Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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Pasó un paño húmedo por la zona para delimitar los márgenes de las heridas; luego apretó los dientes y metió las puntas de unas tenacillas en el primer orificio. Penetraron más de dos centímetros antes de entrar en contacto con el metal. No le costó trabajo extraer la esquirla de cobre. En la segunda herida tuvo que hurgar un rato antes de dar con el fragmento. Al ser irregular, el trozo de proyectil tardó en salir y rasgó algún tejido por el camino. Tim se vio obligado a detenerse un par de veces y enjugarse la frente para que no le cayera el sudor a los ojos.

Acercó el morro de una botella de agua destilada a escasos centímetros del hombro y le propinó un buen apretón para que el chorro limpiara cualquier partícula que pudiese quedar en la herida.

Como era de esperar, la repetición del mismo proceso en la segunda laceración resultó más dolorosa aun.

Tras desinfectarlas con agua oxigenada, las heridas parecían dos boquitas rosas. Con la sensación de tenerlos tan bien puestos como Terminator, contempló su obra con satisfacción antes de vendarla.

Lo de la cara fue harina de otro costal. En torno al ojo derecho tenía una herida muy parecida a un parche de pirata ensangrentado. Tuvo que limpiar la suciedad y los trocitos de gravilla con un paño.

Después de ponerse una camiseta limpia, se sirvió de su nuevo teléfono móvil para comprobar si tenía llamadas en el buzón de voz del viejo Nokia. Dray le había dejado un mensaje en el que le decía que seguía tras las pistas, aunque sin suerte aún. Al oír la voz que anunciaba la hora de grabación del mensaje, recordó que Bowrick sólo tenía treinta y seis horas antes de que en el centro de rehabilitación lo sometieran a otra revisión o lo pusieran de patitas en la calle.

Tumbado en la cama boca arriba, exhaló profundamente y relajó los músculos.

El Cigüeña, sin duda ducho en tecnología de rastreo de teléfonos móviles, debía de haber orquestado la llamada desde Studio City. Con su ayuda, Robert y Mitchell habían hecho que Tim cayera en una hábil emboscada. No se había parado a pensar que los tres formaban un buen equipo, incluso sin él: mientras que los Masterson se encargaban de la fuerza bruta sobre el terreno y de la estrategia, el Cigüeña hacía las voces de titiritero tecnológico.

Hizo firme propósito de no volver a subestimarlos.

Ingirió cuatro Advil más y se sumió en un sueño reparador y profundo; sin pesadillas, sin imágenes de Ginny, sin recuerdos de Dray, sólo un pasillo blanco y aséptico en el que no había cabida para pensamiento alguno. Despertó de improviso poco después del crepúsculo, sudoroso y aún envuelto en una suerte de neblina soñolienta. La habitación estaba oscura; la callejuela, sorprendentemente tranquila. La punzante pregunta de qué lo había despertado de repente de un sueño tan profundo le ayudó a despejar la cabeza. Notaba un latido impaciente en el hombro, que ansiaba curarse.

Se incorporó en la cama, con las piernas colgando del colchón delante de sí. La ropa, arrugada por causa de los movimientos hechos en pleno sueño, le produjo una sensación de constreñimiento. Miró el reloj y vio que eran las 9.13 de la noche. Se levantó y se acercó a la ventana. Abajo, al cabo de la callejuela, aguardaba un coche entre las sombras, visible a través del vapor que salía de la tubería rota. Se abrió la puerta del acompañante, pero no se encendió la luz cenital.

Malas noticias.

Se volvió hacia la puerta al otro lado del apartamento en penumbra.

Oyó un levísimo revuelo en el pasillo. El repiqueteo de unas uñas de perro en el suelo.

«¿Cómo es posible?», pensó.

Fijó la mirada en la cuña que había colocado bajo la puerta y luego en la cerradura que había separado por completo de la jamba en derredor a modo de trampa. Con una lentitud atroz, echó la mano atrás y abrió la ventana.

