– Les contó lo del vídeo de la doctora Ciccotelli, ¿verdad? -preguntó Aidan, poniéndose de pie con los brazos en jarras.
Denise se detuvo con la mano en el tirador de la puerta, y a Tess le dio un vuelco el estómago.
– ¿Y si lo hice qué? Eso tampoco es ilegal.
– No, solo es despreciable -le espetó Aidan-. ¿Cómo ha podido hacerlo?
Denise se volvió con el rostro contrito y airado.
– Porque necesitaba el dinero. Porque lo que me paga y nada es lo mismo. Porque ella tiene un piso enorme y un Mercedes y yo tengo que andar por el mundo con un amasijo de chatarra de hace diez años. A ella Eleanor la sacó del arroyo. ¿Por qué no hace lo mismo conmigo? ¿Acaso me ha preguntado si quiero ejercer en la consulta?
– No recuerdo haber visto en su curriculum que fuera licenciada en medicina, señorita Masterson -dijo Aidan con frialdad-. De hecho, no he visto que tuviera ningún título universitario. ¿Cómo quiere hacer de psiquiatra?
Denise estaba temblando, tenía las mejillas enrojecidas.
– Sí que tengo un título. Si me hubieran dado una oportunidad, podría haber hecho algo interesante. Llevo años esperando a que el viejo y ella se decidan a hacer algo decente, pero me tratan como si fuera una simple secretaria.
– Es que es una simple secretaria, señorita Masterson -dijo Murphy en tono suave.
Aidan se le acercó, su semblante denotaba desdén.
– Si fuera mi empleada, la echaría de una patada en el culo, pero me conformo con que mañana no aparezca por el trabajo. ¿Tú también, Murphy?
Murphy hizo un mohín relajado.
– Por mí, bien. La acompaño afuera.
Cuando hubieron salido, Aidan acudió detrás de la sala, donde Tess aguardaba sacudiendo la cabeza sin dar crédito.
– Harrison y yo le pagábamos un veinte por ciento más de lo que una recepcionista con experiencia suele cobrar en la ciudad, y además le completábamos el sueldo con un subsidio de enfermedad. Incluso le ofrecí facilidades para que pudiera volver a estudiar.
– ¿Qué quiere decir que Eleanor te sacó del arroyo? -quiso saber Spinnelli.
Tess exhaló un suspiro.
– Conocí a Eleanor cuando estaba en la universidad. Amy y yo hacíamos trabajos eventuales para costearnos los estudios y mi agencia me envió a la consulta de Eleanor y Harrison. Les gusté y me ofrecieron trabajo fijo. No podía cubrir toda la jornada porque aún estaba estudiando pero iba a horas sueltas. Me dedicaba a archivar historiales a última hora del día y durante los fines de semana.
– Eso no parece gran cosa -dijo Aidan con mala cara.
Tess suspiró.
– Y… Eleanor me costeó los estudios de medicina.
Aidan pestañeó.
– Uau.
– En realidad era un préstamo. Yo trabajaba en la consulta para devolvérselo, y así no tenía que pagar intereses al banco. Para pagar la matrícula no me hacía falta trabajar muchas horas, así que eso me permitió centrarme en los estudios y al final terminé la carrera. Cuando murió había pagado el ochenta por ciento de la deuda; en el testamento me perdonaba el resto.
– ¿Por qué hizo Eleanor una cosa así por ti? -preguntó Spinnelli.
– Eleanor utilizaba un andador y yo la ayudaba a desplazarse. También le hacía recados. No lo hacía por el dinero; era una persona muy agradable y me caía bien. Además, aprendí tanto de ella… -Se le puso un nudo en la garganta-. Y de Harrison. Cuando terminé la carrera me hicieron un contrato de prácticas. Al morir Eleanor creí que Harrison iba a contratar a otra persona, pero él me dijo que me había tomado cariño y me pidió que me quedara. -Levantó la barbilla-. Pero ellos no me regalaron nada; solo me ayudaron a ganármelo.
Aidan frunció el entrecejo.
– ¿Cómo es que Denise conoce esa historia? ¿Lo sabe todo el mundo o qué?
