Craig Russell - El Beso De Glasgow

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Lennox, un detective que podría ser el hijo del mismísimo de Philip Marlowe, -cínico por fuera pero con un corazón de oro- vuelve a las calles de Glasgow para resolver un caso que no pinta nada bien para él.
Cuando el corredor de apuestas ilegales y criador galgos Calderilla MacFarlane aparece con la cabeza machacada en su estudio, más de uno empieza a levantar un dedo acusador. Sin embargo, Lennox tiene una coartada sólida como el oro: ha pasado la noche con la hija de MacFarlane. Esto, lejos de ayudar, inevitablemente provoca que Lennox se vea envuelto en la búsqueda del asesino de MacFarlane y que descubra los otros muchos negocios turbios que el corredor de apuestas tenía. Algunos de ellos con Willie Sneddon, uno de los Tres Reyes del lumpen criminal de Glasgow. Y con éste más vale no meterse si uno no quiere acabar tiñendo la alfombra de casa con un brillante tono 0 negativo…
«Lennox es una novela negra que transciende el género. Craig Russell utiliza a este personaje duro, divertido y esperanzado para proporcionarnos los ojos y los oídos que nos transportarán a otro lugar y época. ¡Esto es lo que yo llamo una novela!» Michael Connelly

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– ¿Quién era Flash Harry?

– Yo no lo conocía en esa época. No era de Bridgeton y creo que era más joven que nosotros, bastante más joven. Soutar y ese pájaro se metieron en el negocio del boxeo una temporada. Amañaban peleas de todas las maneras posibles, no sé si me sigue. No lo vi más, pero no vaya a creer que duró con su socio: Soutar desapareció del mapa y MacFarlane se convirtió en un puto triunfador.

– ¿MacFarlane?

– Sí. Flash Harry era Calderilla MacFarlane, que se convirtió en un corredor de apuestas del carajo. Pero para lo que le sirvió al muy cabrón, teniendo en cuenta que ha acabado con la crisma machacada y hecha mierda.

Permanecí sentado, asintiendo, como si estuviera procesando la información. En realidad, me daban vueltas en la cabeza una docena de combinaciones posibles de personas y hechos. La puerta del piso continuaba abierta y oí voces en el rellano: la vieja gorda y una voz masculina. Hora de irse. Me puse de pie y le di a MacSherry las otras cinco libras.

– No es suficiente -me dijo.

– ¿Cómo? -Puse mi mejor expresión de perplejidad. Aunque perplejo no estaba.

– Otros diez.

– Ya le he pagado por su tiempo, señor MacSherry. Más que adecuadamente.

Se puso de pie. Oí un ruido detrás y, al volverme, vi al centinela de la camisa sin cuello que me cerraba el paso y me sonreía con mala uva.

– Otros diez. Venga. O mira, mejor voy a ahorrarle muchos problemas: deme la puta cartera.

Sopesé la situación. Delicada. El viejo solo ya habría resultado bastante duro de roer, pero con aquel joven la balanza se desequilibraba claramente en mi contra.

Me encogí de hombros.

– Muy bien. Le daré todo lo que llevo, no me importa. Ya se lo reclamaré a los inversores de los que le hablaba. -Fruncí el ceño, pensativo, y luego simulé que se me acababa de ocurrir una idea-. O mejor, ¿por qué no les digo que vengan a verle en persona? Puede usted pactar con ellos la remuneración. Mi jefe es William Sneddon. Y el otro inversor, Jonathan Cohen. -Lo solté en tono simpático, como si no pretendiera ninguna amenaza-. Me consta que al señor Sneddon le irrita mucho que la gente interfiera en sus asuntos, así que estoy seguro de que se tomará sus exigencias en serio. Muy en serio.

MacSherry miró al joven de la puerta y luego otra vez a mí.

– ¿Por qué no ha dicho que trabajaba para el señor Sneddon? ¿O acaso está tratando de venderme la moto…?

– Si hay alguna cabina de teléfono que funcione en este barrio de mierda, podemos acercarnos y se lo pregunta usted mismo. O sencillamente puedo pedir que venga Deditos McBride para convencerlo de mis credenciales. -Ahora ya había abandonado el tono simpático. Había que calibrar bien las cosas: hay gente que no sabe cuándo debe asustarse, y habría apostado hasta mi último penique a que MacSherry era uno de ellos.

Finalmente le hizo una seña con la cabeza al joven para que me abriera paso.

– Gracias por su ayuda, señor MacSherry.

Me volví y salí con aire despreocupado y sin ninguna prisa.

Pero no aparté la mano de la porra que llevaba en el bolsillo hasta encontrarme en la calle y doblar la primera esquina.

Capítulo 8

Tuve que aguardar al tranvía y eran casi las seis cuando llegué a mi oficina. Se avecinaba otra noche opresiva, con el aire pegajoso, denso y húmedo, y volvía a notar la camisa pegada a la espalda por el sudor. Davey Wallace me llamó a las seis en punto, tal como habíamos quedado. Él no sabía conducir y le dije que no se moviera de allí, que me esperase en el Atlantic hasta que fuera a buscarlo.

