Juan afirmó con la cabeza:
– El ejército. Para las carreteras y los edificios derrumbados.
Tucker se detuvo al lado de los hombres y señaló a un punto del cemento levantado:
– Aquí -dijo-. Éste es el punto de fuerza.
Ellos le miraron sin comprender, así que Tucker tomó el cartucho rojo y lo colocó en el cemento. Emitió un sonido de explosión. Los hombres le miraron como si estuvieran ante un psicótico.
– Ya lo veréis -afirmó Tucker.
Juan explicó a los hombres en español lo que Tucker había dicho y ellos asintieron con la cabeza. Se apartaron e hicieron volar el cemento, que se cortó de forma perfecta a nivel del suelo y se derrumbó sobre el pavimento. Tucker sopló el humo de la pistola imaginaria que formó con una mano y los hombres rieron. Con gestos de cabeza mostraron su agradecimiento mientras los hombres reemprendían la marcha avenida arriba.
Había varios grupos de personas sentados en las aceras, riéndose y bebiendo de unas grandes botellas marrones con una etiqueta que ponía «Pilsener». Todos contemplaban a la escuadra a su paso, pero no parecían especialmente interesados o intimidados. Un camión pasó tambaleándose cerca de ellos, girando de forma experta para esquivar agujeros y grietas. A la derecha, el agua se colaba entre las rocas de lava para ir a lamer una baja pared de cemento que protegía la calle.
Cameron saludó con la cabeza a un grupo de adolescentes que se encontraban en la parte trasera de un camión diesel de color azul aparcado en una curva. Una niña pequeña estaba sentada en el asiento del conductor y jugaba con unas esposas que colgaban del espejo retrovisor a manera de adorno. Los adolescentes la saludaron con la mano y sonrieron y les preguntaban en español si eran estrellas de cine.
Al final, la avenida se bifurcaba en dos carreteras sucias. Juan continuó por la de la derecha y atravesaron un cementerio plagado de pequeñas elevaciones blancas. En él encontraron un cartel torcido que mostraba la imagen de una iguana marina sonriente vestida con equipo de submarinismo.
Tucker se detuvo debajo de un árbol de pequeños frutos verdes. Levantó la mano y arrancó una hoja, de cuyo pedúnculo fluyó un líquido blanco.
El polvo rojo de la carretera les cubría por completo las botas y las perneras de los pantalones hasta las rodillas. Los matorrales y los muyuyos flanqueaban la calle por ambos lados. Una enorme chumbera montaba guardia frente a una choza de paja mostrando sus espinosos nudos.
De repente, Tucker soltó un grito, soltó la hoja y se frotó la mano.
– ¿Qué? -preguntó Cameron-. ¿Qué sucede?
– No lo sé -dijo Tucker-. Algo me ha picado.
Levantó la mano para llevársela a la boca, pero Rex le agarró la muñeca.
– No lo hagas -le advirtió. Tucker intentaba soltarse, pero Rex lo sujetaba con fuerza-. Cálmate y déjame que lo mire.
Le dio la vuelta a la mano y examinó la zona roja de dermatitis. Se agachó y recogió la hoja que Tucker había tirado con cuidado de no tocar el líquido blanco del pedúnculo roto.
– Manzanillo -dijo-. Es venenoso.
Chasqueó los dedos en dirección a Derek y dijo a éste:
– Dame tu cantimplora.
Echó agua por encima de la mano de Tucker y frotó con suavidad la zona irritada.
– Se curará -le dijo. Volviéndose hacia los demás, añadió-: No os dediquéis a acariciar la vegetación. No estamos en un jardín.
La estación consistía en un gran grupo de edificios dispuestos en círculo al final de la carretera. Se aproximaron a uno de ellos, de aspecto sencillo y color crema. Delante de él había una señal clavada en una maceta que rezaba «Estación Científica Charles Darwin».
