Abrió la carpeta y buscó el dibujo que Ralf Fischmann había descrito en la cinta. Lo encontró. Una corriente eléctrica le recorrió la piel e hizo que se le pusieran de punta los pelos de la nuca. Ralf Fischmann tenía razón: había obligado al dibujante a lograr un nivel de detalle mucho más alto de lo que era habitual en los retrato-robot de la policía. Era, por cierto, un retrato.
Fabel miró fijamente la cara muy real de una persona muy real. Una cara que reconocía.
– Ahora lo entiendo, cabrón -le dijo en voz alta a la cara que tenía delante-. Ahora sé por qué no querías que nadie te tomara una fotografía. Los otros tenían la cara tapada… tú eras la única persona que alguien vio.
Fabel dejó la imagen de un joven Gunter Griebel sobre su escritorio, se levantó de la silla y abrió de golpe la puerta de su oficina.
13.20 H, POLIZEIPRÁSIDIUM, EÍAMBURGO
Werner había convocado a todo el equipo en la sala principal de reuniones. Fabel le había pedido que organizara ese encuentro para poder comunicarles lo que había descubierto sobre Gunter Griebel. Estaba claro que todas las víctimas habían pertenecido al grupo terrorista de Franz el Rojo Mülhaus, los Resucitados. También era más que probable que todos hubieran participado del secuestro y asesinato de Thorsten Wiedler. Fabel estaba convencido de que los asesinatos estaban relacionados con aquel suceso, pero la persona con más motivos para efectuarlos, Ingrid Fischmann, también había sido asesinada. Ella había mencionado a un hermano. Fabel había decidido encargar a alguien que lo rastreara y estableciera su paradero en el momento de cada homicidio.
Sin embargo, los acontecimientos se adelantarían a todas sus ideas.
La mayoría de los miembros de la brigada de Homicidios, al igual que el mismo Fabel, habían dormido muy poco en los últimos dos días, pero él se dio cuenta de que algo había disipado la fatiga de sus colegas. Ellos estaban sentados, en actitud expectante, en torno a la mesa de reuniones de madera de cerezo, mientras una fila de rostros muertos y despojados del cuero cabelludo -Hauser, Griebel, Schüler y Scheíbe- los contemplaban desde el tablero de la investigación. Aún no habían tenido tiempo de obtener una imagen de la última víctima, Beate Brandt, pero Werner había apuntado su nombre junto a las otras imágenes, dejando un espacio para ella entre los muertos, como una tumba recién cavada pero todavía vacía. Centrada sobre la fila de víctimas, la intensa mirada de Franz el Rojo Mülhaus flotaba sobre la sala desde la vieja fotografía de la policía.
– ¿Qué tenéis vosotros? -Fabel se sentó en el extremo de la mesa que estaba más próximo a la puerta y se frotó los ojos con la base de las manos, como si tratara de quitarles el cansancio.
Anna Wolff se puso de pie.
– Bueno, para empezar, nos han informado de una denuncia sobre una persona desaparecida. Un tal Cornelius Tamm.
– ¿El cantante? -preguntó Fabel.
– Ése mismo. Me temo que es un poco anterior a mi época. Nos hemos enterado de ello porque Tamm es contemporáneo de las otras víctimas. Desapareció hace tres días después de una actuación en Altona. Tampoco se encontró su furgoneta.
– ¿ Quién se ocupa de ello?
– He puesto a un equipo a cargo -dijo Maria Klee. Parecía tan cansada como Fabel-, con algunos de los agentes adicionales que nos han asignado. Les he dicho que probablemente estén buscando a la próxima víctima.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Fabel-. Pareces destrozada.
– Estoy bien… Sólo tengo dolor de cabeza.
– ¿Qué otras cosas hay? -Fabel se volvió hacia Anna.
– Hemos tratado de deducir de qué va todo esto -respondió Anna Wolff con una sonrisa-. ¿Acaso Franz el Rojo Mülhaus, supuestamente muerto hace veinte años, ha regresado de la tumba? Bueno, tal vez sí. He revisado todos los datos que tenemos sobre Mülhaus, así como recortes de prensa de aquella época. -Anna hizo una pausa y hojeó la carpeta que tenía delante, sobre la mesa-. Tal vez Franz el Rojo haya regresado para vengarse bajo la forma de su hijo. Mülhaus no estaba solo en aquel andén de Nordenham. Tenía a su lado a su novia, Michaela Schwenn, con quien mantenía una relación estable, y al hijo de ambos, que tenía diez años. El muchacho lo vio todo. Vio morir a su padre y a su madre.
