Craig Russell - Muerte en Hamburgo

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Muerte en Hamburgo: краткое содержание, описание и аннотация

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El detective Jan Fabel se encuentra ante el caso más sanguinario y macabro de su historia profesional. Los cadáveres de dos mujeres a las que han arrancado los pulmones y las notas desafiantes de alguien que firma como «Hijo de Sven» son las únicas pistas de un asesino cuya motivación va más allá de la ira, acercándose a una suerte de ritual donde lo sagrado y lo monstruoso se dan la mano para teñir de escarlata toda la ciudad. Mientras Fabel avanza en la investigación, va quedando claro que se trata de algo mucho más complejo que el trabajo de un simple psicópata.

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– ¿La llave?

El conserje buscó la llave correcta. Fabel cogió el manojo, sonrió e hizo un gesto con la cabeza al conserje. Después, con un movimiento de la mano; le indicó que se retirara. La mímica continuó: se señaló a él y a Werner; levantó un dedo, y luego dos, para indicar que él y Werner entrarían primero. Fabel y Werner desenfundaron sus armas, y Fabel llamó al timbre de la puerta. Oyeron el zumbido electrónico del timbre dentro del apartamento. Luego, nada. Fabel hizo un gesto con la cabeza a Werner y metió la llave en la cerradura. Giró la llave y abrió la puerta con un movimiento fluido. Las luces del apartamento estaban encendidas. Werner entró seguido de inmediato por Fabel.

– ¿Frau Blüm? -La llamada de Fabel obtuvo un silencio por respuesta. Escudriñó lo que podía ver del apartamento. Junto a la puerta había una silla y una mesa auxiliar. Un abrigo de mujer que parecía caro descansaba descuidadamente en la silla, y un bolso de piel italiano estaba tirado sobre la mesa. Fabel dejó de agarrar la Walther con tanta fuerza. Sabía que en el piso no había nadie. Nadie que estuviera vivo, por lo menos.

Las paredes del pasillo de la entrada eran de un azul pálido y estaban adornadas con grandes lienzos originales: estudios abstractos en tonos violetas y rojos intensos que contrastaban con la frialdad de las paredes.

Mientras Fabel cruzaba el pasillo, miró a la izquierda a través de las puertas dobles de cristal abiertas que daban al gran salón. La habitación estaba vacía. De nuevo, una frialdad elegante servía de telón de fondo a unos muebles caros y la correspondiente obra de arte original. En su examen rápido de la habitación, Fabel creyó ver las líneas alargadas de una escultura de Giacometti. Era pequeña, pero parecía un original. Siguió caminando. A la derecha, estaba el baño. Vacío. La siguiente puerta a la derecha era el dormitorio. Vacío. La última puerta del pasillo estaba cerrada, y cuando la abrió, la habitación estaba a oscuras. Alargó la mano y la deslizó por la pared hasta que encontró el interruptor". La luz procedente de una sucesión de apliques dirigidos inundó la habitación.

Horror.

Fabel no lograba entender por qué no estaba preparado para aquello. Sabía que la encontrarían muerta en el apartamento. Cuando vio aquella puerta cerrada y la habitación a oscuras, su instinto le había dicho que Angelika estaría allí. Pero aun así se sentía como si le hubiera arrollado un camión.

– Dios santo… -Era como si a Fabel le hubieran succionado el aire del pecho. Le entraron arcadas-. Dios bendito…

La habitación estaba pensada para ser un dormitorio, pero la habían rediseñado para convertirla en un despacho. Había estanterías, llenas de libros y carpetas, en tres de las paredes. La cuarta alojaba la ventana que ocupaba casi todo el largo de la habitación y que ahora estaba oculta tras unos estores bajados. Frente a la ventana había una mesa ancha de haya con un ordenador portátil encima. Como sucedía en el resto del piso, la decoración era comedida, elegante y refinada.

En el centro del cuarto había una explosión de carne, sangre y huesos. El cuerpo de una mujer. Boca abajo. Le habían abierto la espalda con cortes paralelos a la columna vertebral. Habían separado las costillas, dejando al descubierto el crudo interior del abdomen, y le habían arrancado los pulmones y los habían echado fuera.

Aparte de las zapatillas de toalla con suelas de esparto que llevaba, estaba desnuda. Habían lanzado un albornoz de toalla, a juego con las zapatillas, en un rincón del cuarto. Aparte de estas prendas de vestir, no había más ropa en la habitación.

