Vito cerró los ojos.
– Santo Dios.
– ¿Lo sabe Tess? -preguntó Aidan, y Gina negó con la cabeza.
– La voluntad del padre de Amy era que nadie lo supiera, así que lo mantuvimos en secreto.
El teléfono de la sala de reuniones sonó y Murphy lo descolgó enseguida.
– Gracias -dijo, y colgó-. Patrick dice que nos esperará en casa de Miller con la orden de registro. Vamos.
Viernes, 17 de marzo, 18.45 horas.
A veces la mejor manera de esconderse es actuar a plena luz. Unos enérgicos golpes en la puerta hicieron que un hombre saliera a abrir. Era el novio. ¿Cómo se llamaba…? Keith. Tenía que recordar los detalles. Pero no era al novio a quien deseaba ver, sino a Joanna Carmichael.
– ¿Qué se le ofrece? -preguntó con voz grave y cansina.
– He venido a ver a la señorita Carmichael por lo del artículo de investigación que está escribiendo.
Keith tensó la mandíbula.
– Ah -dijo en tono inexpresivo-. Es eso. Pues ahora no está, tendrá que volver más tarde. -Se disponía a cerrar la puerta cuando abrió los ojos como platos al ver la pistola; llevaba silenciador.
– ¿Dónde está la hospitalidad de la gente del sur de la que tanto he oído hablar? Invítame a entrar.
Él se apoyó sospechosamente en un ángulo del escritorio situado justo detrás de la puerta, con las manos en la espalda. Sus movimientos fueron rápidos, pero no lo bastante. Sus rodillas golpearon el suelo antes de que pudiera empuñar la pistola que acababa de sacar del cajón. Una mancha roja se extendió rápidamente por la pechera de su almidonada camisa blanca. Daba igual. Desde el momento en que había abierto la puerta era hombre muerto. Al sacar la pistola lo único que había conseguido era adelantar los acontecimientos. Una tontería, realmente.
De todas formas, era probable que no hubiera tenido agallas para utilizarla. Cayó de bruces y la pistola le resbaló de la mano y fue a parar a la alfombra sin causar daños. Sería un bonito recuerdo. La distribución del piso era muy parecida a la del de Cynthia Adams, diez plantas por encima. Pronto Carmichael llegaría a casa. El armario era un buen lugar…
El disparo de la pistola de Keith retronó al mismo tiempo que el dolor, intenso y abrasador, se abría paso. Y después del dolor vino la estupefacción. «Me ha disparado. En el brazo.» Keith estaba apoyado sobre los codos y sostenía precariamente la pistola con las dos manos. Una lúgubre sonrisa se dibujaba en su rostro. El hijo de puta sí que tenía agallas, después de todo.
– Jódete -le espetó. Y a continuación se derrumbó y la pistola quedó atrapada bajo su cuerpo.
La estupefacción dio paso al miedo. «Corre.» Pasó un segundo antes de que los pies le obedecieran. La escalera estaba cerca. «Corre. Ya has bajado un piso. Dos. Respira.» La manga del abrigo de color tabaco tenía un claro agujero cuyo borde aparecía ya empapado de sangre.
Se despojó de él con cuidado y caminó por el rellano de la décima planta con la prenda en el brazo de tal modo que le tapaba la herida. El ascensor llegó enseguida y, sin más, bajó hasta el vestíbulo. Desde allí, salir a la calle como si no hubiera pasado nada no representaba ningún problema.
Viernes, 17 de marzo, 19.00 horas.
«No estaba allí.» Aidan estaba plantado en medio del salón de casa de Amy Miller observando cómo el equipo de Jack buscaba cualquier cosa que indicara que Tess había estado allí. Por desgracia, no encontraban nada. Nada. Y le entró verdadero miedo. La sensación era fría. Debilitante. Paralizante de tan intensa.
Tess y su padre no estaban allí. Ni Amy tampoco. La furia crecía en su interior y apretó los puños en silencio. Se esforzó por respirar hondo. Perder los nervios no le devolvería a Tess sana y salva. Para recuperarla lo que hacía falta era ponerse en la piel de Amy, adivinar cuál sería su próximo paso antes de que lo diera.
