Craig Russell - Resurrección

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En la tercera novela de la serie de Jan Fabel, un temible asesino que cree haberse reencarnado, se venga de aquellos que le traicionaron en una vida anterior…
El detective Jan Fabel y su equipo se enfrentan a una serie de homicidios: un político de izquierdas y homosexual confeso, y un prestigioso científico. Ambos fueron asesinados siguiendo el mismo método: los cuerpos tenían el cuero cabelludo seccionado y, sobre ellos, un pelo rojo teñido en la escena, procedente de la misma cabeza y cortado veinte años antes.
Fabel descubre que las víctimas pertenecían a un grupo anarquista de los años 70. Mientras tanto, los demás miembros del grupo, que habían tratado de dejar atrás su pasado, se dan cuenta de que un temible asesino va tras ellos.

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– ¡Silencio!

Fue entonces cuando Fabel lo oyó. Un bip. El segundo especialista en explosivos se acercó al primero, se quitó el casco y giró el oído hacia el sonido. Todos lo imitaron al mismo momento, siguiendo la mirada de los artificieros.

Estaba encima del reproductor de CD. A primera vista parecía simplemente otro aparato de audio: una pequeña caja gris de metal con una luz roja que se encendía y apagaba al unísono con los bips.

Mientras Fabel contemplaba el dispositivo, hipnotizado por la luz roja intermitente que brillaba al ritmo de los bips, se preguntó por qué se quedaba allí inmóvil, en lugar de salir corriendo y salvar la vida.

Entonces el bip pasó a ser constante, la luz roja del detonador de la bomba dejó de encenderse y apagarse y se mantuvo encendida.

14.20 H, ElMSBÜTTEL, HAMBURGO

Cuando Maria Klee volvió a entrar en el apartamento con el teléfono móvil todavía en la mano, los rostros que se volvieron hacia ella parecían despojados tanto de color como de expresión.

– ¿Me he perdido algo? -preguntó.

– No exactamente -dijo Fabel-. Creo que en realidad algo nos ha perdido a nosotros.

El especialista en desactivar bombas estaba con el detonador, aquella caja gris y metálica, aferrado en su mano enguantada, con los cables colgando. Cuando la luz había pasado a ser un rojo constante, él se había abalanzado hacia delante y simplemente había arrancado el detonador de cuajo con cables y todo. «No teníamos nada que perder», explicó más tarde. Cuando Maria entró, el otro artificiero estaba sacando cuidadosamente el reproductor de CD y el amplificador de los estantes.

– Lo tengo -dijo, después de levantar un pequeño paquete gris envuelto en plástico que estaba oculto detrás del equipo de audio-. Ya estamos a salvo.

– Bien hecho -le dijo Fabel al primer técnico-. Si no se hubiera movido tan rápido…

El artificiero meneó la cabeza.

– Me temo que no puedo adjudicarme el mérito de eso. Actué más por reflejo que por otra cosa. Me habría resultado imposible llegar a tiempo para desconectar el detonador. Fue el mismo dispositivo el que falló. Algo salió mal, por alguna razón. Supongo que habría algún fallo en el detonador. Me parece poco probable que los cables se soltaran. Por lo que he visto en la bomba debajo de su coche, este tipo es bastante meticuloso.

El otro técnico metió delicadamente el paquete explosivo dentro de un contenedor de paredes gruesas.

– La masa del dispositivo alcanzaba para matar a todos los que estábamos dentro del apartamento, pero no habría puesto en riesgo la integridad de la estructura, salvo por las ventanas, que habrían salido volando hasta Buxtehude.

– Creo que sí me he perdido algo -dijo Maria.

– ¿Quién te ha llamado? -preguntó Fabel.

– Oh… Era Frank. Frank Grueber, quiero decir. Ya ha regresado de la escena del homicidio de la casa de la madre de Brandt. Sacó unos pelos del dormitorio de Brandt hijo. De un cepillo. Consiguió hacer un análisis de ADN rápido para averiguar si había algún nexo familiar entre su pelo y el antiguo.

– ¿Y?

– Hay bastantes marcadores comunes para sugerir una relación muy cercana. Probablemente de padre e hijo. Al parecer, hemos dado con el hijo de Franz el Rojo.

Después de una situación de gran peligro y amenaza, sobreviene una gran fatiga. La adrenalina que ha recorrido el cuerpo permanece allí y absorbe hasta los últimos restos de energía. Músculos que no han hecho nada, pero que han estado tensos como cuerdas de violín, comienzan a doler, y un agotamiento nauseabundo y tembloroso se instala en el cerebro y en el cuerpo. Fabel caminó hasta su coche sintiéndose completamente exhausto.

