– No veo qué tiene eso de relevante. ¿Por qué eso haría que un hombre le tema a su pasado?
– Parece inofensivo, ¿verdad? Robar los pensamientos de otros… -Minks se había hundido tanto en la silla que parecía que había estudiado el arte del reposo toda su vida, pero un brillo distante ardía detrás de los suaves ojos, que seguían clavados en Fabel-. Pero la cuestión es de quién eran los pensamientos que tomaba prestados… De quién era la ropa que se ponía como suya. Lo que suele ocurrir en las épocas emocionantes y peligrosas es que la emoción puede hacer que uno se vuelva ciego al peligro. Uno pocas veces es consciente de que entre la gente que conoce en momentos como ése hay individuos peligrosos.
– Doctor Minks, ¿tiene algo específico que decirme sobre el pasado de Herr Hauser?
– ¿Específico? No. No hay nada específico que pueda señalarle… Pero puedo indicarle el rumbo. Le aconsejo que haga un poco de arqueología, Kriminalhauptkommissar. Excave un poco en el pasado. No estoy seguro de lo que encontrará… pero sí de que encontrará algo.
Fabel contempló al hombre pequeño en el sillón, con su traje arrugado y su cara arrugada. Por mucho que lo intentó, no logró imaginar al doctor Minks como un revolucionario. Pensó en presionarlo un poco más, pero supo que sería un esfuerzo inútil. Minks no revelaría nada más. A pesar de lo críptico de sus palabras, estaba claro que había tratado de proporcionarle una pista.
– ¿También conocía al doctor Gunter Griebel? -le preguntó-. Fue asesinado de la misma manera que Hauser.
– No… En realidad no. Leí sobre su muerte en los periódicos, pero no lo conocía.
– ¿Entonces no sabe si existía alguna relación entre Hauser y Griebel?
Minks meneó la cabeza.
– Creo que Griebel y Hauser eran contemporáneos. Tal vez su arqueología revele que compartieron un pasado. De todas maneras, comisario, ya le he dado mi opinión sobre Kristina. Ella es totalmente incapaz de la clase de homicidio que
está investigando.
Fabel se incorporó y esperó a que Minks se levantara de la silla en la que estaba despatarrado. Se estrecharon la mano y Fabel le agradeció la ayuda.
– Oh, por cierto -dijo Fabel cuando llegó a la puerta-, creo que conoce usted a una de mis agentes, Maria Klee.
Minks lanzó una carcajada y meneó la cabeza.
– Vamos, Herr Fabel, puedo haberle permitido cierta flexibilidad porque tenía la autorización de Kristina Dreyer, pero no pienso violar la confidencialidad entre médico y paciente confirmando o negando mi conocimiento de su colega.
– Yo no he dicho que ella sea una paciente -dijo Fabel mientras salía-. Sólo que creía que usted la conocía. Adiós, Herr Doktor.
11.10 h, Altona Nord, Hamburgo
Cuando las pisadas se hicieron más fuertes, Maria retrocedió hacia el rincón donde una joven había muerto golpeada y estrangulada. A pesar de que la mayoría de las ventanas de aquella fábrica abandonada estaban rotas, Maria sentía el aire a su alrededor como algo quieto, caliente y pesado. Una mujer apareció en el umbral y miró hacia todos lados con actitud de nerviosismo antes de entrar. Maria salió de las sombras, la mujer la divisó y avanzó a través de la fábrica un poco más tranquila.
– No es posible que me quede mucho tiempo… -dijo a modo de saludo mientras se aproximaba a Maria. Tenía un fuerte acento del Este de Europa en la voz y hablaba con la gramática de alguien que había aprendido alemán en la calle. Maria supuso que no tendría más de veintitrés o veinticuatro años, aunque de lejos había parecido mayor. Llevaba un vestido barato y colorido que había acortado para que el dobladillo no le cubriera más que la parte superior de los muslos. Sus piernas estaban desnudas y sus zapatos eran sandalias de tacón alto y tiras ajustadas en torno a los tobillos. El vestido estaba hecho con una tela delgada que se le ajustaba a la altura de los senos y le acentuaba claramente el contorno de los pezones. Colgaba de un par de tirantes delgados y dejaba al descubierto el cuello y los hombros. Toda esa vestimenta estaba pensada para exudar cierta clase de sexualidad estridente y disponible. Pero en realidad su color ofrecía un contraste discordante con la piel pálida y llena de irregularidades de la muchacha y, en combinación con sus hombros huesudos y brazos delgados, la hacían verse enferma y algo patética.
