Craig Russell - El Beso De Glasgow

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Lennox, un detective que podría ser el hijo del mismísimo de Philip Marlowe, -cínico por fuera pero con un corazón de oro- vuelve a las calles de Glasgow para resolver un caso que no pinta nada bien para él.
Cuando el corredor de apuestas ilegales y criador galgos Calderilla MacFarlane aparece con la cabeza machacada en su estudio, más de uno empieza a levantar un dedo acusador. Sin embargo, Lennox tiene una coartada sólida como el oro: ha pasado la noche con la hija de MacFarlane. Esto, lejos de ayudar, inevitablemente provoca que Lennox se vea envuelto en la búsqueda del asesino de MacFarlane y que descubra los otros muchos negocios turbios que el corredor de apuestas tenía. Algunos de ellos con Willie Sneddon, uno de los Tres Reyes del lumpen criminal de Glasgow. Y con éste más vale no meterse si uno no quiere acabar tiñendo la alfombra de casa con un brillante tono 0 negativo…
«Lennox es una novela negra que transciende el género. Craig Russell utiliza a este personaje duro, divertido y esperanzado para proporcionarnos los ojos y los oídos que nos transportarán a otro lugar y época. ¡Esto es lo que yo llamo una novela!» Michael Connelly

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– ¿Qué quiere decir?

Desdoblé la nota; había una dirección en Craithie Court, Partick, escrita a mano.

– Es un nido de chochitos -dijo con tono inexpresivo, sin ningún indicio de lascivia-. Un hostal para mujeres solteras del ayuntamiento. Solo lleva un par de años abierto. Claire se aloja allí. Pero hay una patrona y le arrancará las pelotas si intenta entrar. Las visitas masculinas están estrictamente prohibidas. Le convendría más pillarla aquí la próxima vez que actúe.

– ¿Y eso cuándo será? -pregunté.

– La verdad es que quizá dentro de una semana o dos. Tengo contratado a un grupo nuevo para los dos próximos viernes.

– No. Necesito verla antes. -Miré la nota un momento, con la mente puesta en otra cosa-. Estoy buscando a Sammy Pollock. O Gainsborough, como él prefería que lo conociesen. El novio de Claire. ¿Lo ha visto últimamente?

– ¿A ese gilipollas? -Franks sonrió-. No, no en las últimas dos semanas.

– La última vez que lo vieron fue aquí. Parece que hubo un pequeño altercado a la salida del club, hará un par de semanas. ¿Usted lo vio u oyó algo?

– No. -Franks frunció los labios, pensativo-. La verdad es que no. Y nadie me dijo nada tampoco.

– Ya veo. -Me guardé la nota en el bolsillo-. Gracias. Y gracias por esa copa. Se la aceptaré la próxima vez.

– Claro.

Su sonrisa seguía presente, pero había cambiado. Él me leía el pensamiento y yo se lo leí a él. Decía: «No necesito su compasión».

Dejé el aire viciado del Pacific Club para salir al aire viciado de Glasgow. El taxi seguía esperándome fuera. Subí al asiento trasero y le dije al conductor que me llevara a Blanefield. Permanecí todo el trayecto en silencio, pensando en la actitud risueña de Larry Franks. Y en el número que había visto tatuado en la cara interna de su antebrazo.

Al bajarme del taxi, casi habría jurado que Davey Wallace seguía exactamente en el mismo punto y en la misma posición que cuando lo había dejado allí por la mañana. Nos sentamos los dos en el Atlantic y él se pasó veinte minutos glosando las notas detalladas que había tomado. Veinte minutos detallados de pura nada. Era un buen chico y tenía un entusiasmo que habría hecho reflexionar a muchos sobre su vocación.

– ¿Estás libre para hacer el mismo turno mañana? -le pregunté-. ¿Incluso un rato más?

– Claro, señor Lennox. A cualquier hora. Y no hace falta que me traiga usted. Ya sé dónde es y puedo tomar el tranvía.

– De acuerdo. Nos veremos aquí un poco más tarde; digamos a las seis. No creo que vaya a suceder nada durante el día. ¿Y qué hay de tu trabajo? ¿Estarás en condiciones para hacer el primer turno?

– No hay problema, señor Lennox.

– Bien -señalé. Desde luego que no era un problema para él. Ni siquiera tener que cruzar el Himalaya lo habría detenido. Le di un billete de cinco libras-. Ahora vete a casa.

– Gracias, señor Lennox -dijo con reverente gratitud.

