– Simplemente me da la impresión de que la he decepcionado como inquilino -proseguí-, de que usted preferiría no haberme aceptado. Si ese es el caso, señora White, dígamelo ahora y lo tomaré como un aviso para abandonar estas habitaciones.
– Usted mismo decide si se queda o se marcha, señor Lennox -dijo ella, ahora con un atisbo de fuego bajo el hielo-. La verdad es que no sé qué espera que diga. A mí me parece que es usted quien no está satisfecho conmigo como casera. Le pido disculpas si mi actitud le molesta. Si ese es el caso, desde luego es muy libre de marcharse.
– No quiero marcharme, señora White, pero me gustaría recibir con toda libertad alguna visita de vez en cuando, o que usted tomara algún que otro mensaje telefónico para mí, sin verme obligado a sentir que ello supone para usted una tremenda imposición. Escuche, ya entiendo que usted por propia voluntad no habría dividido su casa para alojar a un inquilino. Pero lo ha hecho y yo estoy aquí. Y si no fuera yo, sería otro. No se me puede culpar a mí de las circunstancias que obligaron a poner este piso en alquiler.
Me levanté y fui al aparador. Saqué la misma botella de whisky de antes y me serví un vaso. Había también en el aparador una botella de jerez oloroso Williams and Humbert y, sin preguntar, le serví un vaso a la señora White y se lo ofrecí. Por un instante, pareció que iba negar con la cabeza. Pero finalmente cogió el vaso sin decir palabra.
– Si quiere quedarse, quédese -dijo ella-. Pero no espere de mí una medalla al mérito simplemente porque cumple sus obligaciones contractuales.
Dio un sorbo de jerez. Tal vez eran imaginaciones mías, pero me pareció detectar un cierto aflojamiento en sus hombros.
– Me gusta estar aquí -dije-. Ya se lo dije. Y me gustaría poder hacer algo por las niñas. -Me refería a sus hijas.
– No nos hace falta ninguna caridad, señor Lennox. No necesitamos nada de usted. -El deshielo había sido falso o fugaz. Dejó el vaso en la mesa y se puso de pie bruscamente-. Si eso es todo, señor Lennox, será mejor que vuelva con las niñas.
– ¿Qué es lo que le molesta de mí, señora White? -dije-. ¿Es porque soy canadiense? ¿Es por mi trabajo? ¿O simplemente por el hecho de que esté aquí?
Era lo que faltaba. Pasamos de un aire gélido a una Edad de Hielo en toda regla.
– ¿Qué pretende decir con eso?
– Quiero decir que yo estoy aquí. Que volví. Que sobreviví y su marido, no. A veces creo que le molesto porque represento a todos los que volvieron de la guerra.
Ella se dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Me adelanté y puse la mano en el pomo. Iba a abrirle, pero ella malinterpretó mi intención y trató de sacarme la mano del pomo. Me agarró con decisión y yo sentí en la muñeca la fuerza de sus dedos cálidos y esbeltos. Ahora la tenía muy cerca, su cuerpo estaba a solo unos centímetros del mío. Sentí el aroma a jerez de su aliento, la fragancia a lavanda de su cuello. Nos quedamos paralizados un momento, mirándonos a los ojos. Ella respiraba agitadamente; yo no respiraba. Fue un segundo que pareció durar eternamente; luego abrió de golpe la puerta y bajó furiosa las escaleras.
– Buenas noches, señor Lennox -dijo con voz insegura mientras bajaba.
– Señora White… Fiona…
Una vez abajo, abrió la puerta de su apartamento y, sin volverse, cerró de un portazo.
Volví adentro y me serví otro whisky, seguramente para brindar por mi habilidad diplomática y conmemorar la última vez que había vivido una situación tan cargada de tensión sexual. Me pregunté qué habría sido de Maisie MacKendrie, con quien había bailado en una velada de la parroquia presbiteriana de Saint John cuando ambos teníamos quince años.
Pero no solamente pensé en eso. Me bebí mi whisky reflexivamente. Tenía muchas cosas en que pensar.
