Craig Russell - Resurrección

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En la tercera novela de la serie de Jan Fabel, un temible asesino que cree haberse reencarnado, se venga de aquellos que le traicionaron en una vida anterior…
El detective Jan Fabel y su equipo se enfrentan a una serie de homicidios: un político de izquierdas y homosexual confeso, y un prestigioso científico. Ambos fueron asesinados siguiendo el mismo método: los cuerpos tenían el cuero cabelludo seccionado y, sobre ellos, un pelo rojo teñido en la escena, procedente de la misma cabeza y cortado veinte años antes.
Fabel descubre que las víctimas pertenecían a un grupo anarquista de los años 70. Mientras tanto, los demás miembros del grupo, que habían tratado de dejar atrás su pasado, se dan cuenta de que un temible asesino va tras ellos.

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Leonard sintió el ardor de las lágrimas de sus ojos. Pensó en su madre. En lo mucho que la había desilusionado. En que había robado para hacerle daño.

El asesino desplegó una segunda lámina de plástico negro, bien gruesa y mucho más grande que la primera, y la colocó en el espacio que había dejado vacío. Luego se ubicó detrás de Leonard, cogió el respaldo de su silla, la inclinó hacia atrás y comenzó a «caminar» con ella por el piso, arrastrándola sobre las dos patas traseras sobre el plástico negro. A esa altura Leonard ya podía sentir y oír su propio pulso, la sangre fluyendo por sus orejas, los labios latiendo contra la mordaza de cinta aislante.

– En cualquier caso -continuó el asesino-, no es sólo que crea en la reencarnación. Sé que es real. Una ley de la naturaleza, tan sólida e incontrovertible como la ley de la gravedad. -Sacó un estuche de terciopelo del bolso y lo colocó sobre el plástico negro, junto a la silla-. Verás, Leonard, se me ha concedido un don. El don de la memoria… una memoria que viene de más allá del nacimiento, de más allá de la muerte. La memoria de mis vidas anteriores. Tengo una misión que cumplir. Y esa misión consiste en vengar un acto de traición que tuvo lugar en mi última vida. Por eso estaba allí aquella noche en que me viste, cuando merodeabas detrás del apartamento de Hauser. Aquél era el comienzo de mi búsqueda. Luego, la noche siguiente, maté a Griebel. Pero me queda más por hacer, Leonard. Mucho más. No puedo permitir que tú interfieras.

El hombre de pelo oscuro retrocedió un par de pasos y examinó a su víctima, fuertemente sujeta a la silla. Acomodó la lámina de plástico negro, alisándola. Luego examinó las paredes de la habitación, aparentemente evaluándolas. Se acercó a una de ellas y arrancó el poster de un grupo de rock americano, dejando al descubierto la mancha que Leonard, en un momento poco característico de preocupación por el aspecto de su hogar, había tratado de ocultar. Una vez más, el asesino dio un paso atrás y examinó la pared.

– Esto servirá. -Se volvió hacia Leonard y sonrió ampliamente, exhibiendo unos dientes blancos y perfectos-. ¿Sabías, Leonard, que arrancar el cuero cabelludo forma parte de la tradición cultural europea desde sus mismos comienzos?

Leonard gritó, pero sus alaridos quedaron reducidos a balbuceos frenéticos y agudos detrás de la mordaza de cinta aislante que llevaba puesta.

– Lo hacían todos aquellos que aportaron su sangre a nuestro linaje: los celtas, los francos, los sajones, los godos y, por supuesto, los antiguos escitas, en las solitarias y vacías estepas que fueron la cuna de Europa. Arrancarles el cuero cabelludo a los que sucumbieron a nuestras manos en la batalla, o simplemente llevarse el cuero cabelludo de un enemigo personal al que matamos en un combate individual para resolver un desacuerdo o vengar una afrenta es una costumbre que está en el centro mismo de nuestra identidad cultural. Nosotros arrancábamos cueros cabelludos, y lo hacíamos con orgullo. ¿Has oído hablar de un antiguo historiador griego llamado Heródoto?

No hubo respuesta por parte de Leonard, con excepción de los sollozos desesperados y estremecedores de un hombre que se enfrentaba a una muerte terrible y que se debatía contra sus ataduras y su mordaza. El asesino no prestó atención y continuó hablando a su manera relajada e informal, como si estuviera en una cena social. Esa calma, esa impasibilidad, era lo que más asustaba a Leonard; le habría sido más fácil entenderlo, asumirlo, si el hombre que estaba a punto de quitarle la vida se hubiera mostrado enfurecido, o temeroso, o emocionado de alguna u otra manera.