Rex entró en el edificio de Administración y llamó en español. Los soldados esperaron con impaciencia bajo el calor del sol. Tank dejó la caja de telemetría en el suelo y se sentó encima de ella, que crujió bajo su peso. Juan miraba hacia delante, a los arruinados edificios de Plantas e Invertebrados y de Protección, con una expresión de inquietud. Los edificios, de extraña forma y construidos con grandes piedras y cemento, tenían una cubierta que sobresalía de la fachada y que presentaba una pronunciada hendidura en el centro, como si fuera una rampa. Cables y alargos enredados salían de las ventanas rotas de ambos edificios y atravesaban un piso derruido.
Rex salió del edificio de Administración.
– Aquí no hay nadie -anunció.
Juan señaló el complejo que tenían delante de ellos.
– Voy a ver ahí y vosotros id a Bio Mar. Ahí es donde, creo, trabajaban los de Sismología.
Cameron y Rex se dirigieron a paso ligero hacia el edificio de Bio Mar y pasaron ante un pequeño muelle de postes blancos y azules. Unas iguanas marinas mordisqueaban algas debajo del agua. Amarrada en el muelle había una Zodiac de más de tres metros de longitud con un motor Evinrude de treinta y cinco caballos asegurado al travesaño de madera. Había una pegatina en mal estado de la Estación Darwin pegada en la goma de la lancha.
Dentro del edificio sólo había unas cuantas mesas tumbadas y unos cuantos ratones de ordenador rotos. Una rata que husmeaba entre los cables los miró con sus minúsculos y brillantes ojos amarillos. No huyó.
Descorazonados, volvieron atrás. Los demás se habían reunido en círculo en el exterior. Juan estaba apoyado en la ventana rota del edificio de Plantas y Invertebrados.
– Aquí no hay nadie -dijo Derek-. Por ninguna parte.
Juan señaló un pequeño ordenador portátil que estaba encima de una mesa improvisada. Unas iguanas marinas flotaban en la pantalla.
– Aquí hay alguien -dijo-. En algún lugar.
Escucharon un ruido que provenía del camino. Un chico en bicicleta se les aproximó. Ramoncito pedaleó hasta los soldados y luego derrapó levantando una nube de polvo.
– ¿Son estadounidenses?
– Sí -dijo Juan, señalando a los demás-. Ellos. Vamos a Sangre de Dios.
– Ah -exclamó Ramoncito con una sonrisa-. Mi isla. -Entonces continuó en inglés-: ¿Volvéis a ir en la lancha perforadora?
– ¿La lancha perforadora? -repitió, confuso, Rex-. No. -Señaló los edificios y preguntó-: ¿Hay alguien ahí?
Ramoncito señaló el camino por donde había llegado.
– Yo no iría a verlo ahora -dijo.
– ¿Por qué no? -preguntó Derek.
– Os veo… más tarde -dijo-. Amigos.
Sonrió y se alejó pedaleando.
– No tiene ningún sentido seguir arrastrando esta mierda a ningún lugar -se quejó Tucker-. Yo voy a esperar aquí con Tank.
Derek inclinó la cabeza sobre el hombro y habló hacia el transmisor.
– Szabla. Canal principal.
Esperó unos momentos a que ella notara la vibración de la unidad y la activara.
Al fin, la voz de Szabla se oyó en su hombro:
– Szabla. Público.
A Rex y a Juan se los veía sorprendidos y Cameron se dio cuenta de que aún no habían utilizado los transmisores en su presencia.
– Szabla, Mitchell -dijo Derek-. ¿Todo tranquilo?
– Baccarat.
– Derek pareció no comprender.
– Es una marca de cristal -le explicó Rex con una sonrisa.
– Muy bien -dijo Derek-. Vamos a husmear un poco por aquí. Te llamo en unos instantes.
– Te espero ansiosamente -respondió Szabla antes de cortar.
Cameron, Derek, Savage y los dos científicos siguieron el camino hasta que llegaron al Edificio de Protección de Tortugas, que también estaba vacío. Atravesaron la puerta trasera en silencio y pasaron de largo la zona de las tortugas donde habían construido unas pequeñas jaulas de malla y madera sobre el suelo blando. Estaban todas vacías, pero los nombres de procedencia todavía se leían en las placas: «G.e. Hoodensis-Isla Española 2001; G.e. Porter-Isla Santa Cruz 2003.»
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