En Dex Devereaux, por ejemplo. Y en lo asombroso que era que el cuerpo de policía de Glasgow se mostrara tan dispuesto a colaborar. Hasta rozar el servilismo.
Hay gente que disfruta del carácter imprevisible de la vida: del hecho de no saber nunca qué le espera a la vuelta de la esquina. Uno se despierta por la mañana y encara el día absoluta y dichosamente ajeno a todas las cosas que pueden irse a la mierda en las próximas veinticuatro horas. Mientras me levantaba, me lavaba y afeitaba a la mañana siguiente, no tuve mucho tiempo para pensar qué demonios podía ser tan importante como para merecer un interés trasatlántico. Luego otros acontecimientos acapararon mi atención.
Me enteré de la noticia del mismo modo que cualquier otro ciudadano. Por un titular del Glasgow Herald : DETENIDO SOSPECHOSO DEL ASESINATO DE UN CORREDOR DE APUESTAS EN GLASGOW.
Había comprado el periódico de camino a la oficina y me detuve a tomar un café en el sitio de costumbre, en Argyle Street, para poder leerlo con calma. El artículo decía que Tommy Pistola Furie, un boxeador de poca monta, había sido detenido por el asesinato de James MacFarlane, corredor de apuestas con presuntas conexiones con el hampa de Glasgow. Al seguir leyendo, descubrí que Furie era uno de los vagabundos acampados en Vinegarhilll. Interpreté que «boxeador de poca monta» quería decir púgil de peleas a puño limpio y recordé el edificante espectáculo en el establo de Sneddon.
Furie, decía el artículo, era un gitano irlandés, un pikey , como habría dicho Sneddon. Y ser un gitano irlandés significaba que tenía grandes posibilidades de obtener un juicio justo: más o menos las mismas que tenía yo de que Marilyn Monroe plantara a Joe DiMaggio y viniera a Glasgow a vivir en pecado conmigo. Los de Investigación Criminal le habían explicado al periodista que Furie estaba colaborando en las pesquisas, pero que aun así seguirían explorando todas las demás líneas de investigación. Mientras leía esto último, me vino a la cabeza la imagen de Marilyn lavándome los calzoncillos en el lavadero común de una casa de vecindad de Glasgow.
Ahí parecía concluir la historia.
Me pregunté cómo se habría tomado Lorna la noticia, y si la policía habría tenido la delicadeza de informarla antes de que lo viera en el periódico. Me terminé el café y fui caminando a mi oficina. El tiempo volvía a ser el de siempre y caía una llovizna grasienta del cielo gris acerado. En cuanto llegué, marqué el número de Lorna, pero nadie respondió. Colgué y decidí pasar a verla aquella tarde. Habían transcurrido varios días desde mi última visita, aunque había seguido llamando a diario. Cada llamada parecía provocar una reacción más fría que la anterior. Me sabía mal no haber ido más a menudo, pero me había distraído con todo lo sucedido últimamente. Y además, seguía sin poder darle lo que ella quería.
Ahora que el asesinato de Calderilla había dejado de ser un motivo de preocupación adicional, decidí olvidar toda la cuestión sobre el tipo de negocio que se traía con Bobby Kirkcaldy. Lo primordial era descubrir quién estaba tratando de distraer a Kirkcaldy del combate. Me constaba que no podía ser la gente de Schmidtke: no llegarían al país hasta el final de aquella semana. Esto, desde luego, no quería decir que no pudieran haber contratado a unos matones locales, pero la posibilidad parecía poco factible y yo más bien me decantaba por buscar a alguien que hubiese apostado fuerte por la derrota de Kirkcaldy. Me pasé el resto del día yendo de un garito de apuestas a otro. Un tour por los urinarios públicos de Calcuta habría resultado más edificante.
La hora del almuerzo me pilló en el East End y acabé metiéndome en un café donde nunca había entrado. Resultó que estaba especializado en comida grasienta: el beicon, la salchicha y el pan frito que me trajeron venían a ser como islas en un mar viscoso. Decidí ahorrarles el trago a mis tripas y me conformé con el café. Luego busqué una cabina y eché unas monedas.
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