Craig Russell - El Beso De Glasgow

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Lennox, un detective que podría ser el hijo del mismísimo de Philip Marlowe, -cínico por fuera pero con un corazón de oro- vuelve a las calles de Glasgow para resolver un caso que no pinta nada bien para él.
Cuando el corredor de apuestas ilegales y criador galgos Calderilla MacFarlane aparece con la cabeza machacada en su estudio, más de uno empieza a levantar un dedo acusador. Sin embargo, Lennox tiene una coartada sólida como el oro: ha pasado la noche con la hija de MacFarlane. Esto, lejos de ayudar, inevitablemente provoca que Lennox se vea envuelto en la búsqueda del asesino de MacFarlane y que descubra los otros muchos negocios turbios que el corredor de apuestas tenía. Algunos de ellos con Willie Sneddon, uno de los Tres Reyes del lumpen criminal de Glasgow. Y con éste más vale no meterse si uno no quiere acabar tiñendo la alfombra de casa con un brillante tono 0 negativo…
«Lennox es una novela negra que transciende el género. Craig Russell utiliza a este personaje duro, divertido y esperanzado para proporcionarnos los ojos y los oídos que nos transportarán a otro lugar y época. ¡Esto es lo que yo llamo una novela!» Michael Connelly

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Yo sabía, desde luego, que Davey no podría informarme de nada significativo a lo largo de la tarde. Las bromas macabras que había sufrido Kirkcaldy suelen llevarse a cabo con el concurso de las sombras.

Mientras él se quedaba vigilando la casa con toda seriedad y diligencia, yo me fui a Pherson’s, en Byres Road, a afeitarme y cortarme el pelo. El viejo Pherson conocía su oficio y salí de allí con una sensación de hormigueo en la cara y una raya tan impecable que el trabajito de Moisés en el Mar Rojo resultaba chapucero en comparación. Luego tomé el tranvía de vuelta a la ciudad e hice algunas llamadas infructuosas desde la oficina para averiguar algo sobre Largo.

Quizá fue porque el nombre de Jock Ferguson había surgido en la conversación con Donald Taylor, mi poli a sueldo, pero lo cierto es que, casi obedeciendo a un impulso, volví a coger el teléfono y marqué el número de la jefatura de policía en Saint Andrew’s Square. Obviamente, el inspector Jock Ferguson no sabía nada de mi pequeño arreglo con uno de sus subordinados y pareció de veras sorprendido al oír mi voz; sorprendido y algo desconfiado. No sé por qué inspiro ese sentimiento en algunas personas, sobre todo si son policías. Admitió que estaba libre a la hora del almuerzo y quedamos en el Horsehead. Ferguson y yo apenas habíamos hablado durante el último año.

Era la una y media cuando llegué al Horsehead. La clientela del mediodía ya había llenado el local de humo y la atmósfera era tan densa que casi podía cortarse con un cuchillo. Si tuviera que describir el ambiente, diría que era más bien ecléctico. Había un buen número de oficinistas, reglamentariamente uniformados con traje a rayas, que se codeaban en la barra con obreros tocados con gorra y calzados con botas de goma. Nadie podrá acusar a los glasgowianos de no atender a los requerimientos de la moda: unos cuantos trabajadores se habían enrollado la caña de las botas desde la pantorrilla hasta la altura del tobillo, como una concesión a las cálidas temperaturas.

Enseguida distinguí en la barra a un hombre de treinta y tantos años. Me daba la espalda, pero reconocía su estatura y su complexión angulosa y el insulso traje gris que parecía llevar durante todo el año. Algunos policías necesitan un uniforme incluso cuando han sido trasladados al departamento de Investigación Criminal. Lo comprendo, en cierto modo: es la necesidad de quitarte el trabajo de encima cuando llegas a casa. Metiendo el hombro, me colé en la barra junto a Ferguson. El tipo de al lado me echó esa mirada de hostilidad indiferente, puramente superficial, que solo puede encontrarse en los bares de Glasgow. Le sonreí y me volví hacia Ferguson.

– Hola, Jock.

Él me miró de soslayo con sus insulsos ojos grises, que iban a juego con el traje. Jock Ferguson tenía cualquier cosa menos una cara expresiva: era casi imposible descifrar lo que pasaba por su cabeza. Había visto a bastantes hombres que habían salido de la guerra con el mismo aire ausente pintado en la cara. Y siempre había intuido que Jock Ferguson había pasado una guerra parecida a la mía.

– Mucho tiempo sin vernos -dijo sin sonreír. Y sin ofrecerme una copa. Eran los preliminares-. ¿Dónde te habías metido?

– Ya ves, no he podido levantar cabeza. Casos de divorcio, robos en empresas, ese tipo de asuntos.

– ¿Aún trabajas para el sector de mala fama de Glasgow?

– De vez en cuando, pero no tanto como antes. Las cosas ya no son lo que eran, Jock: los gánsteres han abrazado el libre mercado. No puedo competir con las tarifas de tus colegas.