Fabel sintió un cosquilleo en la nuca, pero sólo dijo:
– Eso no significa que su hijo haya salido a vengarse.
– Según los agentes de la GSG9 que estuvieron en la escena, la última palabra de Mülhaus antes de morir fue «traidores». Estos asesinatos no son ataques psicóticos sin motivo, chef. Todo esto es una venganza. Una deuda de sangre. -Anna hizo otra pausa. Podía verse la insinuación de una sonrisa jugando en las comisuras de sus labios rojos y carnosos.
– De acuerdo… -suspiró Fabel-. Adelante. Es evidente que estás por dar un golpe maestro…
La sonrisa de Anna se hizo más amplia. Señaló la fotografía en blanco y negro de Mülhaus que colgaba del tablero de la investigación.
– Es extraño, ¿verdad?, la forma en que algunas imágenes se convierten en iconos. La manera en que relacionamos automáticamente una imagen con una persona y a esa persona con una época y un lugar, con una idea…
Fabel hizo un gesto de impaciencia y Anna continuó.
– Recuerdo lo impresionada que quedé al ver una fotografía de Ulrike Meinhof antes de que se convirtiera en una terrorista de pelo desgreñado y téjanos. Era de ella y su marido en una pista de carreras. Estaba vestida como una típica y recatada Hausfrau de los años sesenta. Antes de que se radicalizara. Eso me hizo pensar y busqué otras fotografías de Mülhaus. Como saben, son muy escasas. Esta imagen que tenemos aquí es la que conocemos, la que se usó en los carteles de la policía en los años ochenta. Es en blanco y negro, pero podemos ver que el pelo de Mülhaus es realmente oscuro. Negro. Pero luego recordé las fotografías de Andreas Baader de 1972, cuando lo arrestaron. Llevaba el pelo teñido de rubio ceniza.
Anna sacó una ampliación en papel satinado de gran tamaño y la ubicó junto a la fotografía policial. Esta era a todo color. Era de un Franz Mülhaus más joven, sin su característica perilla. Pero había un rasgo que destacaba sobre todos los demás: su pelo. En el cartel de la policía el pelo de Mülhaus estaba peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente amplia y pálida, pero en la nueva imagen le caía sobre las cejas y le enmarcaba la cara en poblados rizos enmarañados. Y era rojo. Un rojo exuberante, moteado de reflejos dorados.
– El apodo de Franz el Rojo no se debía a su ideología política. Era por su pelo. -Anna clavó un dedo en la fotografía en blanco y negro y miró directamente a Fabel-. ¿Te das cuenta? Durante todo el tiempo que fue fugitivo, ocultó su característico pelo rojo tiñéndolo de oscuro. La BKA recibió la información de que Mülhaus se había oscurecido el pelo y cambiaron la imagen para que concordara. Pero hay más… al parecer el hijo de Mülhaus tenía el mismo color de pelo. Y cuando se fugaron juntos, Mülhaus también le tiñó el pelo a su hijo.
Hubo un silencio después de que Anna dejara de hablar. Entonces Werner expresó lo que todos pensaban.
– Mierda. La cuestión del cuero cabelludo y el pelo teñido. -Se volvió hacia Fabel-. Ahí tienes tu simbolismo.
– ¿Sabemos qué ocurrió con el hijo? -le preguntó Fabel a Anna.
– Los de servicios sociales se niegan a entregarnos el expediente hasta que obtengamos una orden judicial para acceder a esa información. Ya estoy en ello.
Fabel contempló la fotografía del joven Mülhaus. Debía de tener unos veinte años. Era evidente que se trataba de la obra de un aficionado, una fotografía hecha en exteriores a la luz del sol de un verano muy lejano en el tiempo. Mülhaus ofrecía una amplia sonrisa a la cámara y entrecerraba los ojos para protegerlos de la luz. Era un joven feliz y despreocupado. No había nada escrito en aquel rostro que sugiriera un futuro relacionado con homicidios y violencia. Al igual que lo que le había ocurrido a Anna con la fotografía de Ulrike Meinhof, a Fabel esa clase de imágenes siempre le resultaban fascinantes: todos tenían un pasado. Todos habían sido otra persona alguna vez.
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