Fabel vio que, además de la carnicería del torso, de la cabeza le salía un gran chorro de sangre que se extendía por el suelo de madera de pino. La parte posterior del cráneo era una masa apelmazada de sangre y pelo caoba.

– Joder. -Werner estaba ahora junto a Fabel y habló entre exclamaciones que intentaban contener las náuseas-. Joder.

Maria y Anna Wolff también entraron. Anna reprimió una arcada y salió corriendo por el pasillo. Fabel la oyó vomitar en el váter del baño de Blüm. A los chicos del Tatort les iba a encantar: acababa de contaminar la escena fundamental de un asesinato. Pero Fabel no pudo culpar a la dura Annita. El mismo tuvo que cerrar los ojos un momento e intentar borrar la imagen de su retina hasta que logró recomponerse. Pensó en si Anna ya estaría mejor. Respiró hondo y despacio. No se acercó más al cuerpo, consciente de nuevo de la necesidad de preservar la escena principal del crimen, y cuando los demás comenzaron a apelotonarse en la puerta, les ordenó que recularan y salieran del piso.

Al cabo de una hora, todo el edificio estaba abarrotado de gente. Fabel le había pedido al Polizeikommissar de Uhlenhorst que solicitara más agentes para que fueran puerta por puerta a interrogar a los vecinos. El equipo del Tatort había llegado, encabezado por Holger Brauner, y también el doctor Möller, el patólogo. Fabel conocía a Brauner de investigaciones anteriores y tenía muy buena opinión de él. El único problema era que el capullo arrogante de Móller parecía competir siempre con Brauner. La verdad era que aunque Fabel no soportara tener que admitirlo, Moller también era un patólogo excelente y poseía una mente agudísima.

Fabel había acordonado la escena del crimen y la había dejado en manos del equipo del Tatort. El protocolo que seguían era que Brauner examinaba primero la escena, sin tocar el cuerpo, y sólo cuando él y su equipo habían acabado, Moller podía entrar para llevar a cabo su examen. Por consiguiente, Moller estaba en la puerta del piso, subiéndose por las paredes. Para Fabel, aquél fue el único momento bueno del día.

Brauner salió por fin. Sin mirar siquiera a Moller, le pidió a Fabel que entrara.

– Hay algo que tienes que ver antes de que lo meta en la bolsa para examinarlo en el laboratorio.

Brauner lo condujo hasta la escena del crimen. Fabel tuvo que pasar por delante del cadáver, rozando a dos técnicos del Tatort enfundados en sus batas. El fotógrafo estaba recogiendo su equipo, y en el cuarto apenas quedaba espacio para moverse. Brauner llevó a Fabel hasta la mesa y señaló el ordenador portátil. En la pantalla, había abierto un mensaje de correo electrónico enviado hacía poco. Era el que había llegado al Präsidium justo después de las once y los había conducido hasta allí. El asesino no sólo lo había enviado desde el portátil de Angelika Blüm; lo había dejado abierto y esperando su llegada.

– ¡Será cabrón! -Fabel sintió que una furia ciega se apoderaba de él. Siempre se enorgullecía de mantener la calma, el control, pero aquel tipo le sacaba tanto de quicio que sus defensas habituales ya no pudieron soportarlo más-. Este cabrón se está mofando de nosotros. Es lo que quería, es exactamente la escena que tenía en mente: ¡yo en esta habitación con el cadáver y leyendo este puto mensaje por segunda vez! -Fabel se volvió hacia Brauner-. Entonces, ¿estaba aquí a las once?

– No necesariamente. El envío del mensaje estaba programado. Pero hay más. -Brauner, utilizando con cuidado un dedo enguantado en látex, seleccionó «Ocultar aplicación», y apareció el escritorio del portátil. Brauner clicó en una serie de carpetas. Estaban todas vacías.

– Es extraño -dijo Brauner-. ¿Qué clase de asesino en serie entra en el ordenador de su víctima y borra todos sus archivos?

– ¿Puedo llevarme el portátil para que la sección técnica le eche un vistazo?

– No, aún no. Ya hemos sacado las huellas, pero quiero abrirlo. Los teclados de los ordenadores tienen tantos rinconcitos como botones; debajo de las teclas se quedan atrapadas todo tipo de cosas. Con un poco de suerte puede que demos con un pelo o algún epitelio de nuestro asesino.

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