El rostro de Ferguson se contrajo un instante, pero decidió dejarlo correr. En otra época se habría tomado a risa una pulla como aquella, porque sabía que me refería a otros policías, no a él. Pero eso era antes.

– Me enteré de que estuviste preguntando sobre mí, Lennox, después de lo del año pasado. Podrían acusarme de paranoico, pero eso parecería indicar que creías que yo tenía algo que ver con toda aquella mierda. ¿Es lo que crees?

Me encogí de hombros.

– Solo charlé con un par de colegas tuyos. ¿Me estás diciendo que no tuviste nada que ver?

Me sostuvo la mirada. Ninguno de los dos deseaba precisar demasiado, pero lo cierto es que él ni siquiera debería haber tenido noticia de los hechos ocurridos en un almacén del puerto que concluyeron con un servidor herido de bala en el costado y con una persona muy especial para mí tendida sin vida a mis pies, con la cara destrozada. Y esos hechos no se habrían producido si un policía no hubiese filtrado cierta información.

– Sucediera lo que sucediese, yo no tuve nada que ver. Eso es lo que digo, sí.

– De acuerdo. Si tú lo dices, Jock, te creo.

Era mentira. Los dos lo sabíamos, pero era una convención verbal que nos permitía seguir adelante. Por el momento.

– Bueno -añadí-, ¿y cómo van las cosas?

– Liadas. McNab me ha endosado ese muerto del tren, y no para de apretarme las tuercas. Está que echa fuego por culpa de ese nuevo patólogo sabelotodo. Ya conoces a McNab, un mierda liquidando a otro mierda no le interesa, a menos que todo sea bien claro y sencillo. Y acostumbra a serlo.

Sonreí, compasivo. La sola idea de trabajar para un McNab enfurecido daba miedo. Por un momento sentí el peso de su manaza en mi pecho.

– ¿Y cómo va la investigación? ¿Alguna pista?

Ferguson resopló.

– Ni en broma. No tenemos nada, salvo el cuerpo, que quedó de un modo que se puede trasladar en un par de cubos. Pero en fin, supongo que no me has pedido que nos veamos para interrogarme sobre mi nivel de satisfacción profesional. ¿Qué quieres, Lennox? Tú siempre quieres algo.

Antes de responder le hice una seña al camarero y pedí un par de whiskys. No conocía a aquel tipo, así que preferí no desconcertarlo pidiendo Canadian Club.

– ¿Sabes ese combate que está a punto de celebrarse?, ¿el de Bobby Kirkcaldy con el alemán?

– Claro. ¿Qué pasa?

– Bueno, Kirkcaldy ha sido objeto últimamente de ciertas atenciones poco gratas. Mierdas en su puerta, amenazas veladas, ese tipo de cosas.

– ¿Se ha puesto en contacto con nosotros?

– No. De hecho, a mí me ha contratado uno de sus promotores porque el mánager se enteró por casualidad. Kirkcaldy está haciendo todo lo posible para desviar la atención.

– ¿Uno de sus promotores, dices? -Ferguson alzó una ceja.

– La cuestión es que algo apesta en ese asunto. Hay un viejo que no se separa de Kirkcaldy, una especie de guardaespaldas-entrenador. Ya te digo: viejo, pero duro de cojones. Lleva por nombre Bert Soutar. Me preguntaba si no podrías…

Ferguson dio un suspiro.

– Veré qué puedo hacer. Pero quid pro quo, Lennox. Tal vez quiera algo de ti más adelante.

– Con mucho gusto.

Sonreí y pedí un par de empanadas. Nos las sirvieron en unos tristes platos blancos que tenían una telaraña de grietas grises bajo el vidriado. Parecían del mismo tipo de porcelana con el que se hacían los orinales. Las empanadas mismas chapoteaban en un charco de grasa. Yo había perdido peso desde que llegué a Glasgow. La presentación no pareció desanimar a Ferguson, que se lanzó al ataque y se fue secando la grasa de la barbilla con la servilleta de papel.

– ¿Solo era eso?

– Sí -dije, dando un sorbo de whisky-. Tengo entendido que el viejo Soutar era bastante diestro con la navaja, por lo de los Bridgeton Billy Boys y eso. Me resultaría muy útil cualquier cosa que pudieras averiguar.

– Puedo hacer algo mejor. -Buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó una libreta y un lápiz que no parecían los reglamentarios. Anotó algo, arrancó una página y me la entregó-. Esta es la dirección de Jimmy MacSherry. Ahora está muy viejo, pero era un cabronazo duro de verdad allá en los años veinte y treinta. Luchó contra los Cosacos de Sillitoe y mandó al hospital a un par de policías. Le cayeron diez años y una tanda de azotes por sus delitos. Era un Billy Boy y conoce a todo el que ha sido alguien en ese mundillo. Pero ándate con cuidado con él. Y te costará unos pavos.

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