– ¿Qué es lo que te ha hecho volver? -le preguntó, y ella encogió uno de sus delgados hombros.
– Las otras prestarán declaración. ¿Qué clase de cobarde sería yo si no lo hiciera?
– Tú no eres cobarde -dijo él con denuedo.
Los labios de Susannah se curvaron con sarcasmo.
– Tú no tienes ni idea de lo que yo soy, Daniel.
Él frunció el entrecejo.
– ¿Qué narices se supone que quieres decir con eso?
Ella apartó la mirada.
– Tengo que marcharme -fue todo cuanto respondió al volverse para marcharse.
– ¡Susannah! ¡Espera! -Ella se dio la vuelta y él se obligó a formular la pregunta cuya respuesta necesitaba saber-. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no me llamaste? Habría venido a buscarte.
Los ojos de ella emitieron un centelleo.
– ¿Lo habrías hecho?
– Sabes que sí.
Ella alzó la barbilla, gesto que le recordó a Alex.
– De haberlo sabido, te habría llamado. Tú te marchaste, Daniel. Te escapaste. En el primer año de universidad no regresaste a casa, ni una vez. Ni siquiera por Navidad.
El recordó el primer año de universidad, el enorme alivio que sintió al alejarse de Dutton. Pero había dejado a Susannah en la boca del lobo.
– Fui un egoísta. Si lo hubiera sabido, habría vuelto. Lo siento muchísimo.
Sus últimas palabras fueron una súplica llena de impotencia, pero la expresión de Susannah no se suavizó. Sus ojos no expresaban desprecio, pero tampoco perdón.
Él creía que necesitaba reparar los daños, creía que necesitaba que se hiciera justicia y que las víctimas de Simon pudieran dar por concluido aquel episodio de sus vidas. Ahora sabía que solo quería que la única persona a quien podía haber salvado lo perdonara; pero ella no estaba dispuesta a hacerlo.
– Las cosas son como son -dijo ella en tono neutral-. No puedes cambiar el pasado.
A él se le formó un nudo en la garganta.
– ¿Puedo al menos cambiar el futuro?
Ella permaneció varios segundos sin decir nada. Luego se encogió de hombros.
– No lo sé, Daniel.
Él no estaba seguro de qué esperar. No estaba seguro de qué tenía derecho a pedirle. Ella le había ofrecido sinceridad, y eso ya era un comienzo.
– De acuerdo. Vamos.
– ¿Estás bien?
Alex miró a Luke mientras buscaba el medicamento para la migraña en el bolso. Durante unas horas había albergado la esperanza de encontrar a Bailey. Ahora esa esperanza se había desvanecido.
– No, para nada. Date la vuelta, Luke.
Él frunció sus cejas oscuras.
– ¿Por qué?
– Porque tengo que pincharme esto en el muslo y no quiero que veas mi ropa interior. Date la vuelta.
Él se sonrojó un poco y la obedeció, y Alex se bajó los pantalones lo suficiente para ponerse la inyección en el muslo. Cuando se hubo colocado bien la ropa, observó a Luke. Incluso de espaldas notaba que estaba escrutando el panorama, alerta y vigilante.
Mansfield seguía campando a sus anchas, y había matado a un hombre, tal vez a más. Un escalofrío le recorrió la espalda y el vello de su nuca se erizó. Era probable que se tratara solo de la visión de la casa, pensó. Lo más seguro era que Mansfield se encontrara a kilómetros de distancia. Aun así, tal como le había dicho a Daniel, no era estúpida. Miró las llaves de Daniel que sostenía en la mano y tuvo muy claro lo que debía hacer.
– ¿Puedo darme la vuelta? -preguntó Luke.
– No. -Alex abrió el maletero del coche, tomó su pistola y la deslizó con torpeza en su cinturilla. Luego cerró el maletero sin sentirse más segura-. Ahora sí.
Luke lo hizo y le dirigió una mirada penetrante.
– Mantén los ojos abiertos si piensas usarla. Siento lo de tu hermanastra -añadió en tono quedo-. Y Daniel también lo siente. De verdad.
