Craig Russell - El Beso De Glasgow

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Lennox, un detective que podría ser el hijo del mismísimo de Philip Marlowe, -cínico por fuera pero con un corazón de oro- vuelve a las calles de Glasgow para resolver un caso que no pinta nada bien para él.
Cuando el corredor de apuestas ilegales y criador galgos Calderilla MacFarlane aparece con la cabeza machacada en su estudio, más de uno empieza a levantar un dedo acusador. Sin embargo, Lennox tiene una coartada sólida como el oro: ha pasado la noche con la hija de MacFarlane. Esto, lejos de ayudar, inevitablemente provoca que Lennox se vea envuelto en la búsqueda del asesino de MacFarlane y que descubra los otros muchos negocios turbios que el corredor de apuestas tenía. Algunos de ellos con Willie Sneddon, uno de los Tres Reyes del lumpen criminal de Glasgow. Y con éste más vale no meterse si uno no quiere acabar tiñendo la alfombra de casa con un brillante tono 0 negativo…
«Lennox es una novela negra que transciende el género. Craig Russell utiliza a este personaje duro, divertido y esperanzado para proporcionarnos los ojos y los oídos que nos transportarán a otro lugar y época. ¡Esto es lo que yo llamo una novela!» Michael Connelly

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– Me he puesto a adecentar el piso -dijo-. Me hace sentirme mejor. Es como dejarlo bonito para cuando vuelva Sammy.

Me preguntó si quería un café y decidí correr el riesgo: el café típico de Glasgow era un turbio mejunje de achicoria mezclado con agua caliente. Pero Sheila podía ser cualquier cosa menos la típica representante de Glasgow y regresó con una bandeja cargada con una cafetera de filtro, lo cual prometía, con un par de tazas y un plato de dulces. Sirvió el café y se sentó frente a mí con las rodillas ladeadas y los tobillos juntos, al más puro estilo de las escuelas para señoritas. Volví a pensar que en su caso habían hecho un excelente trabajo.

Me ofreció un pastel: una de aquellas cosas demasiado dulces que se habían vuelto tan populares desde el fin del racionamiento. Era una especie de dónut relleno de crema y mermelada que en el oeste de Canadá llamábamos Burlington Bun. No sabía cómo lo llamaban en otros sitios.

– No gracias. -Sonreí-. No soy goloso.

Observé que dejaba el plato sin servirse ella. Aquella figura se la trabajaba a fondo.

– La última vez que hablamos estaba muy preocupada por la desaparición de Sammy. -Se mordió el labio inferior pintado de rojo y me sorprendí pensando que habría preferido que mordiera el mío-. Ahora, señor Lennox, estoy muy asustada. Es como si hubiera desaparecido de la faz de la Tierra. Y usted no parece tener el menor indicio…

– Escuche, señorita Gainsborough. He averiguado una cosa. No quería contárselo por teléfono, pero… ¿se acuerda de Paul Costello, el tipo con el que nos tropezamos aquí la otra vez?

Ella asintió. Percibí una súbita agitación en sus ojos.

– Bueno -proseguí-, me temo que él también ha desaparecido. De la misma manera.

La agitación dio paso al temor y sus ojos adquirieron un brillo de lágrimas.

– Creo que debería contactar con la policía -le dije, dejando la taza en el platito y echándome hacia delante-. Sé que está muy preocupada y, para serle sincero, también yo lo estoy.

– Pero la policía… -Se interrumpió y frunció el ceño-. ¿Por qué cree que han desaparecido los dos?

– Mi teoría es que había algo de cierto en lo que dijo Costello sobre ese misterioso Largo. No creo que le debiera dinero, tal como él explicó, ni tampoco creo que Largo hubiese enviado aquí a sus matones si Sammy no hubiese estado implicado de algún modo. Aunque eso también lo negó Costello.

– Entonces, ¿usted qué cree que ha sucedido?

– No lo sé, con franqueza, pero me figuro que Sammy y Paul Costello se habían enredado en un negocio con Largo y que la cosa se torció. Si estoy en lo cierto, eso no tendría por qué ser malo. Podría significar que Sammy y Costello se han escondido por propia voluntad, lo cual explicaría por qué resulta tan difícil localizarlos: es justo lo que ellos quieren. Pero se trata solamente de una corazonada. Creo que debería ir a la policía. Aquí pasa algo serio, es evidente. Incluso suponiendo que sea cierto que Sammy se ha evaporado por sus propios medios, eso quiere decir que tiene motivos para estar asustado.

– No, nada de policía. Si es verdad lo que dice, es muy posible que Sammy haya infringido la ley. Gravemente. Y él no sería capaz de soportar la cárcel. -Frunció el ceño de aquel modo delicioso y sacudió la cabeza con decisión-. No, no. Quiero que siga buscándolo usted. ¿Le hace falta más dinero?