Werner colocó su tranquilizadora corpulencia en el asiento del pasajero del BMW de Fabel. Los dos hombres se quedaron sentados durante un momento, sin hablar.

– Estoy demasiado viejo para esta mierda -dijo-. Realmente pensé que no saldríamos de ésta. Jamás he estado tan asustado en toda mi vida.

Fabel suspiró.

– Por desgracia, Werner, yo sí. Esta es la tercera vez que me he topado de bruces con una bomba y ya estoy harto. Lo único que quería hacer era proteger a la gente. Para mí, ser policía se trataba de eso… interponernos entre los hombres, las mujeres y los niños y el peligro. Años atrás, cuando Renate y yo aún estábamos juntos y Gabi era una niña, fuimos de vacaciones a Estados Unidos. A Nueva York. Vi un coche patrulla de la policía de Nueva York, y a un costado del mismo ponía «To protect and serve». Proteger y servir. Recuerdo que entonces pensé que tendríamos que poner esa frase en todos los coches de la Polizei de Hamburgo. Pensé: «Eso es lo que yo hago, lo que soy».

– Jan -dijo Werner-. Ha sido un día larguísimo y terrible. Déjame conducir. Te llevaré a casa.

– ¿Qué estamos haciendo aquí, Werner? Un lunático se está vengando de personas que conspiraron para matar a otras personas hace veinte años. Un asesino matando asesinos. Tienes que admitirlo: hay algo de justicia natural en todo eso. Esos gilipollas casi parten en dos nuestro país. Todavía tengo fragmentos de bala en el cuerpo del arma de una chica de dieciocho años. ¿Y para qué? ¿Qué se consiguió con la muerte de Franz Weber? ¿Qué conseguí con volarle la cara a una jovencita que tendría que haber pensado solamente en los chicos y en la ropa para la discoteca? Ahora tendría treinta y ocho años, Werner, si no la hubiera matado. Si Svensson no le hubiera clavado sus garras, ella estaría llevando a sus chicos a la escuela. Iría al gimnasio tres veces por semana para reducir la cintura. Y tal vez, cada tanto, pensaría: ¿no estaba loca cuando era joven?, ¿en qué estaba pensando? Habría tenido hijos, Werner. Toda una generación borrada porque yo tiré del gatillo.

– Es lo que hacemos, Jan -dijo Werner-. Si no hubieses estado allí durante aquel asalto al banco, habría muerto otra persona. Tal vez muchas más.

– Quiero una nueva vida, Werner. Una vida distinta de todo esto. Le he dicho a Van Heiden que este caso sería el último. Se acabó. Voy a renunciar a la Polizei de Hamburgo tan pronto este cabrón esté tras las rejas. Un antiguo compañero de escuela me ofreció un trabajo. Voy a aceptarlo.

– No puedes estar hablando en serio, Jan. No me importa lo que digas. Jamás habríamos tenido el número de condenas que hemos logrado si tú no hubieses estado al cargo. Y, a pesar de todo lo que dices sobre la muerte, cada vez que metes a un asesino en prisión, salvas sólo Dios sabe cuántas vidas.

– Tal vez eso sea cierto, Werner. Pero es hora de que lo haga otro. -Fabel le dedicó a su amigo una sonrisa cansada y triste-. Ya he tomado la decisión. De todas maneras, volvamos al Präsidium. Tengo que terminar algo antes.

Fabel acababa de girar la llave del encendido cuando sintió el peso de la mano de Werner en su brazo. Cuando Fabel se volvió hacia él, Werner estaba mirando directamente hacia delante a través del parabrisas, como si algo lo hubiese hipnotizado.

– Dime que no estoy viendo visiones -dijo Werner, haciendo un gesto en dirección del cordón policial.

Fabel siguió su mirada. Una joven pareja estaba protestando delante de un agente uniformado y el hombre señalaba el edificio de apartamentos.

Fabel y Werner abrieron ambas puertas del coche al mismo tiempo y comenzaron a correr hacia donde Franz Brandt discutía con el policía.

21.30 h, PolizeiprÄsidium, Hamburgo

Fabel dirigió el interrogatorio de Franz Brandt. Anna y Henk llevaron a su novia, Lisa Schubert, a otra sala de interrogatorios. Franz Brandt respondió a las preguntas de Fabel con una confundida incredulidad, luego con angustia y, finalmente, con una furia cruda y amarga. Sostenía no saber nada sobre la bomba en el apartamento de Schubert y la sugerencia de que estaba implicado en la muerte de su madre lo indignó profundamente. Después de que Fabel suspendiera el interrogatorio e hiciera que trasladaran a Brandt a una celda, habló con Anna y Henk, quienes confirmaron que Schubert había respondido de la misma manera. Incluso había exhibido señales de un leve shock.

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