Craig Russell - Resurrección

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En la tercera novela de la serie de Jan Fabel, un temible asesino que cree haberse reencarnado, se venga de aquellos que le traicionaron en una vida anterior…
El detective Jan Fabel y su equipo se enfrentan a una serie de homicidios: un político de izquierdas y homosexual confeso, y un prestigioso científico. Ambos fueron asesinados siguiendo el mismo método: los cuerpos tenían el cuero cabelludo seccionado y, sobre ellos, un pelo rojo teñido en la escena, procedente de la misma cabeza y cortado veinte años antes.
Fabel descubre que las víctimas pertenecían a un grupo anarquista de los años 70. Mientras tanto, los demás miembros del grupo, que habían tratado de dejar atrás su pasado, se dan cuenta de que un temible asesino va tras ellos.

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Kurt. La cara que Fabel estaba mirando, la cara que había contemplado en el emplazamiento de HafenCity, pertenecía a Kurt Heymann, nacido en febrero de 1927, residente en Hammerbrook, Hamburgo. Fabel volvió a leer los detalles. En el presente tendría setenta y ocho años. A Fabel le resulto difícil comprenderlo. El tiempo, sencillamente, se había detenido para Kurt Heymann, con dieciséis años, en 1943. Había sido condenado a una juventud eterna.

Fabel examinó la cartera de cuero. También había perdido toda flexibilidad, y su superficie era como un áspero pergamino bajo las puntas de los dedos del detective. En su interior se encontraban los restos de algunos billetes de Reichmarks y la fotografía de una muchacha joven y rubia. Lo primero que se le ocurrió a Fabel era que se trataba de la novia de Heymann, pero pudo notar que había una semejanza entre ambos. Una hermana, tal vez.

Le dio las gracias a Severts y, mientras se levantaba, le devolvió la fotografía del Hombre de Cherchen. Cuando Severts abrió la caja para guardarla, otra de las imágenes llamó la atención de Fabel.

– Ah, a ése lo conozco… -Fabel sonrió-. Un frisón oriental, como yo. ¿Puedo?

Fabel extrajo la fotografía. A diferencia de las otras momias, la cara prácticamente había desaparecido y sólo se veía el esqueleto, y algunas franjas intermitentes de una piel marrón y correosa extendida sobre los huesos desnudos. Lo que volvía notable a aquella momia era el hecho de que su tupida melena, así como la barba, se habían mantenido completamente intactas. Y ese pelo era lo que le había dado su nombre. Porque, si Wen la denominación oficial de la momia era la de la aldea frisona cerca de la cual había sido descubierta en el año 1900, había sido esa melena vibrante y sorprendentemente roja lo que había capturado la imaginación tanto del público como de los arqueólogos.

– Sí, claro -dijo Severts-. El famoso Franz el Rojo. O, dicho más correctamente, el Hombre de Neu Versen. Magnífico, ¿verdad? ¿Y dice que es de la misma zona que usted?

– Más o menos. Yo soy de Ostfriesland pero más al norte: Norddeich. Neu Versen está en Bourtanger Moor. Pero he oído hablar de Franz el Rojo desde que era un niño.

– Bien, él es un perfecto ejemplo de lo que decía sobre que estas personas tienen una segunda vida… una vida en nuestra época. En la actualidad recorre el mundo como parte de la exposición La misteriosa gente de las ciénagas. En estos días se encuentra en Canadá, si no me equivoco. Pero es una buena ilustración de lo que Franz Brandt le comentó en el emplazamiento de HafenCity sobre las diferentes clases de momificación. Es un cuerpo del pantano, y totalmente diferente de los cuerpos de Ürümqi. Toda la carne se le descompuso y sólo ha quedado la piel, endurecida y curtida por los ácidos del pantano, convirtiéndolo básicamente en un saco de piel que contiene su esqueleto. Pero lo asombroso es el pelo. Es obvio que no era de ese color en un principio. Las tinturas del pantano lo han teñido.

Fabel contempló la imagen que tenía en las manos mientras escuchaba a Severts. Franz el Rojo, con su corona de pelo rojo ardiendo en su calavera como llamas, parecía estar gritándole. El pelo. El pelo teñido de rojo.

Fabel sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

11.00 h, Altona Nord, Hamburgo

Maria le había preguntado a Werner si podría suplantarla durante alrededor de una hora. De todas maneras, en el momento de hacerlo se había puesto de pie y había cogido la chaqueta del respaldo de la silla, convirtiendo la pregunta en una especie de afirmación. Werner había apartado la silla de su escritorio, que estaba enfrente del de Maria, y se había echado hacia atrás, para examinarla como si estuviera evaluando la situación.

