Craig Russell - Cuento de muerte

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El hallazgo del cadáver de una joven con una nota entre sus dedos que dice "He estado bajo tierra y ya es hora de que vuelva a casa", enfrenta al jefe de la brigada de homicidios de Hamburgo, Jan Fabel, con los designios de una mente oscura y enferma. Cuatro días después, dos cuerpos más aparecen en medio de un bosque, con unas notras entre sus manos que dicen "Hansel" y "Gretel", escritas con la misma letra roja, pequeña y obsesiva. Es evidente que los crímenes hacen referencia a los cuentos folclóricos recopilados doscientos años atrás por los hermanos Grimm. Pero los asesinatos de este cruel asesino en serie no son ningún cuento de hadas…
Finalista del premio Golden Dagger, el más prestigioso del mundo en la categoría de novela criminal

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– ¿Tenía aquí algún enemigo en particular? -Fabel señaló la planta de producción con un gesto de la cabeza.

– ¿Que la odiara tanto como para matarla? -Biedermeyer se rio y negó con la cabeza-. A nadie le importaba tanto. No caía bien, pero nadie la odiaba.

– ¿Usted qué pensaba de ella? -preguntó Fabel.

La habitual sonrisa de Biedermeyer se tiñó de tristeza.

– Yo era su supervisor. Su trabajo dejaba bastante que desear y yo tenía que hablar con ella cada tanto. Pero sentía pena por esa chica.

– ¿ Por qué?

– Estaba perdida. Supongo que ésa sería una manera adecuada de describirlo. Detestaba trabajar aquí. Estar aquí. Creo que era ambiciosa, pero no tenía forma de cumplir con sus ambiciones.

– ¿Y había algún otro novio? -preguntó Werner. A su lado pasó un joven aprendiz empujando un carrito de dos metros de altura lleno de bandejas; cada una de ellas estaba cubierta con remolinos de masa sin hornear. Los tres hombres se apartaron para dejarlo pasar antes de que Biedermeyer pudiera contestar.

– Sí, creo que había uno. No sé nada de él, salvo que a veces venía a buscarla en su moto. Parecía un mal tipo. -Biedermeyer hizo una pausa-. ¿Es cierto que los encontraron juntos? Me refiero a Herr Schiller y a Fräulein Grünn…

Fabel sonrió.

– Gracias por su tiempo, Herr Biedermeyer.

Fabel esperó hasta llegar al aparcamiento para volverse hacia Werner y decir lo que los dos estaban pensando.

– Una motocicleta. Creo que será mejor insistir en que los forenses se den prisa y averigüen la clase y la marca de los neumáticos que encontramos en el Naturpark.

22

Martes, 23 de marzo. 18:30 h

Estación U-Bahn Hauptbahnhof-Nord, Hamburgo

Ingrid Wallenstein detestaba coger el U-Bahn en estos tiempos. El mundo había cambiado más de lo que ella podía entender y había muchas personas indeseables dando vueltas por allí. Gente joven. Gente peligrosa. Gente demente. Como el «S-Bahn Schubser», el maníaco que empujaba a sus víctimas a los trenes S-Bahn. La policía llevaba meses buscándolo. ¿Qué clase de persona haría algo así? ¿Y por qué las cosas habían cambiado tanto en los últimos cincuenta años? Dios sabía que Frau Wallenstein y su generación habían vivido experiencias suficientes como para llevarlos a la locura, pero no había sido de este modo. A lo único que estas generaciones de posguerra se enfrentaban era al hecho de que tenían todo lo que querían cuando lo querían. Por eso Frau Wallenstein no sentía mucho respeto por los jóvenes; no habían tenido que pasar por lo que su generación había sufrido y sin embargo, estaban insatisfechos. Se habían vuelto groseros, descuidados, irrespetuosos. Si hubiesen tenido que soportar lo que ella había soportado de niña y de joven… La guerra, y el terror y la destrucción que había traído. Después, más tarde, el hambre, la escasez; todos teniendo que trabajar para reconstruir, reparar, volver a dejar bien las cosas. Pero hoy en día ya no era así; hoy en día los jóvenes lo tiraban todo. Nada tenía valor alguno para ellos. No sentían aprecio por nada.

Desde la primera vez que había oído hablar del «S-Bahn Schubser», Frau Wallenstein siempre se aseguraba de estar sentada o, si estaba de pie, ubicarse con la espalda contra la pared del andén mientras esperaba el tren.

