Craig Russell - El Beso De Glasgow

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Lennox, un detective que podría ser el hijo del mismísimo de Philip Marlowe, -cínico por fuera pero con un corazón de oro- vuelve a las calles de Glasgow para resolver un caso que no pinta nada bien para él.
Cuando el corredor de apuestas ilegales y criador galgos Calderilla MacFarlane aparece con la cabeza machacada en su estudio, más de uno empieza a levantar un dedo acusador. Sin embargo, Lennox tiene una coartada sólida como el oro: ha pasado la noche con la hija de MacFarlane. Esto, lejos de ayudar, inevitablemente provoca que Lennox se vea envuelto en la búsqueda del asesino de MacFarlane y que descubra los otros muchos negocios turbios que el corredor de apuestas tenía. Algunos de ellos con Willie Sneddon, uno de los Tres Reyes del lumpen criminal de Glasgow. Y con éste más vale no meterse si uno no quiere acabar tiñendo la alfombra de casa con un brillante tono 0 negativo…
«Lennox es una novela negra que transciende el género. Craig Russell utiliza a este personaje duro, divertido y esperanzado para proporcionarnos los ojos y los oídos que nos transportarán a otro lugar y época. ¡Esto es lo que yo llamo una novela!» Michael Connelly

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Conocía al encargado del Caesar Club. Nada más verme, me puso en las manos una pinta de cerveza negra sin que yo se la pidiera (y sin que me apeteciera), y me guio por la zona entre bastidores.

– Aquí está el tipo del que te hablé, Lennox -dijo, cruzando un estrecho pasillo y abriendo la puerta de un armario del vestíbulo. Aún oía rugir al público ante la actuación del cómico y por primera vez me pareció comprender lo que significaba concretamente pedir la cabeza de alguien.

El interior del armario resultó ser el camerino más diminuto que había visto en mi vida; y puedo asegurar que en mi variopinta carrera he visto muchos camerinos. Aquel, sin embargo, no estaba ocupado por una corista, sino por un hombrecillo de unos cincuenta años, con grandes ojos marrones y ni un solo pelo en su cabeza de huevo. Había una bombilla desnuda colgada del techo y el pálido resplandor reflejado en su piel lechosa le daba aún más un aire de huevo Humpty Dumpty. Llevaba un esmoquin barato y una pajarita. Tenía en el regazo una reluciente trompeta y había dejado el estuche abierto sobre el estante que hacía las veces de tocador.

Sonrió al vernos entrar.

– Usted es el caballero que busca al joven Sammy, supongo.

– El mismo. ¿Sabe dónde está?

– No, no lo he visto en dos semanas. Pero eso es lo que quería contarle. Dos semanas atrás, delante del Pacific Club… ya sabe, el local del señor Cohen. Bueno, yo estaba tocando allí hace dos semanas, el viernes por la noche, ya había terminado mi número y me iba a tomar el autobús a casa. Estaba a media calle cuando oí un gran alboroto: Sammy tenía un altercado con dos hombres. Dos jovenzuelos, diría yo. Había empujones y demás, pero tampoco era una pelea, una reyerta con todas las de la ley. Nada de dos contra uno. Entonces salió del club otro tipo y pareció calmar enseguida las cosas.

– ¿Qué hora era?

– Serían las nueve. Yo actuaba temprano.

– ¿Reconoció a alguno de ellos?

– A los dos camorristas no. Reconocí a Sammy, claro, y el tipo que paró el jaleo me pareció que era Paul Costello. Ya sabe, el chico de Jimmy Costello. Siempre andan juntos por los clubs. Me refiero a Costello y Sammy.

– ¿Volvieron a entrar en el Pacific?

– No. Subieron todos a un coche y se fueron. Ya estaban junto al coche mientras discutían. No habría prestado mucha atención normalmente, pero había algo raro…

Asentí. Una refriega callejera en Glasgow no era nada fuera de lo común. Se veía todos los viernes y sábados por la noche.

– ¿Qué era lo raro?

– No sé. Era raro. No estaban borrachos ni nada parecido. Era más bien… -Arrugó la frente, aquella frente pálida de huevo, y entonces le vino la respuesta-. Era como si todos estuvieran agitados, más que con ganas de bronca. Sobre todo Sammy. Como si los otros dos hubiesen metido la pata.

– ¿Qué tipo de coche tenían?

– Uno grande. Blanco. Un Ford, creo.

– ¿Un Ford Zephyr Six?

– Puede. Sí, puede ser. ¿Sabe quiénes son?

– Me los he tropezado, me parece. ¿Hasta qué punto conoce a Sammy Pollock?

– ¿Sammy Pollock?

– Al hermano de Sheila Gainsborough -dije, y su expresión se iluminó. Empezaba a estar claro que Sammy le había sacado partido al nombre de su hermana por toda la ciudad.

– No muy bien. Lo veía por ahí. En los clubes, más que nada.

– ¿Le habló alguna vez de representarlo a usted o a otros músicos?

– ¿A qué se refiere con «representar»?

– ¿Le dijo alguna vez que quería convertirse en agente artístico, o montar una agencia con Paul Costello?

El hombrecillo de la cabeza pelada se echó a reír.

– ¿Qué saben ellos del negocio de la música? No, nunca me dijo nada, ni tampoco a nadie que yo conozca.

