El Elba se extendía delante de ellos, negro e insondable, bordeado en la otra orilla por las luces del astillero. MacSwain viró el barco para ponerlo paralelo a la orilla y apagó el motor. Pulsó un botón en el cuadro de mandos, y Anna oyó el traqueteo rápido de una cadena pesada mientras el ancla se hundía en el río oscuro. Con el motor apagado, Anna oía los sonidos del agua que los rodeaba; tenía la sensación de estar sobre un ente vivo y enorme cuyo aliento y piel chocaban contra el casco del barco mientras su cuerpo infinito se mecía debajo de ellos. MacSwain desconectó las luces.
– ¿No te parece espléndido? -dijo, recorriendo con la copa de champán la orilla distante. En cualquier otra situación, Anna se habría quedado cautivada: Hamburgo brillaba en la noche, y el Elba reproducía su belleza, animando el reflejo centellador de la ciudad.
– Es precioso… -dijo Anna-. De verdad. Me alegro de que me hayas traído aquí…
– Me encanta esta ciudad -dijo MacSwain-. Es mi lugar. Siempre querré estar aquí.
– Pero me has dicho que eras británico, ¿verdad? ¿No echas de menos… -Anna intentó pensar en algo británico que pudiera echarse de menos- la lluvia? -Se rió al decirlo.
MacSwain también se rió.
– Hamburgo ya tiene lluvia más que suficiente para matar cualquier sentimiento de añoranza por el clima lluvioso, créeme. Pero no, no echo de menos nada de Gran Bretaña. Hamburgo me proporciona todo lo que necesito de lo británico; a veces es como si viviera en el barrio situado más al este de Londres. Hamburgo es una ciudad única en el mundo. No me marcharía por nada del mundo.
Anna se encogió de hombros.
– Yo… podría quedarme o marcharme.
El rostro de MacSwain se animó.
– No lo entiendo. Sólo se tiene una vida. El tiempo que tenemos es demasiado precioso como para desperdiciarlo. ¿Por qué querría uno vivir en un sitio que le es indiferente?
– Por inercia, supongo. Requiere menos esfuerzo quedarse. Supongo que me da pereza reunir la energía necesaria para alcanzar la velocidad de escape.
– Pues me alegro de que no lo hayas hecho, Sara. Si no, no estaríamos aquí. -Se sentó a su lado-. Me encantaría enseñarte tu ciudad… con los ojos de un extranjero. Estoy seguro de que podría cambiar lo que sientes por ella. Y así tendría la oportunidad de conocerte mejor…
Se acercó. Anna olió el perfume sutil de una colonia cara. Lo miró a los ojos verdes y brillantes y examinó sus facciones perfectamente definidas. Anna se dio cuenta de que dudaba mucho de que MacSwain tuviera algo que ver con los asesinatos que estaban investigando o incluso que fuera quien había drogado a esas chicas para utilizarlas en actos de sexo con carácter ritual. MacSwain tenía una belleza clásica; se apreciaba con claridad que debajo de la ropa tenía un cuerpo musculado y de proporciones perfectas; era cortés, inteligente e inspiraba confianza. Todo en él tendría que resultarle atractivo. Sin embargo, cuando MacSwain acercó la cara a la de ella y su boca envolvió la suya, tuvo que combatir una arcada que le subió por el pecho.
La Barthel WS 25 de quince metros de eslora era la lancha más nueva de la policía portuaria de Hamburgo, pero no la más rápida. El Kommissar Franz Kassel había ordenado apagar todas las luces en contravención de las normas portuarias que él mismo obligaba a respetar todos los días. Kassel alzó los binoculares y examinó el barco a motor de MacSwain, que se alejaba del muelle. Refunfuñó algo para sí mismo cuando vio que la embarcación era un Chris Craft 308 o un Express Cruiser 328. Ideal para navegar. También era rápida. Mucho más, si el propietario quería, que los veintidós kilómetros por hora que alcanzaba la VVS 25. Pero no era más rápida que las ondas de radio o el radar. Si el barco intentaba escapar, Kassel podía pedir refuerzos a cualquiera de los Kommissariats de la WSP que había a lo largo del río de allí a Cuxhaven. Con todo, sabía que había una agente de policía en aquella embarcación. Y, por lo que le había contado la Oberkommissarin Klee por radio, si se producía una llamada de socorro, la capacidad de reacción podía significar la diferencia entre la vida y la muerte.
