Craig Russell - Cuento de muerte

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El hallazgo del cadáver de una joven con una nota entre sus dedos que dice "He estado bajo tierra y ya es hora de que vuelva a casa", enfrenta al jefe de la brigada de homicidios de Hamburgo, Jan Fabel, con los designios de una mente oscura y enferma. Cuatro días después, dos cuerpos más aparecen en medio de un bosque, con unas notras entre sus manos que dicen "Hansel" y "Gretel", escritas con la misma letra roja, pequeña y obsesiva. Es evidente que los crímenes hacen referencia a los cuentos folclóricos recopilados doscientos años atrás por los hermanos Grimm. Pero los asesinatos de este cruel asesino en serie no son ningún cuento de hadas…
Finalista del premio Golden Dagger, el más prestigioso del mundo en la categoría de novela criminal

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Fabel se agarró el hombro. La tela de su cazadora Jaeger estaba arrancada y el relleno estaba destrozado por la parte que los dientes del rottweiler habían desgarrado. Sentía el hombro dolorido, pero la tela de su jersey de cuello alto estaba intacta y no había rastros de sangre. Miró con furia al perro, que reaccionó tirando de la cadena, levantándose y clavando sus garras impotentes en el aire.

– ¡Por aquí! -exclamó Fabel, llamando a los dos policías uniformados al tiempo que corría hacia la puerta abierta del taller. Werner estaba en el suelo. Había conseguido levantarse un poco, como si estuviera sentado a medias, y estaba usando un pañuelo ya bastante teñido de rojo en un infructuoso intento de frenar la sangre que manaba copiosamente del costado derecho de su cabeza. Fabel se agachó a su lado y apartó la mano de Werner y el pañuelo empapado de sangre de la herida. El corte era feo, profundo y grande, y la piel del cráneo, entre el ralo cabello de Werner, ya estaba muy hinchada. Fabel cogió su propio pañuelo limpio y lo usó para reemplazar el de Werner, volviendo a colocarle la mano en la herida. Luego le rodeó los hombros con un brazo para ayudarlo a sostenerse.

– ¿ Te encuentras bien?

Werner tenía los ojos vidriosos y desenfocados, pero consiguió hacer un leve gesto de asentimiento que no tranquilizó nada a Fabel. Los dos uniformados ya estaban en el interior del taller. Fabel señaló las estanterías con un movimiento de la cabeza.

– Tú. Fíjate si puedes encontrar un botiquín de primeros auxilios. -Miró al otro agente-. Tú. Pide una ambulancia por radio. -Fabel examinó la planta del taller. La llave inglesa estaba más o menos a un metro de Werner. Tenía una punta pesada y gruesa y tanto el cilindro de ajuste como las mordazas estaban bañados en la sangre de Werner. «Maldito bastardo», pensó Fabel. Olsen sí que era un tío listo. Había abierto tranquilamente la puerta delante de todos ellos, mientras fingía que estaba asegurando las instalaciones. Había calculado su actuación con mucha precisión, adivinando que su cooperación impaciente e irritada significaría que solamente un bulle, un simple poli, lo acompañaría mientras él «activaba la alarma». Luego había golpeado a Werner con la llave inglesa y se había escapado por la puerta trasera, donde seguramente ya tenía preparada la motocicleta roja. Fabel estaba seguro de que no la había visto entre las otras del taller.

Werner gimió y se movió como si tratara de ponerse en pie. Fabel lo sujetó.

– Quédate donde estás, Werner, hasta que llegue la ambulancia. -Miró al policía de uniforme, quien asintió.

– Está de camino, Herr Kriminalhauptkommissar.

– No me gustaría estar en los zapatos de Olsen cuando lo atrapes, chef -dijo Werner. A Fabel le alivió ver que sus ojos estaban menos empañados, pero a su mirada le faltaba mucho para estar alerta.

– Claro que sí -dijo Fabel-. Nadie golpea a un miembro de mi equipo.

– No me refiero a eso. -Werner sonrió débilmente e hizo un gesto señalando el abrigo desgarrado de Fabel-. ¿Esa no es una de tus chaquetas favoritas?