«No soy adivina», le había dicho Tess. De pronto Aidan deseó con todas sus fuerzas poder serlo. Tenía que serlo. Tenía que entrar en la mente de Amy.
«No quieras hacer de adivino. Haz de policía. Haz tu trabajo igual que cada día.» El dolor que le atenazaba el estómago aminoró lo bastante para permitirle concentrarse de nuevo. «Entra en la mente de Amy.» Aidan dio una vuelta por la sala y observó los pósteres de películas colgados en las paredes.
– Es coleccionista -murmuró, ligeramente sorprendido. Era una colección más bien ecléctica que abarcaba desde la década de 1930 hasta la de 1990. Algunas de las películas eran clásicos; otras, más complejas.
Todas tenían un punto en común. El corazón empezó a latirle con fuerza.
– ¡Murphy! Ven aquí.
Murphy salió de la cocina con dos jarras, una en cada mano.
– ¿Qué?
Levantó la cabeza y dio un silbido.
– Deben de ser valiosísimos.
– Sí, pero no por el dinero, sino por lo que significan. Mira. -Empezó por un extremo y fue señalando los pósteres-. Perdición , con Barbara Stanwyck.
– No la he visto -dijo Murphy.
– Una mujer utiliza a un hombre para matar a su marido y se fuga con él. Eva al desnudo.
A Murphy le brillaron los ojos.
– Anne Baxter hace el papel de otra lagarta manipuladora. Son películas en las que siempre ganan las mujeres.
Aidan se quedó mirando el póster que ocupaba el centro de una pared y la última pieza del rompecabezas se colocó en su sitio. El corazón le iba a toda pastilla.
– Escucha, Murphy. -Leyó los nombres de las actrices-. Stanwyck, Turner, Davis, Baxter.
Murphy abrió los ojos como platos.
– Son los nombres de las empresas de la pizarra. -Echó un vistazo a los pósteres-. Pero en el centro estaba Deering, y no lo veo por ninguna parte.
Aidan golpeó con la mano el póster del centro.
– Es de Canción de cuna para un cadáver. Olivia De Havilland vuelve loca a su «amiga», Bette Davis. El nombre del personaje que interpreta De Havilland es Miriam Deering. Todas las películas son sobre mujeres que manipulan a hombres o a otras mujeres. Está más claro que el agua. Seguro que se cree muy lista, porque Tess debe de haber visto estos pósteres un millón de veces.
– Y nunca ha sospechado lo más mínimo. Amy se burlaba de ella poniéndole la información en las narices y ella no sospechó nada. ¿Cuánto deben de valer estos pósteres, Aidan?
– Si son originales, unos doscientos mil dólares.
– Seguro que hiciste una asignatura sobre cine cuando te estabas sacando la carrera, ¿verdad?
– Sí -respondió Aidan en tono inexpresivo. La emoción de haber descubierto la clave se había disipado enseguida-. Ya me dirás de qué coño me sirve. ¿Qué tiene que ver todo esto con el lugar donde Miller está ahora?
Murphy le estrechó el hombro para darle ánimos.
– Trata de relajarte, Aidan. Piensa en lo que sabemos, no en lo que no sabemos. Piensa en lo siguiente: doscientos mil dólares es mucho dinero para gastárselo en decorar las paredes. He comprobado su declaración de renta del año pasado y solo ingresó sesenta. Eso cuadra con el alquiler de un piso como este, pero no con el precio de los pósteres.
Aidan arqueó las cejas.
– Antes has dicho que te sorprendía que no hubiera optado por la acusación. Pero si lo que quisiera fuera dar con personas sin escrúpulos que actuaran a órdenes…
– El hecho de ser abogada defensora le permite entrar en contacto con todos los depravados que necesita para que hagan lo que ella les pide. -Murphy dio un vistazo alrededor del salón-. ¿Sabes qué es lo que esperaba encontrar? Un gran sistema informático. Cuando Rick nos enseñó todas las cámaras, me imaginé una consola como la de James Bond, con diez monitores ocupando una pared entera. Pero aquí no hay ningún ordenador. Ni un triste monitor.
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