Craig Russell - Muerte en Hamburgo

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Muerte en Hamburgo: краткое содержание, описание и аннотация

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El detective Jan Fabel se encuentra ante el caso más sanguinario y macabro de su historia profesional. Los cadáveres de dos mujeres a las que han arrancado los pulmones y las notas desafiantes de alguien que firma como «Hijo de Sven» son las únicas pistas de un asesino cuya motivación va más allá de la ira, acercándose a una suerte de ritual donde lo sagrado y lo monstruoso se dan la mano para teñir de escarlata toda la ciudad. Mientras Fabel avanza en la investigación, va quedando claro que se trata de algo mucho más complejo que el trabajo de un simple psicópata.

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– Hay unas cuantas…

MacSwain desechó el comentario de Anna con un gesto de la mano.

Heimat. El concepto de un lugar, un tiempo, y unas personas que son tu gente. Está entre los conceptos de «hogar» y «patria».

Anna asintió con la cabeza distraídamente. Era una palabra que ella asociaba con provincianismo y estrechez de miras; con las películas anodinas políticamente descafeinadas y afectadas que se habían rodado en Alemania durante el período posterior a la segunda guerra mundial: una época en la que albergar cualquier sentimiento de germanidad parecía inadecuado o incluso de mal gusto.

– A lo largo de la vida, encuentras y forjas relaciones que te proporcionan ese sentimiento interno de Heimat, de pertenencia. Pero no tiene por qué estar necesariamente vinculado a un lugar. Cuando te encuentras con esa persona, donde sea que vuelvas a encontrarla, sientes que estás en casa. -La intensidad desapareció de los ojos de MacSwain. Se encogió de hombros y bebió otro sorbo de café-. Por eso mi padre ya no forma parte de mi paisaje, sólo es un personaje secundario. He aprendido que hay vínculos mucho más importantes entre las personas que los meramente genéticos. Bueno…, ya basta de hablar de mí…

Se trasladó al sofá. Anna se vio obligada a moverse para hacerle sitio. Él se acercó más y aproximó la cara a la de ella. Una vez más, Anna se fijó en sus facciones de una belleza casi perfecta y le asombró que se le revolviera el estómago cuando MacSwain posó sus labios en los de ella. Se apartó con tranquilidad de él y sonrió.

– Hora de volver a puerto, capitán -le dijo Anna con la esperanza de que su jocosidad no sonara tan falsa por fuera como le sonó a ella por dentro. MacSwain sonrió con sequedad y soltó un suspiro.

– Claro…

MacSwain había sido amable y educado, pero Anna lo notó frío de regreso al embarcadero. A medida que las luces de la orilla se acercaban, sintió que la invadía una sensación de energía y alivio. Declinó la invitación de MacSwain de llevarla a casa, aduciendo que tenía el coche aparcado por la discoteca, pero él insistió en acercarla hasta allí. Cuando MacSwain entró en su atracadero, Paul Lindemann y el equipo de vigilancia ya se habían retirado, y habían vuelto a seguirle la pista de camino a la discoteca.

– Aquí ya está bien… -dijo Anna mientras se detenían por fuera del club. De nuevo, MacSwain esbozó una sonrisa educada.

– ¿Dónde tienes el coche? -le preguntó. Anna hizo un gesto impreciso con la mano.

– A la vuelta de la esquina. -Anna sacó una libretita del bolso sin asas y anotó el número de móvil que le habían asignado para la operación-. Escucha… Creo que esta noche no he sido la mejor de las compañías… Llámame y podemos quedar para otro día.

– Empezaba a pensar que no te gustaba, Sara. Parecías, bueno, inquieta o algo así.

Anna se acercó a MacSwain y le dio un beso prolongado en los labios. Se retiró y sonrió.

– Ya te lo he dicho… Me mareo en los barcos. Eso es todo. Llámame. -Abrió la puerta del Porsche y sacó las piernas-. La próxima vez quedamos en tierra firme…

Uno de los coches de vigilancia partió detrás del Porsche de MacSwain manteniendo una distancia segura. Anna se quedó en la acera mirando cómo el coche doblaba por la esquina de Albers-Eck. Sólo después de que el equipo de vigilancia confirmara que MacSwain había salido del Kiez, la Mercedes Vario se detuvo junto a Anna. La primera en bajar fue Maria, que le pasó un brazo por los hombros en un gesto de afecto torpe y poco habitual.

– Lo has hecho la hostia de bien, Anna -le dijo.

– Menudo susto nos ha dado con la maniobra del barco. -Paul Lindemann había salido de la furgoneta y estaba junto a Maria-. No sé cómo coño has estado tan tranquila.