Había doblado la última esquina a demasiada velocidad. Anna llevaba la habitual chaqueta de cuero, pero sus piernas estaban protegidas sólo por la tela de sus téjanos, y la rodilla casi había rozado el asfalto en la última curva. Sabía que si Olsen entendía tanto de conducir motocicletas como de repararlas, lo que era probable, entonces ella debía acelerar su vehículo al máximo para mantenerlo a la vista. Anna no llevaba casco y ni siquiera tenía puestas las gafas de sol, de modo que tenía que entrecerrar los ojos para protegerlos del rugido del viento cuando aceleraba en las rectas. Se agachó detrás del carenado para estar menos expuesta y protegerse del viento lo más posible. La carretera corría paralela al muro de la refinería y no había tráfico, así que aceleró a toda máquina. Había salido a la Hohe-Schaar-Strasse, obligando a un Mercedes a clavar los frenos y virar abruptamente. Alcanzó a ver una mancha roja a lo lejos cuando Olsen cruzaba como un trueno el puente sobre el Reiherstieg, y se lanzó en su persecución. La BMW rugía debajo de sus piernas mientras ella calculaba la distancia hasta la curva siguiente. Tanto Anna como su hermano Julius tenían moto y muchas veces habían hecho excursiones de fin de semana juntos: a Francia, a Baviera e incluso, en una ocasión, hasta Inglaterra. Pero más tarde, cuando las profesiones de ambos se habían vuelto más exigentes, los viajes se habían hecho más cortos y más infrecuentes. Y cuando Julius se casó, ya no volvieron a reanudarse. Anna había conservado su moto hasta un año antes, cuando la había cambiado por un coche. El único recuerdo que le quedaba de aquellos tiempos era la chaqueta de cuero de talla demasiado grande que seguía llevando al trabajo casi todos los días.

Anna desaceleró la moto y presionó un poco los frenos para conseguir bajar la velocidad antes de la pronunciada curva a la izquierda que estaba al final de la línea recta. Se inclinó para tomar la curva, volvió a incorporarse y dejó que la fuerza gravitacional la arrastrara en el momento de acelerar. Había otra recta larga y pudo ver el borrón rojo de la motocicleta de Olsen más adelante. Puso el acelerador al máximo y la BMW volvió a incrementar la velocidad. Anna tenía la boca seca y sabía que tenía miedo. Esa idea la excitaba. No miró el velocímetro; tenía muy presente que estaba llevando a la moto casi a su límite de doscientos kilómetros por hora y no quería enterarse de cuánto le faltaba para alcanzarlo. Estaba acercándose a Olsen; era obvio que él no había mirado su espejo retrovisor y no quería correr riesgos. Seguramente esperaba que lo persiguieran en coche, y jamás podrían igualarlo en velocidad o maniobrabilidad. La distancia entre ambas motos se redujo. «No mires -pensó ella- no mires todavía, cabrón.» Ahí estaba. Un movimiento casi imperceptible de la cabeza cubierta con el casco rojo y la motocicleta de Olsen se aceleró de pronto. No podía alejarse de la BMW que Anna llevaba a toda máquina, pero podía mantener la brecha hasta que alguno de los dos cometiera un error. Era como jugar a ver quién era más gallito, pero viajando en la misma dirección.

Cuando apareció la siguiente curva, Olsen la cogió mejor y más rápido que Anna, aumentando un poco la distancia entre ambos. El paisaje industrial que los había rodeado se evaporó y de pronto se vieron en medio de unos pastizales de muy mal aspecto. Había muchas curvas en la carretera y Anna se dio cuenta de que estaba tomando muchas de ellas por el carril izquierdo, aunque, por suerte, no venía ningún vehículo en dirección opuesta.

Otra curva pronunciada, pero esta vez Olsen la juzgó mal, consiguió cogerla por muy poco y tuvo que disminuir la velocidad para volver al camino. Anna achicó la distancia a veinte metros. Su universo había implosionado, hasta que lo único que quedaba del mismo era la cinta de carretera delante y la motocicleta debajo de ella, a la que su cuerpo parecía indisolublemente unido. Era como si su sistema nervioso central estuviera conectado a los circuitos electrónicos de la BMW y cada pensamiento, cada impulso, se transmitiera automáticamente a la moto. Su foco estaba fijado en la motocicleta roja de Olsen y ella estaba totalmente concentrada, tratando de anticipar su movimiento siguiente.

Esa concentración máxima le impedía apartar una mano de la columna de dirección de la moto. No podía coger su arma; no podía indicar su posición por teléfono. De pronto se dio cuenta de que estaba desorientada; había estado tan concentrada en Olsen y en la carretera inmediatamente delante de ella que ya no sabía con exactitud dónde se encontraban. Tampoco conocía muy bien Wilhelmsburg, y debido a la emoción y el desafío de la persecución no había prestado ninguna atención a las señales del camino. La llanura que la rodeaba y la dirección que habían tomado indicaban que estaban en alguna parte de Moorwerder, el extraño apéndice rural de Wilhelmsburg que por alguna razón se había mantenido invisible para los promotores inmobiliarios.

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