Había comenzado a ponerse en pie apoyándose en un codo cuando la puerta se abrió despacio. A Hansi le dio tiempo de pensar que creía que abrirían la puerta de golpe, en lugar de empujarla suavemente y sin hacer ruido, como hacía su madre cuando entraba en su habitación para comprobar que todo estaba bien. El hombre más viejo sostuvo la puerta para que entrara el más joven, el que parecía culturista, que recorrió deprisa y silenciosamente la corta distancia que había hasta la cama. El grito que comenzó a salir de la garganta de Hansi quedó aplacado por la mano enorme y poderosa del joven que le tapó la boca con fuerza y firmeza. El anciano entró y cerró la puerta. Sonriendo a Hansi, sacó una cajita metálica del bolsillo de su abrigo de piel oscuro. Aún con una sonrisa y con la cabeza ligeramente ladeada, alzó la cajita alargada entre el dedo índice y el pulgar y la agitó, como un padre que provoca a su hijo con un caramelo.
– Hora de ponerse alegre, Hansi -dijo con una voz casi amable mientras sacaba una aguja hipodérmica desechable-. Más alegre que nunca…
Hansi intentó gritar, pero el joven le metió un trapo apestoso en la boca antes de obligarle a estirar el brazo y subirle la manga.
En la fracción de segundo que transcurrió antes de que la heroína letalmente pura entrara en su organismo, los ojos de Hansi miraron veloces de un hombre al otro. Las palabras «Sé quiénes sois… Os vi y sé quiénes sois…» murieron en su lengua inmovilizada por el trapo sucio que le habían metido en la boca. La heroína tan sólo tardó unos segundos en invadir el cuerpo magro de Hansi Kraus. Mientras le sacaban el trapo de la boca y le daban la espalda para dejarle morir solo, a Hansi le pareció percibir el olor de unas sábanas recién lavadas.
S á bado, 21 de junio. 4:00 h
Polizeipräsidium (Hamburgo)
El ambiente de la sala de investigaciones era una extraña mezcla de excitación y agotamiento. A aquellas horas de la noche previas al amanecer, los agentes que acababan de levantarse y aquellos que, como Fabel, María, Paul y Anna, llevaban despiertos y activos desde el día anterior se esforzaban por sacudirse de encima el cansancio físico que se pegaba a ellos y apagaba la emoción que suponía estrechar el cerco sobre su presa. Había un zumbido de voces que hablaban por teléfono, despertando a agentes contrariados de toda Europa, desde Hamburgo a Kiev.
Y ahí, en primer plano, aumentados y clavados en el centro de la pizarra, los fríos ojos verdes de Vasyl Vitrenko, como si fueran la mirada malévolamente heroica de algún dictador de la Europa del Este, se posaban con aire de desafío sobre aquellos que lo perseguirían. Al lado de la imagen de Vitrenko estaban las copias de las fotos del granero que les había dado su padre. Cuando Fabel pegó las imágenes en la pizarra, una incredulidad atónita acalló por un momento el vocerío de la sala.
Maria, que hablaba inglés razonablemente bien y un poco de ruso, perseguía por teléfono a los agentes de policía reacios de Odesa y Kiev. También había revisado las bases de datos de la Europol y la Interpol, en las que encontró un dato aquí y otro allá que les ayudaron a formarse una idea de la persona que había detrás de la imagen colgada en la pizarra.
Fabel aprovechó un momento de relativa tranquilidad en la sala para convocar a la mayoría de su equipo, que esperó a que los compañeros que seguían al teléfono finalizaran sus llamadas.
Fabel se colocó delante de la pizarra y se apoyó en la mesa, apretando los nudillos en la superficie de cerezo pulida. Respiró hondo antes de comenzar el informe sobre lo que le había contado el ucraniano. La sala quedó en silencio, reinaba una calma intensa, como si alguien hubiera atado el aire y lo estuviera tensando, mientras Fabel reproducía el relato del anciano sobre cómo había perseguido a su hijo por las montañas y llanuras medio desiertas de Afganistán, siguiendo un rastro de atrocidad cada vez mayor, que había culminado en el descubrimiento del granero. Luego, les hizo un resumen de lo que sabía sobre los asesinatos de Kiev.