Aquello era una forma pésima de perder el tiempo. Permanecí tres horas observando la casa sin que pasara nada. Luego llegó Kirkcaldy, presumiblemente después de su entrenamiento en el gimnasio de Maryhil, montado en su Sunbeam-Talbot deportivo, que llevaba la capota quitada. Un coche de más de mil libras. Desde luego Kirkcaldy era un boxeador de éxito, pero aun así parecía sacarles un provecho impresionante a sus finanzas. A lo mejor hacía horas extras repartiendo periódicos

Me recosté en el asiento del coche, deslizándome hacia abajo para apoyar la nuca, y me ladeé el sombrero sobre los ojos. No había motivo para estar incómodo. Aún hacía bochorno. Tenía del todo bajado el cristal de la ventanilla, pero la atmósfera era pegajosa y pesada y no corría ningún aire fresco. Me iba a costar mantenerme despierto. Encendí la radio, pero solo encontré a Frank Sinatra desgranando la letra de otra canción olvidable. Decidí repasar la situación para activar mi cerebro.

Todo aquello tenía relación con el asesinato de Calderilla, seguro. Kirkcaldy estaba metido hasta el cuello en un asunto que no seguía precisamente las normas pugilísticas del marqués de Queensberry. Existía una conexión entre él y MacFarlane a través de Soutar. Y allí estaba yo, con mi loable intención de no adentrarme en asuntos turbios, pero cada vez más empantanado en las ramificaciones de la muerte de Calderilla.

Entre tanto, en mi otro caso -el único legal al cien por cien- no estaba llegando a ninguna parte. Decidí que intentaría ponerme en contacto con Claire Skinner al día siguiente, pero sabía que no me serviría de nada. Sammy Pollock se había borrado de la faz de la Tierra, cosa nada fácil; me inquietaba pensar que para borrarse de aquella manera hacía falta un profesional. Y por otro lado, estaba la reacción de Jock Ferguson cuando le nombré a Largo. Si se trataba del mismo que Paul había dicho conocer, tenía que ser alguien que no perteneciera al círculo habitual de gánsteres, pero lo bastante importante al mismo tiempo para que un inspector del departamento de Investigaciones Criminales lo reconociera en el acto.

Yo no era muy dado a las reflexiones profundas de carácter personal, quizá porque había visto en la guerra a dónde conducen las profundas reflexiones personales: la locura o la muerte. Pero mientras permanecía allí, delante de la casa de un boxeador seguramente corrupto en las afueras de Glasgow, me entró de golpe un acceso de nostalgia.

Blanefield quedaba por encima de Glasgow. El sol ya estaba bajo en el cielo y se filtraba con tonos de oro, bronce y cobre a través de la neblina que cubría la ciudad en el valle abierto a mis pies. Me llegó entonces una reminiscencia: Saint John tenía crepúsculos similares. El corazón industrial de Estados Unidos se hallaba en Michigan y aquel aire espeso y lleno de mugre se desplazaba hacia el noroeste e impregnaba la atmósfera de la costa canadiense, de manera que el sol se derramaba en rayos de color granate sobre la bahía de Fundy. Pero la semejanza terminaba ahí. Pensé en aquellos días, antes de la guerra. Las cosas eran diferentes. A mí me parecía que la gente entonces era diferente. Y yo también lo era.

O quizá no.

Un coche se detuvo detrás del mío. Un Rover verde botella. No me hizo falta volverme para deducir que su conductor era Deditos. O eso, o había un eclipse de sol imprevisto. Vino hacia el Atlantic, se inclinó sobre el lado del copiloto y dio unos golpecitos en la ventanilla. Abrí la puerta y subió (me dejó impresionado la suspensión de mi coche).

– Hola, señor Lennox -dijo, sonriendo-. ¿Cómo está?

– Bien, Deditos. ¿Tú?

– Repleto de salud, señor Lennox. En plena forma. El señor Sneddon me ha enviado para que me encargue de vigilar la casa del señor Kirkcaldy. Después me relevará Singer.

– Será una larga noche, Deditos.

– Tengo la radio. He descubierto que el jazz tiene un efecto balsámico en mí.

– Estoy seguro. ¿Quién te gusta?

– Elephants Gerald, sobre todo -respondió sonriendo.

– ¿Quién?

– Ya sabe… Elephants Gerald. El cantante de jazz.

– Ah… -Procuré no reírme-. Quieres decir, Ella Fitzgerald.

– ¿Ah, sí? Creía que era Elephants Gerald. Ya sabe, uno de los artistas de jazz. Como Duke Wellington.

– Duke Ellington, Deditos -dije. Advertí que la sonrisa se había desvanecido en su rostro. Hora de irse-. Aunque a lo mejor me equivoco. Bueno, diviértete. Nos vemos más tarde.

Dejé a Deditos de guardia en el Rover de Sneddon, tranquilizado por su promesa de que se mantendría muy abs-te-mio y ojo avizor, y me volví directamente a mi piso. Una vez más, al cerrar a mi espalda la puerta del vestíbulo que compartíamos, oí con toda claridad que se apagaba el sonido de la televisión en casa de los White. Subí a mis habitaciones y me dispuse a prepararme un café como es debido y unos sándwiches de jamón con un pan que debería haber consumido dos días atrás al menos, salvo que pretendiera usar las rebanadas como material de construcción.

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