Un impacto fulgurante hizo temblar todo el apartamento. La cerradura, impulsada por un ariete que no había llegado a asomar, salió disparada del marco, rebotó en el suelo y se estrelló contra la pared al lado de Tim. La puerta en sí, sujeta por la cuña, se combó pero no llegó a abrirse por las bisagras.

Entre el barullo de gritos, alcanzó a distinguir unas voces identificables: Oso y Maybeck, Denley y Miller. Saltó por la ventana hasta la salida de incendios justo cuando la puerta se hacía astillas y cedía a su espalda. La callejuela a sus pies se iluminó de pronto con las luces del coche que había visto poco antes y los faros de otro en el extremo sur. Cuando empezó a bajar a toda prisa por la escalerilla, los dos vehículos avanzaron con un fuerte chirrido para acercarse a la salida de incendios por ambos lados.

Le dio la impresión de que el martilleo de botas en el apartamento por encima de su cabeza hacía retemblar todo el edificio. Los agentes gritaban «Despejado» cuando llegó al tercer descansillo, y entonces identificó la voz de Oso, que profería una sonora sarta de maldiciones. Sin hacer el menor caso del dolor en el hombro, Tim se dejó caer por la escalerilla hasta el segundo rellano. Los faros de los dos coches en la callejuela se posaron en él y fueron siguiendo sus movimientos. Se llevó la mano a la cara para protegerse los ojos y se abalanzó hacia la ventana del cuarto de baño delante de sí con tal fuerza que hizo temblar todo el endeble descansillo. La ventana seguía sin rejilla, entreabierta unos centímetros.

La abrió de golpe y, sirviéndose del rellano del piso superior, entró de un salto para ir a caer sobre el retrete. Cuando salió como una exhalación por la puerta del baño, dos cuerpos se estremecieron en la cama con cara de pasmo y, a la luz de sendas lámparas de noche, dejaron caer el libro que cada uno tenía entre las manos. Antes de que pudieran reaccionar, ya había atravesado el salón y estaba en el pasillo exterior.

Por ambos extremos del pasillo se reflejaban en las ventanas destellos azules y rojos: refuerzos de la Policía de Los Ángeles. La puerta del 213 estaba sin cerrar, tal como la había dejado. Atravesó el apartamento a la carrera y accedió a la salida de incendios por la ventana del salón. En ese lado del edificio, la callejuela era demasiado estrecha para que entrase un coche, pero desde luego le esperaba un vehículo en la calle principal a unos treinta metros más abajo. Thomas y Freed habían hecho bien su trabajo.

Se deslizó por la escalerilla y quedó colgado del peldaño inferior con el hombro rabioso de dolor y los pies a escasos centímetros del suelo. Se dejó caer y en cuanto tocó tierra salió a la carrera. Callejuela abajo se abrieron y cerraron dos puertas de coche, y, por un breve instante, vio a Thomas y Freed correr directamente a su encuentro. Thomas, que iba a la cabeza, se detuvo y levantó el fusil. Freed se puso a su altura más o menos en el momento en que Tim se paraba en seco con las manos medio tendidas, contemplando el cañón desde unos treinta metros. A su izquierda, una tubería rota goteaba. Freed volvió la cabeza un poco, justo lo suficiente para cruzar la mirada con Thomas a modo de pregunta. En ese instante, Tim echó a correr otra vez hacia ellos. Thomas lanzó un grito, flexionó las piernas y apoyó el arma en el hombro, pero no disparó.

A escasos diez metros de la salida de incendios, Tim trepó por un montón de cajas y sorteó una verja con tal impulso que a punto estuvo de perder el control. Con los pasos de sus perseguidores a su espalda, volvió un par de esquinas y desembocó en la Tercera, a media manzana de su edificio, prácticamente derrapando para detenerse a tiempo. Paró un taxi y agachó la cabeza en el asiento de atrás. Una cantante de ópera se lamentaba por ambos altavoces, su voz trémula y punzante.

– Vamos. Por ahí.

– Aquí no puedo hacer un giro de ciento ochenta grados, colega -replicó tajante el taxista.

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