Craig Russell - Resurrección

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En la tercera novela de la serie de Jan Fabel, un temible asesino que cree haberse reencarnado, se venga de aquellos que le traicionaron en una vida anterior…
El detective Jan Fabel y su equipo se enfrentan a una serie de homicidios: un político de izquierdas y homosexual confeso, y un prestigioso científico. Ambos fueron asesinados siguiendo el mismo método: los cuerpos tenían el cuero cabelludo seccionado y, sobre ellos, un pelo rojo teñido en la escena, procedente de la misma cabeza y cortado veinte años antes.
Fabel descubre que las víctimas pertenecían a un grupo anarquista de los años 70. Mientras tanto, los demás miembros del grupo, que habían tratado de dejar atrás su pasado, se dan cuenta de que un temible asesino va tras ellos.

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– Por supuesto que tuvo una reacción. Como le he dicho, ella había trabajado junto a Hauser en el pasado. Quedó muy impresionada cuando se enteró de lo que había ocurrido con él. -Los ojos de Brandt se llenaron de dolor cuando se dio cuenta de que estaba refiriéndose a la misma y espantosa desfiguración que había sufrido su propia madre.

– ¿Y los otros homicidios? -Fabel intentó mantener a Brandt concentrado en sus preguntas-. ¿Los mencionó? ¿Parecieron inquietarla particularmente?

– No lo sé. Yo estuve fuera, en otra excavación para la universidad, durante unas tres semanas. Pero ahora que usted lo dice, es cierto que me pareció bastante ensimismada y reservada los últimos días.

Fabel observó al joven con atención.

– ¿Usted encontró a su madre esta mañana cuando bajó a desayunar?

– Sí. Anoche llegué tarde y fui directo a la cama. Supuse que ella ya estaba dormida.

– ¿A qué hora?

– Cerca de las once y media.

– ¿Y no entró en la sala?

– Es obvio que no. Si lo hubiera hecho, habría visto a mi madre… de esa manera. Los habría llamadoa ustedes de inmediato.

– ¿Y dónde estuvo anoche hasta las once?

– En la universidad, preparando unas notas.

– ¿Alguien lo vio allí? Lo siento, Franz, pero tengo que preguntárselo.

Brandt suspiró.

– Vi al doctor Severts brevemente. Fuera de eso, creo que no.

Fue la mención del nombre de Severts lo que hizo que todo encajara para Fabel.

– Ya sé dónde lo he visto antes. Era algo que no dejaba de preguntarme. Usted fue el que descubrió el cuerpo momificado en el emplazamiento de HafenCity.

– Así es -dijo Brandt en tono sombrío. Tenía la mente ocupada en otras cosas, más allá de dónde había visto antes al detective que investigaba el brutal homicidio de su madre.

– ¿Sabe si su madre esperaba alguna visita anoche?

– No. Me dijo que iba a acostarse temprano.

Fabel vio que Frank Grueber entraba en la sala y le indicaba con un gesto a Fabel que ya podía pasar a la escena del crimen.

– ¿Tiene algún lugar donde alojarse esta noche? -le preguntó a Brandt-. Si no, puedo hacer que lo lleven a un hotel. -Fabel pensó en su propia situación reciente, en el hecho de que un acto de violencia lo había arrancado de su casa.

Brandt meneó su mata de pelo rojo.

– No es necesario, tengo una amiga y puedo quedarme en su casa. Voy a llamarla.

– De acuerdo. Deje la dirección y un número donde podamos ubicarlo. De veras, lamento muchísimo su pérdida, Franz.

15

Miércoles 14 de septiembre de 2005,

veintisiete días después del primer asesinato

13.00 H, POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO

Lo s días iban perdiendo definición, y se fundían los unos con los otros en un letargo sin fisuras. Fabel había dormido un par de horas, con interrupciones, en el Präsidium. Pero el hecho de que dos homicidios, ejecutados de maneras completamente distintas por el mismo asesino, hubieran coincidido, significaba que, incluso con todos los recursos de los que disponía, él y su equipo estaban haciendo esfuerzos más duros y más prolongados de lo que deberían. Todos estaban cansados. Cuando uno estaba cansado, su eficiencia no rendía al máximo. Y estaban buscando a un asesino de una eficiencia suprema.

Ya había amanecido cuando Fabel consiguió hacerse un poco de tiempo para ir a su casa a dormir unas horas y tomar una ducha que, con un poco de suerte, refrescaría sus sentidos y su capacidad de pensar.