– No le va a gustar si se entera… -Werner se frotó su hirsuto cuero cabelludo con ambas manos.

– ¿Quién? -dijo Maria-. ¿Enterarse de qué?

– Sabes de lo que hablo. Vas a seguir husmeando en el caso de Olga X, ¿verdad? El chef dejó bien claro que debías dejarlo.

– Sólo voy a hacer lo que él me indicó: ir a Crimen Organizado para informarles del contexto del caso. ¿Me suplantarás o no?

Werner respondió al tono agresivo de la voz de Maria encogiendo sus pesados hombros.

– Puedo arreglármelas.

Maria se deprimía cada vez que la veía.

Esa estructura había tenido un propósito alguna vez. En otra época, la gente pasaba sus días de trabajo allí, tomando su almuerzo en la cafetería, conversando entre sí o debatiendo sobre la productividad, las ganancias, los aumentos salariales. Ese edificio ancho de una sola planta de Altona-Nord había sido una fábrica en otra época; pequeña, probablemente relacionada con ingeniería liviana o algo similar. Pero ahora se había convertido en una cascara lúgubre y vacía. Casi ninguna de las ventanas permanecía intacta; las paredes estaban llenas de franjas donde el yeso había desaparecido o manchadas con graffiti; en el suelo había una gruesa y polvorienta capa de polvo y pilas de escombros o basura.

Era un territorio poco probable para el amor.

Pero ese edificio proporcionaba un lugar para que el sector más degradado del negocio de la prostitución de Hamburgo realizara sus actividades. En su mayor parte eran chicas heroinómanas, o adictas a otras drogas, que cobraban mucho menos que las que trabajaban en las zonas más atractivas de Herbertstrasse y Kiez. Las chicas que operaban aquí eran mayoristas: hacían la mayor cantidad de servicios lo más rápido posible P ara alimentar su hábito o las carteras de sus proxenetas. Laevidencia estaba allí, descarnada, a la sombría luz del día: preservativos usados esparcidos por el roñoso suelo de la fábrica.

Olga X no consumía drogas. Eso había quedado establecido en la autopsia. La habían obligado a vender su cuerpo en ese lugar sórdido y miserable mediante alguna otra coacción.

Maria atravesó el gran vacío de la parte principal de la fábrica y se detuvo a pocos metros de la esquina. Irónicamente, estaba limpia y vacía; el equipo forense que había asistido a la escena se había llevado hasta el último escombro para examinarlo. Aquello había ocurrido tres meses antes, y daba la impresión de que las chicas que llevaban allí a sus clientes habían evitado esa esquina en particular. Tal vez sentían que ese rincón estaba maldito. O embrujado. Sólo había una cosa nueva: un pequeño ramillete de flores marchitas dispuesto con tristeza en la esquina, que alguien había dejado como patético recuerdo de la vida que había terminado allí.

Maria recordaba aquel rincón como la primera vez que lo vio. Como si su mente hubiera fotografiado y archivado la escena, siempre se le presentaba perfecta y completa en su memoria. Olga no había sido una chica grande. Había sido de complexión delgada y de huesos livianos, y la había encontrado tirada en un enredo de brazos y piernas en ese rincón, con su sangre mezclándose con el polvo del suelo formando una pasta pálida y arenosa. Maria nunca dejaba que las escenas de los crímenes la afectaran tanto como a sus colegas masculinos. Pero aquel asesinato sí la había afectado. En realidad no entendía por qué haber visto los frágiles restos de una prostituta anónima la había dejado sin dormir durante varias noches, pero más de una vez se le había ocurrido que podría tener algo que ver con el hecho de que ella misma había estado a punto de convertirse en la víctima de otro homicidio. La otra cosa que la angustiaba respecto de la muerte de esa muchacha era la forma en que la habían engañado. La mayoría de los casos que investigaba la Mordkommission de la Polizei de Hamburgo pertenecían a un ámbito determinado: bebedores y drogadictos crónicos, ladrones y narcotraficantes y, por supuesto, prostitutas. Pero a esta chica la habían obligado a entrar en este mundo. La promesa de una vida nueva en Occidente con un trabajo decente y un futuro mejor había resultado un fraude. En cambio, Olga, o fuera cual fuese su verdadero nombre, había entregado su propio dinero, probablemente todo el que tenía o el que había conseguido reunir, para venderse sin saberlo a la esclavitud y a una muerte sórdida y anónima.

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