– No hace falta que te quedes mucho tiempo, Nadja -respondió Maria-. Sólo necesito el nombre.
Nadja miró más allá de Maria hacia la esquina de la fábrica abandonada. La esquina donde ella había dejado las flores.
– Ya he dicho, no sé cuál era su verdadero nombre.
– No es el nombre de ella lo que busco, Nadja -dijo Maria en un tono tranquilo-. Quiero saber quién la puso en la calle.
– Ella no tenía un chulo, uno solo no. Era nueva para el grupo.
– ¿El grupo?
– Todas trabajamos para misma gente. Pero no voy a decirle quiénes son. Como están las cosas, me matarán si saben que yo hablé con usted.
Maria cogió la mano de Nadja y giró la palma hacia arriba. Con la otra mano, metió algunos billetes de cincuenta euros en ella y cerró los dedos de Nadja en torno al dinero.
– Esto es importante para mí. -Maria sostuvo la mirada de Nadja con sus pálidos ojos grises y azulados-. Soy yo la que paga por esta información. No la policía.
Nadja abrió el puño y miró los billetes arrugados. Volvió a Ponérselos en la mano a Maria.
– Guarde dinero. No he venido a verla para sacarle pasta, puedo ganar más que esto en un par de horas esta noche.
– Pero no puedes conservarlo, ¿verdad? -Maria no hizo ningún gesto para coger el dinero-. ¿Cómo conociste a Olga?
Nadja lanzó una risita vacía y meneó la cabeza. Cada movimiento parecía electrizado por el miedo. Hizo una pausa para encender un cigarrillo y Maria se dio cuenta de que le temblaban las manos. La mujer echó la cabeza hacia atrás y lanzó un chorro de humo hacia el aire espeso y caliente.
– ¿Cree que dinero significa algo? Yo antes pensaba que dinero era la respuesta a todos los males; pensaba que Alemania era el lugar donde ganar. Y terminé así. Pero cojo su dinero; tengo que probar que cada segundo fuera de su vista gano pasta para ellos.
Nadja cogió tres billetes de cincuenta euros y le devolvió el resto a Maria.
– La chica que usted llama Olga. Ella no rusa, ella de Ucrania. La trajeron los mismos que me trajeron a mí.
Maria sintió la excitación de una sospecha confirmada.
– ¿Traficantes de personas?
Se oyó un ruido desde el exterior del edificio, cerca de las puertas principales. Ambas mujeres giraron y observaron la puerta un momento antes de continuar la conversación.
– Usted debería saberlo -dijo Nadja-. Las cosas han cambiado en Hamburgo. Antes sólo dos clases de prostitutas: las chicas que trabajan en Kiez, en Sankt Pauli… allí incluso puedes encontrar estudiantes universitarias que quieren ganar algunos billetes… y las yonquis que necesitan para pagar droga. Esas chicas lo más bajo del negocio. Ahora hay algo nuevo. Nosotras. Las otras chicas nos llaman el Mercadillo de los Agricultores… nos traen del Este como ganado y nos venden. La mayoría de Rusia, Bielorrusia o Ucrania. Muchas también de Albania y unas cuantas de Polonia y Lituania.
– ¿Quién dirige el Mercadillo de los Agricultores?
– Si se lo digo, irá a buscarlos. Entonces ellos deducirán quién se lo dijo y me matarán. Pero antes me torturarán, y matarán a mi familia. Usted no tiene idea de cómo son. Cuando traen chicas lo primero es violar. Luego pegan y dicen que matarán a familias si no ganamos dinero para ellos.
– ¿Y eso es lo que ocurrió contigo?
Nadja no respondió, pero una lágrima empezó a recorrer el contorno de su nariz antes de que ella se la limpiara con un brusco movimiento de la mano.
Читать дальше