– Muy bien, gente. Tenemos un sospecho principal claro; pero, mientras conseguimos los datos necesarios para que la fiscalía del estado tramite la orden para proceder a su detención e interrogatorio, no tenemos ninguna prueba sólida para trincarlo. -Fabel se dio la vuelta y dio un golpe con la palma de la mano en el retrato ampliado-. Coronel Vasyl Vitrenko, ex agente del Berkut ucraniano o unidad antiterrorista Águilas Doradas. Cuarenta y cinco años. Y un hijo de puta duro y desalmado. Tenemos a un testigo ocular, aunque posterior a los hechos, que afirma que Vitrenko orquestó asesinatos en masa siguiendo exactamente el mismo modus operandi que hemos visto aquí en Hamburgo. También tenemos una serie de asesinatos idénticos en Kiev… Pero, de nuevo, estos episodios no nos sirven de mucho porque no podemos relacionar de forma concluyente a Vitrenko con estos crímenes, especialmente porque la policía ucraniana cree que ya tiene al autor. Pero lo que sí tenemos es un posible móvil. Parece ser que al menos dos de nuestras víctimas tenían información, potencialmente muy dañina, sobre un gran chanchullo inmobiliario en el que estarían implicados nuestros amigos los Eitel y contactos ucranianos. ¿María?
Maria Klee cogió sus notas y las hojeó. Comenzó a hablar, pero el cansancio le había resecado la garganta, y tosió un poco antes de empezar.
– He hablado con la policía ucraniana de Kiev, la unidad antiterrorista del Berkut y el servicio secreto SBU. Como era de esperar, el SBU no se ha mostrado muy comunicativo, pero la policía sí me ha dado información sobre los asesinatos de Kiev. Parece que piensan que nuestro asesino es un imitador, porque, como ha dicho el Hauptkommissar Fabel, juran que detuvieron al verdadero culpable. -Volvió a mirar sus notas-. Un tal Vladimir Gera… -Maria se atrancó con el apellido y volvió a intentarlo-. Vladimir Gerassinenko. Al parecer, era un tipo brillante que trabajaba de interventor de ferrocarril. Hubo tres víctimas. Dos de ellas fueron, bueno, sacrificadas como parte de una especie de rito. Había la sospecha de que en los rituales participaron otras personas, pero a Gerassinenko lo condenaron por el tercer asesinato.
– ¿La periodista? -preguntó Fabel.
– Sí. Y la mató en su casa.
– Igual que a Angelika Blüm. -Fabel expuso aquella obviedad para remarcar el hecho, pero su voz sonó apagada y cansada-. ¿Hay alguna posibilidad de mandar a alguien a Ucrania para que interrogue a este tal…?
– Gerassinenko… -Maria ayudó a Fabel con el nombre-. No es probable. Ucrania firmó una moratoria de la pena de muerte en 1997 y la abolió en 2000…, pero Gerassinenko fue ejecutado en 1996.
Fabel soltó un suspiro.
– ¿Qué más has descubierto?
– Bueno… Tu hombre, el padre de Vitrenko, ya no está en servicio activo en ninguna sección de la policía ucraniana. He hablado con una persona del Ministerio del Interior, la única que han querido sacar de la cama, y, según él, el comandante Stepan Vitrenko se retiró hace años del Berkut. Al tipo con el que he hablado he podido sacarle que para Vitrenko padre dar caza a su hijo se ha convertido en una especie de cruzada individual. Al parecer, los soviéticos lo mandaron tras Vitrenko en Afganistán, y desde entonces se ha convertido en una obsesión para él.
– Imagino por qué -dijo Fabel.
– Tengo que añadir -dijo Maria- que la única razón por la que los ucranianos dan más importancia a la desaparición de Vitrenko que a la de una persona desaparecida normal y corriente es porque se trata de un gran especialista en antiterrorismo y crimen organizado. Por lo que a ellos se refiere, el único delito que ha cometido es desertar de su puesto.
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