Anna soltó una risita infantil y se dio cuenta de que le temblaban las piernas.

– Yo tampoco.

– Le pedimos a la Wasserschutzpolizei que te vigilara -le explicó Paul-. Has estado segura todo el tiempo… Si hubieras necesitado ayuda, la tenías a unos segundos.

Maria iba a decir algo cuando le sonó el móvil. Retrocedió unos pasos y contestó.

– Tengo que decirte que lo has hecho muy bien, Anna -dijo Paul-. Pero no hemos sacado demasiado. No ha dicho ni hecho nada que sugiera que está relacionado con los secuestros o con los asesinatos.

Anna no contestó, pero siguió mirando en la dirección que había tomado MacSwain. El fantasma de la náusea que había sentido cada vez que MacSwain la tocaba se retorcía en algún lugar de su estómago.

– Tengo un presentimiento sobre MacSwain -dijo sin mirar a Paul-. He tenido una reacción física muy real y poderosa hacia él.

Paul soltó una risita.

– ¿Intuición femenina?

– No. -Anna contestó con un hilo de voz, pero con un tono fuerte y claro-. Intuición de policía.

– Bueno -dijo Paul-. Parece que has pasado por todo eso para nada. Sospecho que Mister MacSwain no es más que un yuppie mujeriego.

– Parece que tienes razón. -Maria cerró la tapa de su móvil-. Era Fabel…, por fin. Parece ser que también ha tenido una noche movidita. MacSwain queda fuera. Ya tenemos un nombre para nuestro asesino. Vasyl Vitrenko.

Anna se volvió para mirar a sus compañeros. Sus ojos negros brillaban con frialdad bajo el destello de neón del Kiez.

– Me da igual lo que haya descubierto Fabel. Sé que MacSwain tiene algo maligno. Es nuestro asesino. Lo sé y punto.

S á bado, 21 de junio. 1:04 h

Harburg (Hamburgo)

Pese a que la noche era suave, Hansi Kraus temblaba debajo de las sábanas pestilentes y raídas y del grueso abrigo militar que lo acompañaba a todas partes. Su cuerpo magro se convulsionaba, le castañeteaban los dientes y era como si una rata le royera constantemente las tripas. Quizá no tendría que haber vuelto a la casa abandonada; pero necesitaba un sitio cálido donde, tal vez, poder mendigar, pedir prestado o robar el dinero suficiente para pagarse el pico que tanto necesitaba. Desafortunadamente para Hansi, no había tenido la oportunidad de explotar ninguna de las tres opciones. Allí estaba expuesto, pero tenía que aclararse. Iría a ver al turco por la mañana y le diría lo que había visto en el Polizeipräsidium. Los turcos sabrían qué hacer; quizá, por una vez, incluso le anticiparían algo. También le había escrito una carta a su madre, la primera prueba que le daba en cinco años de que todavía respiraba. En ella, le expresaba lo más parecido a una disculpa de que era capaz; le pedía perdón por haber destruido a su único hijo y haber acabado con todas las esperanzas y sueños que había depositado en él. Era irónico que, después de una década de miedo y amenazas, y cinco años durante los cuales su madre y sus hermanas probablemente lo habían dado por muerto, Hansi aceptara que seguramente había llegado su hora. Ahora reparaba en el daño que había causado; ahora dejaba un mensaje que perduraría cuando él ya no estuviera.

Hansi tenía miedo. Hansi siempre tenía miedo, era su estado natural; pero ahora ese miedo había subido una marcha. En algún lugar, inyectados en sus huesos, tenía recuerdos de infancia que no se habían evaporado con la carne que en su día dio forma a su cuerpo. Cuando Hansi estaba enfermo o tenía miedo, su madre dejaba que durmiera con la luz de la mesilla encendida. El Hansi espectro recurría ahora al Hansi niño, y recordaba la luz tenue y cálida, el olor de las sábanas limpias, la sensación de piel aseada después del baño y el cosquilleo de alegría y seguridad acogedora que sentía al acurrucarse en la cama. Ahora, veinte años después, lo único que le quedaba a Hansi era una triste bombilla que brillaba sombría e ineficazmente en el techo, como un talismán frente a los escalofríos, los dolores y los miedos que convulsionaban su cuerpo débil y ansioso. Oyó unos pasos en el rellano. En circunstancias normales, no habría bocho caso: siempre había actividad en la casa, gente que entraba y salía, borracha o colocada, que se peleaba o gritaba en sueños. Sin moverse, escuchó con atención, pero los pasos se habían detenido. No se habían ido apagando. Se habían detenido.

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