Kassel tenía un aspecto fantasmal: era increíblemente alto y delgado, de pelo rojizo y con pecas que parecían haber surgido después de veinte años de exposición al aire, al sol y al rocío salobres del puerto. Se dejó colgados al cuello los binoculares, se quitó la gorra de la WSP y se pasó los dedos huesudos por el pelo rubio, seco y ralo.
– Chico malo… -farfulló, y cogió la radio.
Anna apartó a MacSwain, colocándole la mano en el pecho y empujándolo; no con fuerza, pero sí con la firmeza suficiente como para que captara el mensaje. Mientras se separaban, Anna se aseguró de sonreír.
– ¿Qué pasa, Sara? -La voz de MacSwain sugería una preocupación que no transmitían sus fríos ojos verdes.
– Nada… -dijo Anna. Luego, casi con coquetería, dijo-: Es que quiero ir despacio. Apenas te conozco. No te conozco.
– ¿Qué hay que saber? -MacSwain intentó besarla de nuevo. Anna se apartó. Esta vez el empujón que le dio con la mano en el pecho fue más en serio.
Maria Klee se volvió hacia Paul Lindemann, sosteniendo aún el transmisor de la radio a medio camino de la boca.
– El capitán de la lancha de la WSP dice que, si queremos, hay un modo de acabar con esto ahora mismo sin alertar a MacSwain de que lo estamos vigilando.
A Paul se le iluminó la mirada.
– ¿Cómo?
– MacSwain está haciendo un pequeño recorrido nocturno por Hamburgo. El capitán de la lancha dice que ha apagado las luces del barco. Y eso está prohibido… Está cerca de una ruta de navegación principal y podría representar un peligro. Por suerte, nuestro hombre de la WSP también ha apagado las luces. Dice que puede abordar a MacSwain antes de que se dé cuenta, escoltarlo hasta su atracadero y multarlo. Sería un modo de fastidiarle la noche a MacSwain… y de llevar a Anna a tierra firme.
– ¿Tú qué opinas?
– Anna no nos ha indicado que quiere que la saquemos de allí. Y no hemos obtenido ninguna información útil. Creo que deberíamos ceñirnos al plan. Sin embargo, por otro lado, en cuanto vuelva a encender las luces de navegación, nuestra excusa se debilitará. Tú decides, Paul.
Viernes, 20 de junio. 21:40 h
Speicherstadt (Hamburgo)
El cigarrillo sin filtro ardía peligrosamente cerca de los labios del ucraniano, y éste los apretó con fuerza al dar la última calada. Cogió el pitillo diminuto con el índice y el pulgar, lo tiró al suelo y lo apagó con el tacón.
Fabel sacó una docena de fotografías del sobre beige. Cuando vio las primeras imágenes, fue como si recibiera un martillazo en el pecho. Tres fotos en color mostraban a la misma mujer, desde ángulos distintos; le habían abierto y desgarrado el abdomen y extraído los pulmones. Fabel notó un regusto de bilis en la boca. Más horror. Vio que la chica rubia volvía la cabeza para mirar por la pequeña ventana el espacio vacío del almacén, como si quisiera evitar que su mirada recayera en las fotos. Con un gesto de la mano, el ucraniano no quiso hablar de aquellas imágenes.
– Ya llegaremos a ese caso después… -El ucraniano le indicó a Fabel que pasara al siguiente grupo de fotos. La chica dejó de mirar por la ventana y se dio la vuelta. Las siguientes imágenes no se habían tomado con luces extras para iluminar la escena, sino que se había confiado en el flash de la cámara para que lanzara un foco de luz y viveza intensas. Por alguna extraña razón, la fotografía no profesional con flash daba a cada escena una inmediatez y un realismo de los que carecía la objetividad clínica de la fotografía forense. Con cada estremecimiento de horror, Fabel se descubrió mirando una nueva imagen de mujeres, algunas aún niñas, despedazadas del mismo modo. Pero en cada foto, acechando en los bordes oscuros de los flashes de la cámara, Fabel vio que había otras víctimas. Pasó a la última imagen.
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