– Estoy servido por el momento, señorita Gainsborough. Lo único que voy a pedirle es que le diga a su agente que yo no trabajo para él. No tengo nada que explicarle a ese caballero. Yo trato directamente con usted, ¿de acuerdo?

Asintió. Busqué un cigarrillo, pero mi paquete estaba vacío.

– Ah, espere. -Se puso de pie y miró alrededor-. Sammy fuma. Estoy segura de que he visto unos cigarrillos por aquí mientras limpiaba. Ah, sí.

Se acercó al aparador pegado a la pared y trajo una pitillera de mesa plateada. La abrió y me ofreció uno.

– Tienen filtro -dijo, excusándose. Luego arrugó el ceño-. Mire… son del tipo por el que usted me preguntó. Igual que aquella colilla con pintalabios.

Tomé un cigarrillo y lo examiné. Tenía dos cercos dorados alrededor del filtro.

– Sí… son Montpellier, una marca francesa. Hay muchos circulando, por lo visto.

Encendí el cigarrillo y di una calada. Era como aspirar humo a través de una manta. Le arranqué el filtro con dos dedos y lo tiré en el cenicero. Luego estrujé el extremo desgarrado.

– Perdón -dije-. Los filtros están bien para las mujeres, pero le quitan todo el sabor, para mi gusto.

Sheila sonrió con la sonrisa de quien ya ha escuchado otras veces lo mismo.

– Entonces, ¿seguirá buscando? -preguntó.

– Seguiré buscando -contesté, haciendo una pausa para sacarme de la lengua unas hebras de tabaco-. Ya sé que no quiere que se entrometa la policía, pero ¿le importa que hable con un par de contactos que tengo allí? Estrictamente confidencial y sin que quede constancia.

– ¿Y si aumenta sus sospechas?

– Entre esos polis con los que trato lo único que aumenta son las tarifas. Déjemelo a mí.

Seguimos hablando otra media hora. Le pregunté si recordaba algo más de la gente que frecuentaba su hermano y en especial de la chica, Claire. Le pedí también que hiciera memoria y volviera a pensar si le sonaba el nombre de Largo. Doble negativa. Le pregunté si había algún lugar al que Sammy se sintiera especialmente ligado y a donde pudiera haber ido a refugiarse. Ella se detuvo a pensar. Lo intentó de veras, la pobre, pero no se le ocurría nada, ninguna persona, ningún detalle que pudiera hacerme avanzar en la búsqueda de su hermano.

La dejé con sus meticulosas y desesperadas tareas domésticas. Le dije al marcharme que al menos Sammy se encontraría el piso en perfectas condiciones.

La verdad era que los dos sospechábamos que solo estaba adecentando una tumba.

Fue el jueves por la noche cuando encontré un indicio, aunque tampoco fuera gran cosa. Había hecho toda la ronda por los clubes y los bares. A la mayoría Paul Costello solo les sonaba como hijo de Jimmy Costello, y los pocos que habían oído hablar de Sammy Pollock/Gainsborough lo relacionaban simplemente con Sheila Gainsborough. Apenas encontré músicos o cantantes que los conocieran, y mucho menos que hubieran recibido una oferta para que ellos dos los representaran. Me recorrí desde los contados locales de moda de Glasgow -como el Swing Den y el Manhattan- hasta los clubes más tirados y proletarios que abundaban a lo largo de la ciudad.

El Caesar Club era de esta última categoría. La clientela bebía en cantidades industriales y los artistas que actuaban eran tan malos que no había más remedio que beber como un cosaco para soportarlos. Llegué hacia las nueve y media.

El Caesar -César- estaba bien bautizado. Era el tipo de sitio desvencijado donde no parecía quedar piedra sobre piedra y donde los valientes que se subían al escenario tenían más de gladiadores que de artistas. Yo casi esperaba ver a Nerón con pajarita sentado en primera fila, girando cada vez el pulgar hacia abajo. Cuando entré había un cómico sobre el escenario que había conseguido caldear el ambiente y excitar a la audiencia del mismo modo que lo había logrado Boris Karloff en Frankenstein con una turba enfurecida de campesinos provistos de antorchas.

El público estaba en ese punto decisivo en el que la violencia verbal se torna física y, a pesar de la sonrisa fija que el cómico lucía por encima de su enorme pajarita, advertí que sus ojos brillaban alarmados mientras recorrían desesperadamente la multitud. No sé si pretendía divisar aunque solo fuera a una persona riéndose o si trataba de avizorar por dónde iba a salir disparado el primer misil. Me pregunté por qué motivo decidiría uno hacerse cómico en Glasgow cuando existían en el mundo muchas otras alternativas menos peligrosas, como desactivar bombas, torear o tragar sables en un circo. Empezaba a sentir una profunda compasión por aquel cómico. Entonces le oí un par de chistes y decidí que él se lo había buscado.

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