– A Heródoto se le considera el padre de la historia. Él recorrió el que en aquel entonces era el mundo civilizado y escribió sobre los pueblos que encontró. Pero también se aventuró en tierras desconocidas, tierras salvajes, más allá del mundo de su cultura. Visitó la Ucrania, que estaba en el centro del reino escita, y documentó la vida de las personas que conoció allí-El asesino volvió a examinar la pared de la que había arrancado el poster. Se detuvo un momento para quitar las tachuelas y los fragmentos de poster que habían quedado y luego limpió la superficie manchada con su mano enguantada-. Según Heródoto, los guerreros escitas raspaban toda la carne del interior de los cueros cabelludos que habían cogido y se los frotaban continuamente entre las manos hasta que se volvían blandos y suaves. Una vez que hacían eso, usaban los cueros cabelludos como servilletas en los festines y, cuando no, los colgaban de las bridas de sus caballos. Cuantas más de esas servilletas tenía un guerrero, mayor era su ascendiente sobre los otros. Heródoto cuenta que muchos de los guerreros más exitosos cosían sus cueros cabelludos para hacerse un manto. -Algo parecido a la admiración cruzó el rostro hasta el momento impasible del asesino-. Y no estamos hablando de una tierra remota y un pueblo lejano. Ésa era nuestra cultura. Todas nuestras raíces están allí. -Hizo una pausa y pareció sumirse en sus pensamientos-. Imagínate esto… imagina una sala con noventa, tal vez cien personas. No son muchas. Y cada persona de esa sala está lo más relacionada posible con las otras: padres e hijos, madres e hijas. Imagínalo, Leonard, pero imagina que son todos de la misma edad, noventa generaciones reunidas en el mismo momento de la vida. En toda la sala se perciben las similitudes familiares. Tal vez seis, siete, ocho generaciones atrás ves una cara igual a la tuya. Eso es todo lo que nos separa a ti y a mí de aquellos guerreros escitas, Leonard. Noventa individuos muy conectados entre sí. Y la verdad, la verdad que he descubierto, es que no son sólo nuestros rasgos, nuestros gestos, nuestra aptitud para determinadas actividades o la inclinación hacia determinados talentos lo que se repite generación tras generación. Nos repetimos nosotros mismos, Leonard. Somos eternos. Regresamos, una y otra vez. A veces nuestras vidas se superponen, como ha ocurrido con las mías. Yo he sido mi propio padre, Leonard. He visto la misma época desde dos perspectivas. Y puedo recordarlas ambas…

Cogió el estuche de terciopelo azul oscuro y lo abrió sobre la lámina de plástico negro. Retrocedió un momento, examinando los preparativos. Leonard miró el estuche, que estaba abierto y extendido. Sobre él había un gran cuchillo, cuyo mango y hoja estaban forjados a partir de una pieza continua de resplandeciente acero inoxidable. Los sollozos de Leonard aumentaron su intensidad. Comenzó a debatirse con fuerza pero infructuosamente contra las ligaduras. El asesino puso la mano con suavidad sobre el hombro de Leonard, como si quisiera consolarlo.

– Tranquilízate, Leonard. Tú has escogido esto. Recuerda que te has preguntado si no te convenía tratar de quitarme el arma. Oh, sí, Leonard, pude leerte como un libro. Pero decidiste no hacerlo. Decidiste aferrarte a la vida hasta el último segundo, más allá de lo terrible que fuera. ¿Quieres oír algo gracioso, Leonard? -Recogió el arma y la sostuvo delante de su cautivo-. Ni siquiera es real. Es una réplica. Tú te entregaste a mí, a esta muerte, basándote en la idea de un arma. En un pedazo de metal inservible.

Detrás de las ataduras, Leonard gimió. Tenía la cara empapada de lágrimas.

– Vamos, Leonard -dijo el hombre de pelo oscuro, sin ninguna malicia-. Sé que no eres muy feliz con tu vida, de modo que ahora voy a mandarte a la próxima. Pero primero, ¿ves el espacio que he dejado en aquella pared? Allí voy a colgar tu cuero cabelludo. -Hizo una pausa, sin prestar atención a los gritos desesperados y amortiguados de su víctima, como si estuviera reflexionando. Por fin una sonrisa apareció en su cara, una sonrisa fría e insensible, de una intensidad terrible que no concordaba con la máscara inexpresiva de su rostro-. No… allí no… ahora que lo pienso, tengo un lugar mucho, pero mucho mejor…

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