Pero, para su frustración, se vio obligado a conducir justo al principio de la hora punta matinal y ya eran las ocho de la mañana cuando hizo girar la llave en la puerta de su apartamento. Al hacerlo, las imágenes de la casa de Brandt le vinieron a la mente. Casi esperaba encontrar otro cuero cabelludo en su apartamento. Aquel había sido su refugio, su lugar seguro lejos de la locura y la violencia de los otros. Pero ya no. Las ventanas habían sido limpiadas exhaustivamente, así como el resto del apartamento, pero él habría jurado que había un sutil olor a sangre flotando en el aire. El sol de la mañana ardía en el cielo sobre el Alster y entraba a raudales por las ventanas que daban al este. Sin embargo, para los ojos cansados de Fabel, aquella luz parecía, de alguna manera, estéril y fría. Como la de un depósito de cadáveres.

– Hay un sobre para ti sobre tu escritorio, chef -le dijo Anna cuando Fabel pasó por la Mordkommission de camino a su oficina-. Llegó esta mañana, cuando no estabas. Considerando todo lo que ha ocurrido, los de seguridad lo retuvieron abajo y lo pasaron dos veces por el detector. Está limpio.

– Gracias. -Fabel entró en su oficina y colgó la chaqueta en el respaldo de la silla. Era un sobre grande y grueso y cuando lo abrió encontró una gruesa carpeta de tapas azules unidas con dos gruesas bandas elásticas. Bajo una de las bandas había un casete; debajo de la otra, una tarjeta de salutación. Sacó la tarjeta y la contempló durante un largo rato, casi como si, aunque la letra era meticulosa y clara, no pudiera entender el significado de las palabras.

«Lo que le prometí. Espero que le sirva. Un cordial saludo. I. Fischmann.»

Siguió contemplando aquella nota escrita por la mujer con quien había hablado apenas dos semanas antes. Parecía imposible que, en ese pequeño lapso, la inteligencia, el ser que se escondía detrás de esa letra, hubiese desaparecido.

Sacó el casete y las bandas de la carpeta. Ingrid Fischmann había compilado un detallado dossier con toda la información que tenía sobre los Resucitados, así como datos de contexto sobre la banda Baader-Meinhof y otros grupos militantes y terroristas. Había fotocopiado y escaneado artículos, fotografías, expedientes. No había ningún documento original; ella se había tomado el esfuerzo de hacer copias para Fabel de todos los archivos más importantes. Salvo que lo que él tenía en las manos en ese momento era todo lo que había sobrevivido del trabajo de Ingrid Fischmann; los fantasmas de los originales que ella había trabajado tanto para mantener a salvo pero habían quedado destruidos por la explosión y el incendio que se produjo como consecuencia.

Le llevó un rato localizar un reproductor de casete en el edificio y tardaron quince minutos en traérselo. Mientras esperaba, hojeó el resto del material que había en la carpeta; no había duda de que era exhaustivo y Fabel necesitaría bastante tiempo para revisarlo detalladamente, pero sabía que tenía que hacerlo. Dentro de toda esa información podría encontrarse un detalle pequeñísimo, un hilo delgadísimo que le proporcionaría la coherencia que necesitaba tan desesperadamente en ese caso.

Después de que un agente uniformado le entregara el reproductor, Fabel cerró la puerta de su despacho, un gesto que todos los que trabajaban con él sabían interpretar como una señal de que no quería que lo molestaran, y conectó el contestador automático en su teléfono. El casete que Ingrid Fischmann le había enviado no era de la misma época que la grabación original, y el zumbido de la estática que sonó tan pronto presionó el botón de reproducción le hizo pensar que probablemente se tratara de la copia de una copia. Subió el volumen un poco para compensar. Se oyeron unos golpes y el sonido amortiguado de los movimientos de un micrófono. Luego, la voz de un hombre.

«Me llamo Ralf Fischmann. Tengo treinta y nueve años y era el chófer de Herr Thorsten Wiedler, del Grupo Industrial Wiedler. Por causa de esa tarea, recibí tres disparos, uno en el costado y dos en la espalda, efectuados por los terroristas que secuestraron a Herr Wiedler. No puedo entender qué pecado cometí para merecer que me dispararan. Pero, de la misma manera, tampoco puedo entender cuál fue el gran pecado cometido por Herr Wiedler para merecer que lo arrancaran de su familia.

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