– Muy bien. -Pensé un instante-. Escuche, ¿tiene idea de dónde podría encontrar a alguien que sepa dónde localizarlo?

– Bueno, está esa chica con la que anda.

– ¿Claire?

– Ah, ¿ya la conoce?

– No, solo de oídas. Me gustaría mucho hablar con ella. ¿Sabe dónde puedo encontrarla?

– Sí, lo sé. Es cantante. Y nada mala. Se llama Claire Skinner. Canta algunas noches en el Pacific y creo que vive en Shettleston.

Saqué un par de pavos de la cartera y se los di al trompetista. Por el fragor que llegaba desde el local habría hecho mejor dándole la Webley de bolsillo que le había quitado a Skelly.

– Gracias. Me ha sido de gran ayuda. Y buena suerte ahí fuera -le dije mientras salía, preguntándome cuánto tiempo tardarían en romperle la cáscara al pobre cabeza de huevo.

Llamé a Jonny Cohen a su casa. Me dijo que sí conocía a la tal Claire que cantaba a veces en el Pacific, pero que no sabía que se apellidara Skinner. Tampoco la había relacionado nunca en ningún sentido con Sammy Pollock.

– ¿Estás seguro de que es esa la chica? -preguntó.

– Es lo que me ha dicho mi informador, pero ¿quién sabe? ¿Puede darme la dirección de la chica?

– No, pero quizá la tenga Larry, el encargado del Pacific. O al menos podrá decirte quién contacta con ella para contratarla. Pásate por el club mañana por la noche. Le diré que te la dé.

– Gracias, Jonny. Le debo una.

– Sí, Lennox, me debes una. Y otra cosa…

– ¿Sí?

– Espero que me oyeras bien cuando te dije que no permitieras que esta mierda te distrajera del asunto Kirkcaldy.

– Lo oí perfectamente, Jonny.

Davey Wallace se presentó en mi oficina a las diez y media, tal como le había pedido en el mensaje que le dejé a Big Bob. Iba con el mismo traje demasiado grande y demasiado gastado que lucía siempre en el Horsehead. Se había puesto una corbata roja a cuadros y una camisa blanca, y había rematado el conjunto con un sombrero gris de ala ancha que debía llevar unas dos décadas deformándose. Al menos, pensé, ahora ya sé qué pinta se supone que ha de tener un detective privado.

La sonrisa de Davey al entrar en la oficina era tan amplia y jubilosa que llegué a preguntarme si había hecho bien en reclutarlo. Era solo un chico; un buen chico, además. Pero, en fin, él lo había querido.

– Bueno, ¿tienes claro lo que vas a hacer? Y aún más importante, ¿lo que no vas a hacer?

– Lo he entendido, señor Lennox. No le fallaré.

Abrí el cajón y saqué una tosca bolsa de tela. Pesaba, estaba repleta de peniques. Volqué unos cuantos sobre el escritorio.

– Llévate esta bolsa. Aquí hay monedas de sobras para llamar a Australia. Si pasara algo, llama a los números que te he dado y me avisarán lo más pronto posible. -Sacudí la bolsa en la palma de la mano, sopesándola-. Y mantén las cintas bien tensas cuando no hayas de sacar dinero. Esta bolsa no se rompe y es una porra del demonio si te ves metido en un aprieto. ¿Comprendido?

– Comprendido, señor Lennox.

– Pero no quiero que corras ningún riesgo, Davey. Tú limítate a vigilar la casa de Kirkcaldy y avísame si pasa algo. Y acuérdate de anotar la hora y la descripción de cualquier persona que entre o salga.

Volví a abrir el cajón y le lancé una libreta negra nueva. Él la tomó y la examinó con los ojos muy abiertos, como si le hubiese entregado las Llaves del Reino.

Lo llevé a Blanefield y aparqué el Atlantic en la calle donde vivía Kirkcaldy, aunque a una distancia prudencial. No era fácil pasar desapercibido, pero el coche quedaba lo bastante lejos y aun así se disponía de una buena vista de la entrada de su casa. Le di a Davey un par de libras y un paquete de cigarrillos y le indiqué la farola donde debía apoyarse. Él se tomó su misión con tal seriedad que, cuando lo dejé, me sorprendí pensando que tal vez no pestañearía siquiera hasta que volviera.

Dejé el coche donde lo había aparcado y le di las llaves a Davey para que pudiera ponerse a cubierto si empezaba a llover. El tiempo volvía a ser el de siempre y el cielo lechoso se oscurecía periódicamente con aspecto amenazador. No quería que Davey contrajera por mi culpa una pulmonía o un pie de trinchera, dolencias perfectamente posibles en el clima de Escocia occidental. Antes de dejarlo allí de guardia me pasé un momento por la casa de Kirkcaldy. El boxeador no estaba, pero me abrió el Tío Bert Soutar. Iba con una camisa de manga corta que dejaba al descubierto unos brazos plagados de tatuajes, algunos con sugerencias poco amables dirigidas al Papa. Si la hosquedad pudiera medirse en la escala musical, Soutar era un barítono bajo. Le dije que el joven de la esquina trabajaba para mí y que no tenía relación con los autores de los actos vandálicos. Él asintió, taciturno, y cerró la puerta.

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