– No tengo ni idea. Yo se lo conté a mis amigos de entonces, y luego a Phillip. ¿Por qué?
– Porque ha sembrado el odio en tu recepcionista.
– Sigo sin creer que Denise sea capaz de planear todos esos suicidios. Francamente, no es ninguna lumbrera.
– Pero conoce al hombre de la fotografía -observó Spinnelli-. El que instaló las cámaras en el piso de Seward. Es posible que también fuera él quien instaló las de tu casa.
Tess lo pensó detenidamente.
– Tienes razón. Debió de ser ella quien lo dejó entrar, aunque igual no sabía lo que pensaba hacer. No me atrevo a pensar que sí que lo supiera. -Tess se frotó las sienes y miró a Aidan-. Crees que Phillip ha tenido algo que ver, ¿verdad?
Aidan la miró sin pestañear.
– ¿Tú no?
– Supongo que sí. De todos modos, tampoco a él lo creo capaz de una cosa así. Aunque no me imaginaba que Denise pudiera tener tan mala leche. No es que me cayera bien, pero no desconfiaba de ella.
Sonó el móvil de Aidan.
– ¿Murphy?… ¿De verdad? Muy bien. Llámame cuando salga. -Cerró el teléfono-. Murphy la está siguiendo. Está haciendo una llamada desde una cabina. Pediré que rastreen el número.
Tess examinó la fotografía que Aidan le había mostrado a Denise.
– A este hombre lo he visto en alguna parte pero no recuerdo dónde. ¿Puedes darme una copia? A lo mejor me refresca la memoria.
Aidan la acompañó hasta la puerta.
– Sí. Escucha, tengo que pasar por un sitio antes de ir a casa. Si me retraso, espérame; no salgas sola. ¿Cómo vas a ir hasta allí?
– Vito me está esperando abajo. Aidan, tengo que avisar a todas las personas que me conocen.
– Puedes pedirles a tus amigos que se anden con más cuidado, pero no les digas nada de la nota.
– «Dime con quién andas y te diré quién eres» -recitó Tess con amargura-. No se lo diré.
Jueves, 16 de marzo, 19.15 horas.
Aidan la rodeó con el brazo al verla vacilar frente a la puerta del tanatorio.
– ¿Lista?
Tess asintió con un gesto rápido y rotundo.
– Creo que sí.
Pero estaba temblando.
– Acabemos cuanto antes. Luego nos iremos a casa y dejaré que tu padre me dé una somanta.
Ella se echó a reír, que era lo que él pretendía.
– Espero que no lo haga.
Un hombre de negro les señaló una sala llena de varones trajeados y mujeres con elegantes vestidos. «La flor y nata de la alta sociedad de Chicago», pensó Aidan al reconocer entre los asistentes a varios de los invitados a las celebraciones de gala que el padrastro de Shelley solía ofrecer.
Cuando entraron la sala quedó sumida en el silencio, las conversaciones se fueron interrumpiendo hasta que solo se oía la música clásica procedente de los altavoces. Una mujer de aspecto frágil se apostaba a un lado del ataúd de caoba, acompañada de los hijos de Harrison.
– ¿Quieres que vaya contigo? -preguntó Aidan.
– No, quédate aquí. Tengo que decirle una cosa pero no tardaré.
Abrazó a Flo y le susurró unas palabras al oído. Ella guardó silencio y las lágrimas empezaron a rodarle por las mejillas a la vez que su trémula boca esbozaba una sonrisa. Tess, también con los ojos llorosos, regresó al lugar donde Aidan la esperaba.
– ¿Qué le has dicho? -preguntó Aidan, y deslizó la mano por debajo de su pelo.
– Le he comunicado que lo último que dijo Harrison es que la amaba. Ella ya lo sabía, pero necesitaba oírlo.
– Entonces me alegro. -Mirando por encima de la cabeza de Tess escrutó la sala-. ¿Conoces a alguien?
Ella miró alrededor.
– A muchas personas, pero a nadie que me odie.
– Quedémonos un poco más -le susurró él al oído-. Quiero ver quién aparece. Yo me quedaré aquí a observar. Tú ve con la gente.
El primero que apareció fue Murphy. Con su traje arrugado parecía Colombo en un club social.
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