Ahora le dolía la rodilla y tuvo que apoyarse con fuerza en su bastón mientras escudriñaba el andén y examinaba a los otros pasajeros. Había unas pocas personas más en la estación del U-Bahn, un par de las cuales llevaban esos diminutos auriculares en las orejas, con cables colgando de ellos. Frau Wallenstein detestaba esas cosas. Si le tocaba sentarse junto a uno de ellos en el autobús o en el tren y estaban escuchando esa música horrible, era como tener una avispa cerca zumbando con furia. ¿Por qué lo hacían? ¿Qué tenía de terrible oír el mundo que te rodeaba y, Dios no lo permita, entablar una verdadera conversación con alguien?

Miró hacia el otro extremo del andén. Había una mujer más o menos joven sentada en uno de los bancos. Al menos llevaba un traje bastante decente. El dolor en las rodillas de Frau Wallenstein siempre se hacía más agudo si tenía que quedarse de pie durante un período más o menos prolongado, de modo que, maldiciendo en silencio sus artríticas articulaciones, se sentó junto a aquella mujer y dijo «Guten Tag». La joven le sonrió. Una sonrisa muy triste. Frau Wallenstein notó que tal vez no era tan limpia como había parecido al principio, y que tenía un rostro pálido con oscuras sombras debajo de los ojos. Comenzó a preguntarse si no habría sido un error sentarse a su lado.

– ¿Te encuentras bien, querida? -preguntó Frau Wallenstein-. No tienes buen aspecto.

– Estoy bien, gracias -dijo la mujer más joven-. He estado mal durante mucho tiempo, pero ahora todo se ha solucionado. Ahora voy a estar bien.

– Oh -replicó Frau Wallenstein, sin saber qué decir a continuación y un poco arrepentida de haber iniciado la conversación. La joven tenía un aspecto demasiado extraño. Tal vez tomara drogas. Frau Wallenstein miraba con avidez Adelheid und ihre Morder y Grossstadtrevier. En esos programas de televisión siempre se mostraba a personas que tomaban drogas y tenían un aspecto como el de esa joven. Pero también era posible que aquella pobre mujer sólo estuviera enferma.

– He ido a ver a mi niñita. -La sonrisa de la joven empezó a vacilar, como si estuviera haciendo un esfuerzo para mantenerse en los labios-. Hoy he ido a ver a mi niñita.

– Oh, qué encantador. ¿Qué edad tiene?

– Ya tiene dieciséis años. Sí, dieciséis. -La joven buscó en sus bolsillos y Frau Wallenstein notó que la blusa que llevaba debajo de la chaqueta estaba descolorida y raída, y que no parecía llevar ninguna clase de bolso. La mujer extrajo una fotografía arrugada y ajada. La levantó para que Frau Wallenstein la viera: en ella había una niña pequeña y poco interesante con el mismo pelo rubio y sin brillo de su madre-. Sí -dijo la mujer, empalideciendo-. Mi pequeña Martha. Mi bebita. Siempre tuvo mucha energía. Era muy picara. Yo la llamaba así cuando era pequeña: mi picarona…

Frau Wallenstein estaba definitivamente incómoda, pero también se sentía preocupada por la joven. Se la veía muy desamparada. Sintió alivio cuando oyó el rugido del U-Bahn que se acercaba. La joven se puso de pie y miró por el túnel en dirección del sonido del tren. De pronto parecía alerta. Frau Wallenstein también se puso de pie, pero más lentamente, apoyándose con dificultad en el bastón.

– ¿Y ahora dónde está tu hijita? -preguntó, más para llenar los últimos instantes de la conversación, hasta que llegara el tren, que para cualquier otra cosa. La joven se volvió hacia ella.

– Allí es a donde voy ahora… a estar con mi pequeña Martha. Voy a ser una buena madre… -La cara de la joven se animó; de pronto parecía feliz. El tren U-Bahn salió del túnel, aún a buena velocidad. La mujer joven le sonrió a Frau Wallenstein-: Adiós, ha sido muy agradable conversar con usted.

– Adiós, querida -respondió Frau Wallenstein, y estaba por decir algo más, pero la joven se acercó al borde del andén. Y no se detuvo. Frau Wallenstein contempló el espacio en el andén donde la joven debería haber estado, pero había desaparecido.

Se oyó un ruido sordo espantoso, y reverberante, cuando el tren golpeó contra su cuerpo. Luego los gritos de otras personas resonaron en la estación.

Frau Wallenstein se quedó inmóvil, sosteniéndose en el bastón para aliviar el dolor de la artritis en la rodilla y contempló el lugar en el que había estado una joven con quien ella había conversado apenas un minuto antes.

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