– Ya lo sé -respondió ella, y supo que era cierto al recordar el dolor que había observado en su mirada. Él había cumplido con su deber, pero eso no cambiaba el hecho de que Bailey estuviera muerta. «Nadie sale ganando con esto.» Se ahorró tener que seguir hablando al ver que Daniel y Susannah salían de la casa. Le devolvió a Daniel sus llaves y él cerró la puerta.
– Vámonos -dijo él con expresión apagada, y Alex se preguntó de qué habrían hablado Daniel y Susannah. Y de qué no.
Viernes, 2 de febrero, 15.00 horas
Bailey, petrificada, aguardó a que Loomis la traicionara. Su corazón latía con ritmo salvaje. Tan cerca. Había estado tan cerca… Junto a ella, la chica se echó a llorar.
Entonces, para su sorpresa, Loomis se llevó el dedo a los labios.
– Sigue la hilera de árboles -susurró-. Llegarás a la carretera. -Señaló a la chica-. ¿Cuántas más hay?
Bailey cerró los ojos con fuerza. «No queda ninguna.»
– Ninguna. Las ha matado a todas, excepto a ella.
Loomis tragó saliva.
– Entonces marchaos. Iré a por mi coche y os recogeré en la carretera.
Bailey asía la mano de la chica con fuerza.
– Vamos -susurró-. Solo un poco más.
La chica seguía llorando en silencio, pero Bailey no podía permitirse sentir compasión. No podía permitirse sentir nada. Lo único que podía hacer era seguir en movimiento.
«Qué interesante», pensó Mack al observar que Loomis indicaba a Bailey y a la otra chica el camino de la libertad. El hombre estaba cumpliendo con su deber. Por primera vez en su vida, Frank Loomis estaba sirviendo y protegiendo al prójimo. Aguardó a que el hombre se alejara un poco más antes de interponerse en su camino. Empuñó la pistola con firmeza y Loomis se detuvo en seco.
El hombre lo miró a la cara, y al instante lo reconoció.
– Mack O'Brien. -Apretó la mandíbula-. Supongo que no hace falta decir que ya no estás en la cárcel.
– No -respondió Mack en tono alegre-. He cumplido un tercio.
– O sea que todo esto es obra tuya.
Su sonrisa irradiaba satisfacción.
– Todo esto. Dame las armas, sheriff. Ah, espera. Ya no eres el sheriff.
Loomis apretó los labios.
– Me están investigando; aún no me han juzgado.
– ¿Supone eso alguna diferencia en esta ciudad? Dame las armas -repitió con lentitud-. Si no, te dejo seco aquí mismo.
– Lo harás de todos modos.
– Es posible. O es posible que te pida que me ayudes.
Loomis entrecerró los ojos.
– ¿A qué?
– Quiero a Daniel Vartanian aquí. Quiero que lo vea todo con sus propios ojos y que los pille con las manos en la masa. Si le sirves esto en bandeja y le devuelves a Bailey, es posible que eso te salve en el juicio. Quiero decir, en la investigación.
– ¿Eso es todo lo que tengo que hacer? ¿Conseguir que Daniel venga?
– Eso es todo.
– ¿Y si me niego?
Él apuntó a Bailey y a la chica, que se abrían paso entre los árboles con los pies descalzos y ensangrentados.
– Daré la alarma, y Bailey y la chica morirán.
Loomis entrecerró los ojos.
– Eres un cabrón.
– Gracias.
Dutton, viernes, 2 de febrero, 15.10 horas.
– ¿Qué tal va tu dolor de cabeza? -preguntó Daniel.
– Lo he atajado a tiempo. Estoy bien -respondió Alex, sin apartar los ojos de la ventana desde la que veía serpentear Main Street. Sabía que debería pedirle disculpas. Lo había atacado y él solo cumplía con su deber. Pero estaba enfadada, joder. Y se sentía impotente, lo cual aún la hacía estar más enfadada. Como no se fiaba de su propia voz ni de sus propias palabras, decidió mantener la boca bien cerrada.
Tras unos cuantos minutos más de silencio, Daniel soltó un reniego.
– ¿Podrías al menos gritarme, por favor? Siento lo de Bailey. No sé qué más decir.
El muro que contenía la furia de Alex se vino abajo.
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