Decidí tomar un taxi a Blanefield y usarlo para que se llevara a Davey a casa. Viajar en taxi era uno de esos lujos que la mayoría de la gente solo podía permitirse en ocasiones especiales. Antes de salir, llamé a Sneddon y le conté lo sucedido en casa de MacSherry.

– ¿Él sabía que habías ido de mi parte? -preguntó.

– De entrada, no. Se lo dije al final.

– Putas ratas. Ya les enseñaré yo lo que es respeto.

– Entonces será mejor que envíe a un ejército. Por lo que yo he visto, el viejo todavía dirige una especie de banda. Y la reputación debe de habérsela ganado a pulso.

Omití contarle que MacSherry se había arrugado en cuanto había salido a relucir su nombre. Me tenía cabreado que el viejo hubiera intentado vaciarme los bolsillos. Que aprendiera un poco de respeto, como había dicho Sneddon.

– ¿Sí? Pues le organizaré un cambio de escenario. Apuesto a que no sale mucho de Bridgeton -dijo Sneddon, recordándome la promesa que me había hecho el comisario McNab. Había demasiado color local en Glasgow; quizá «largarme de una puta vez a Canadá» me iría bien para la salud.

– Saqué una cosa interesante de nuestro encuentro -expliqué-. ¿Sabía que Bert Soutar estuvo metido en negocios con Calderilla MacFarlane? Hacia el principio de la guerra.

– No. -Me di cuenta de que Sneddon estaba haciendo mentalmente el mismo rompecabezas que yo había hecho en Bridgeton-. No, no lo sabía. ¿Te parece significativo?

– Bueno, ese trato tan importante que acabó convertido en un cuento increíble sobre una academia de boxeo… A lo mejor Calderilla estaba ocultando los detalles, pero no a los protagonistas. Quizá sí tenía que ver con Bobby Kirkcaldy. Y quizás el acuerdo se negociaba a través del viejo compinche de MacFarlane: Bert Soutar.

– Pero MacFarlane iba a negociarlo conmigo…

Me daba cuenta de que Sneddon me planteaba el hecho para ver cómo lo encajaba yo en el cuadro.

– No olvidemos que Calderilla acabó con el cráneo cascado como un huevo -dije-. Yo supongo que todo tuvo que ver con ese acuerdo. Él estaba justo en medio y aspiraba a ganar mucho dinero, no una mera comisión. Y sospecho que Tío Bert está implicado de un modo u otro.

– ¿Crees que él le machacó la crisma a Calderilla?

– No sé. Tal vez. Aunque no veo por que tendría que haberlo hecho, salvo que algo se hubiera torcido en ese negocio, fuera cual fuese. Pero podría haber sido la persona que le ha estado enviando mensajes amenazadores a Kirkcaldy. Lo que sí tengo claro es que Kirkcaldy no nos agradece la atención que le estamos dedicando. Hablando de ello, ¿podría tomar prestados a un par de hombres para que vigilen por turnos la casa? Solo tengo a un chico conmigo.

– Está bien -dijo Sneddon-. Puedes quedarte a Deditos. Parece que os lleváis bien los dos.

– Sí. Como dos almas gemelas… Gracias. Ya le llamaré para decirle cuándo lo necesito.

Salí de la oficina nada más colgar y tomé un taxi hasta el Pacific Club. Como la otra vez, estaban haciendo los preparativos para la noche. El encargado que Jonny Cohen tenía controlando el negocio era un judío menudo y apuesto de cuarenta y pocos años llamado Larry Franks. Nunca lo había visto, pero él pareció reconocerme a mí, porque en cuanto entré se me acercó y se presentó. Iba sin chaqueta y tenía la camisa arremangada.

– El señor Cohen me ha dicho que busca a Claire Skinner -dijo con una gran sonrisa. Tenía un acento difícil de situar, pero con un toque de Londres. Y otro toque de un sitio mucho más lejano. Era algo con lo que te tropezabas aún de vez en cuando: la guerra seguía arrojando su larga sombra y, aunque de todos los campamentos de desplazados esparcidos por la Europa de posguerra solo quedaba uno abierto, todavía había muchas personas que se estaban construyendo una nueva vida en otro lugar. Fuera cual fuese la historia de Franks, no parecía que hubiese acabado con su buen talante-. ¿Le sirvo una copa a cuenta de la casa?

– Gracias, pero no. Y sí, busco a Claire. Jonny me dijo que usted tiene la dirección.

– Aquí está. -Volvió a sonreír y me dio una nota doblada que se sacó del bolsillo del chaleco. Me pareció ver algo en su antebrazo; él se bajó la manga con desenvoltura-. Pero sería más fácil entrar en Fort Knox.

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