvió a aparecer.»Otra frase garabateada al margen. La historia no se sostiene, no hay pruebas que la corroboren; la sordera es una vía de actuación más sólida de cara a la vista preliminar.

La sensación espinosa de la ira fue abriéndose paso desde sus entrañas hasta llegarle a la garganta y luego emergió como una exhalación horrorizada, algo a medio camino entre el gruñido y el grito.

Rayner había manipulado las notas antes de dárselas a Ananberg para que las copiase, a sabiendas, tal vez, de que acabaría por filtrarlas a Tim. De un modo u otro, en ningún momento había previsto que Tim viera nada más que la versión expurgada en la que todo indicaba que Kindell actuó solo.

La lustrosa fotografía hecha a traición que había debajo de las notas lo dejó sin aliento. Una instantánea nocturna de Kindell en la que salía de la casucha sólo con una camiseta; tenía los muslos desnudos cubiertos de sangre.

La sangre de Ginny.

Tim se apartó violentamente de la mesa y se dobló con las manos apoyadas en las rodillas. Tuvo varias arcadas y se le tensaron los músculos, pero no vomitó nada. Se le desprendieron de la frente varias gotas de sudor que mancharon el suelo.

El radiocasete emitió un chasquido como indicación de que ya había acabado de rebobinar la cinta.

Dray tendió la mano y puso el aparato en marcha.

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